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Y nadie esperaba observar, en el curso de sus vidas, aquella fabulosa obra de ingeniería planetaria.

Las reuniones se prolongaron, más que nada, por la suspicacia de los terrestres. No faltaron grupos que acusaron de todo a los marcianos, incluso de la Tormenta de Positrones, o cuanto menos de complicidad con los alienígenas. Enrique Kramer salía agotado de las reuniones, y debía hacer un esfuerzo por serenarse y comprenderlos. Todos estaban aterrados, cansados, desmoralizados; aquello fomentaba los recelos, al margen de ambiciones y rencillas.

Gradualmente, tras laboriosas sesiones, se fue llegando a un acuerdo. Todos coincidieron en dos puntos:

Primero: quienquiera que hubiera levantado el Dedo, no actuaba de modo claramente hostil. Pero tampoco claramente amistoso. No hubo ningún intento de comunicación previa.

Segundo: quien golpea primero, golpea dos veces.

Pero el desacuerdo surgió en cómo golpear. Necesitaban ayuda militar de Marte, y sus representantes insistían en que la colonia no podía distraer más recursos destinados a su propia supervivencia.

La solución se demoró aún más.