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El franciscano negó con un suave gesto de su mano.

– No puedo entender esa tibieza ante el Mal, ante lo inmoral. La Biblia nos da respuestas concretas.

– ¿Respuestas concretas? ¿Qué lección moral podemos extraer del exterminio de los primogénitos de Egipto -le preguntó Susana-, de la muerte de los niños (inocentes, supongo) que habitaban Sodoma y Gomorra?

– Esos razonamientos hace siglos que quedaron desfasados, Susana. La Iglesia reconoció que el Antiguo Testamento contiene numerosas historias ejemplares, que no tienen por qué ser estrictamente verdaderas.

– ¿Qué ejemplo moral obtenemos de la muerte sin sentido?

El padre Álvaro meditó un momento antes de responder.

– ¿Ha oído hablar del reverendo Dodgson?

– ¿Quién? -preguntó Shimizu con cara de despiste.

– Lewis Caroll -le aclaró Susana-, el autor de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?

El padre Álvaro sonrió.

– Dodgson era un hombre Victoriano, intachable en su aspecto externo, un hombre amable, inteligente, piadoso… pero le gustaban las niñas. Le gustaban de una forma inaceptable para él. Le gustaba su compañía, su contacto; le gustaba fotografiarlas desnudas…

»Dodgson era un gran hombre, dotado de unos bajos y sucios instintos… Otro en su lugar, habría matado, violado, qué sé yo… han habido infinidad de casos. Pero Dodgson tranfiguró la parte más oscura de su naturaleza en fuente de inspiración; la domó, la canalizó, y produjo hermosas obras de arte. Dodgson tenía un Dios, creía firmemente en Él; en su mirada tranquila pero inquisitiva, a la que nada escapaba…

– Hable por usted, padre -dijo Susana levantándose-, algunos no necesitamos de un dios guardián, un gran ojo en el cielo que lo ve todo, para saber que no debemos cometer atrocidades. Y hay muchos que las cometen en nombre de ese dios. Extremistas, fanáticos, terroristas… -Tragó saliva con un gesto de dolor-. Recuerde que mundo nos dejó la Religión, y luego hábleme de moral y esas cosas.

Susana abandonó el comedor, y subió al puente. Apenas entró en él, comprendió que algo se estaba desarrollando allí. El ambiente podría cortarse, todos hablaban en voz baja, como si temieran ser oídos, y con frases cortas y precisas. Instintivamente se volvió hacia la pantalla central, y sintió cómo el vello de su nuca se erizaba de terror. Había perdido el gusto por las sorpresas.

A través de la pantalla del telescopio, la astronave alienígena parecía más bien un vehículo atmosférico. Era fusiforme, de unos trescientos metros de largo y treinta de diámetro transversal; llevaba dos pequeñas alas en el tercio anterior, y sobre el dorso (o bajo la panza), si es que las alas definían babor y estribor, había un objeto un poco más corto que la propia nave e igual de grueso. En el extremo de popa del objeto, si la popa era el extremo menos ahusado, sobresalían lo que parecían ser toberas de cohete.

– No me gustaría pilotar esa cosa -comentó Yuriko, inspeccionando la pantalla con ojo crítico-. Esas alitas son ridiculas, apenas veinticinco metros. No puede dar mucha sustentación; además, están situadas demasiado a proa. ¿Quién volaría con ellas? \Chinpunkan\

– Sí, es un disparate -confirmó Kenji-. Además no hay cubierta ablativa, ni escudo antifricción. Diría que eso no ha volado jamás en una atmósfera.

– A partir de ahora, no nos precipitaremos -dijo Yuriko, con voz amarga. Shimizu hizo un grave gesto de aprobación-. No podemos permitirnos correr el menor riesgo. Vamos a seguir examinándola por fuera.

Susana aprovechó el breve silencio para preguntar:

– ¿Habéis encontrado una nave?

– Eso parece -respondió Shikibu-. Una de las sondas detectó en los anillos un objeto, con un espectro raro. Variamos el rumbo para analizarlo, y resultó ser eso…

– ¿Hay alguna posibilidad de que sea humana? -preguntó Susana acercándose.

– No muchas. No sabemos de ninguna misión a Júpiter, ni de nadie que intentara semejante viaje antes del descubrimiento de Markus. Y esa nave no parece marciana.

Yuriko hizo un ajuste y la imagen de la nave creció en la pantalla.

– Fijaos ahí-dijo.

El casco estaba atravesado por media docena de perforaciones. Amplió una de ellas. El boquete mediría sus buenos tres o cuatro metros de diámetro. Los bordes eran muy nítidos. Resultaba claro que no eran impactos meteóricos.

– A primera vista, eso parece hecho con un cañón láser o de partículas -dijo Shimizu.

Lenov sintió un escalofrío. Shikibu habló, con un tono que a Susana le pareció de morbosa delectación:

– Quizás esa nave perteneció a quienes mandaron a los monstruos, o a los mismos monstruos. Bueno, lo sabremos cuando entremos dentro.

– ¡Eso sí es extraño! La proa es acristalada -exclamó Kenji. En efecto, todo el morro de la nave era una cúpula ojival transparente… o más bien traslúcida. Estaba formada por grandes paneles curvos de un material de brillo vitreo, enmarcados en un costillaje de metal, como el puesto de observador de un viejo bombardero.

– ¿Un sistema de guía visual? -se extrañó Yuriko-. ¿Y tan expuesto?

– Y eso daría un puente de mando enorme -añadió Kenji-. ¡Más de treinta metros!

– A no ser -dijo Shikibu alegremente- que la nave estuviera pilotada por gigantes de diez metros.

Nadie encontró gracioso el comentario.

– Creo -dijo Yuriko- que lo mejor que podemos hacer es examinarla de cerca. Las imágenes, por buenas que sean, no pueden reemplazar a una inspección ocular. Kenji, vamos a acercar la Hoshikaze un poco más. Shikibu, preparad la sonda robot y los trajes.

Susana se asombró de la tranquilidad con que hablaban; incluso suspiraban por entrar.

– Bien, Yuriko. -La joven se puso en pie-. ¿Has decidido quiénes…?

– Necesitamos a alguien experto en naves espaciales. Por tanto, Kenji, tendrás que darte un paseo.

– A la orden.

– Shikibu, irás con ellos, ¿te parece bien?

– De acuerdo.

Con un breve disparo de los chorros de maniobra, la Hoshikaze se acercó a unos quinientos metros de la nave extraterrestre. Mientras esto sucedía, Shikibu y Jenny revisaron los trajes, recargaron las baterías y rellenaron los tanques, ayudados por Martínez y Michaelson, los dos elegidos por el teniente.

Kenji y Liz Thor desembalaron y activaron otra de las sondas robot. Ambos unieron sus talentos en mecánica y electrónica para convertirla en una especie de robot de combate.

– Ahora escuchad -dijo Yuriko desde un monitor-. No os arriesguéis lo más mínimo. De momento, únicamente quiero una inspección exterior. Y no os acerquéis a menos de diez metros del casco.

– De acuerdo, jefe -contestó Kenji.

– Examináis la proa, y ese objeto del dorso… Ah, Kenji, deja de llamarme jefe, ¿vale?

– Enterado.

Comparados con los de Saturno, los anillos de Júpiter son demasiado modestos, y están tan cerca del planeta que éste es mucho más sobrecogedor. Imponente y mayestático, el gigantesco disco llenaba el Universo; nada parecía existir más allá de él. Los anillos se extendían a ambos lados hacia el infinito, una plateada autopista al Olimpo.

Cerca de ellos, la autopista se volvía granulosa, se descomponía en partículas, y poco a poco éstas se transformaban en enormes icebergs flotantes.

Contempladas desde aquella distancia las bandas ecuatoriales de aquel planeta inconmensurable aparecían festoneadas por infinidad de remolinos, de una regularidad casi artificial. Todos los rasgos visibles eran estructuras nubosas; Júpiter no posee superficie sólida, sino líquida, y ni siquiera es visible. Su atmósfera es un palacio de nubes.

Yuriko vigilaba sin cesar los monitores, donde se seguían las imágenes enviadas por las cámaras de los cascos. Hizo un ajuste con los mandos de la sonda robot; una vez concluido, se echó hacia atrás en su silla y se pasó la mano por sus cabellos.

– ¿Preocupada? -preguntó Lenov con suavidad.

– No… es decir, sí -contestó-. Yo no he nacido para dar órdenes y quedarme en la retaguardia.

– Voy a prepararme un té. ¿Quieres? -sugirió el ruso.

– Sí, gracias.

– ¿Susana?

– Gracias, sí.

El grupo se acercó a la astronave alienígena, llevando en vanguardia al robot; era un cacharro parecido a una araña del tamaño de un oso, con media docena de brazos-herramienta sobresaliendo, aparte de lentes, cámaras y antenas. Kenji y Liz habían adaptado a los brazos varios rifles controlados a distancia. Cualquiera que se encontrase con la sonda, si intentaba atacarla, acabaría como un cedazo.

Poco a poco, la colosal astronave fue llenando el cielo ante ellos, eclipsando las estrellas.

Kenji contempló su entorno por medio de los espejos retrovisores de su casco, que le permitían ver en todas direcciones. A sus espaldas, relucía la familiar forma de la Hosbikaze. Los bloques de hielo les rodeaban, y la nave semejaba un desmesurado erizo de mar, abandonado en el Ártico.

Se separaron en dos grupos cuando se hallaban a unos cincuenta metros: Kenji y Shimizu por un lado, Shikibu y Michaelson por otro, y cada uno se dirigió a su sector. El robot permanecería cerca para servir de repetidor, por si perdían de vista la Hoshikaze, y por tanto el contacto radial.

Cuando Lenov sirvió las tres ampollas de té caliente, el equipo ya estaba informando.

Una pantalla mostraba la proa. Tal como habían visto con telescopio, era acristalada.

– Lo único que le falta es una ametralladora en el morro -decía Shimizu-. Claro que, para guardar la escala, deberta tener un cañón como el Gran Berta, cuanto menos.

– Kenji, ¿tienes idea de por qué no es transparente? -preguntó Yuriko. Susana se sentó a su lado y le acercó la ampolla sin hablar. Yuriko hizo un gesto con la cabeza.

– No sabría decir, comandante. ¿Puedo acercarnos más? Todo parece inofensivo.

– De acuerdo, concedido.

La imagen de la proa creció; en un momento dado, la enguantada mano de Kenji apareció en la pantalla y tocó uno de los paneles.

– Parece algo que está por dentro -opinó-. Yo diría que está cubierta de escarcha por la parte interior. Además, ahora vemos algo abajo, en la panza.

– Mostradlo.

Kenji se desplazó hasta enfocarlo con la cámara. Justo bajo la proa acristalada, había lo que parecían ser dos pequeñas grúas.