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El transbordador de órbita alta se acercaba paulatinamente al Dedo. En la bodega, Sandra, Karl y Lucas se preparaban para entrar en sus robots de combate, tan pronto como los técnicos realizaran los ajustes finales. Karl pasaba su brazo sobre el hombro de Sandra, aunque ella no parecía demasiado interesada. Lucas, por su parte, se sentía como un caballo a punto de iniciar una carrera.

Desde la pantalla de proa, el Dedo asemejaba un cuerpo celeste más, tranquilo e inerte. Era una gran roca de color gris sucio, tuberosa, muy desigual, flotando en el oscuro vacío.

O lo habría parecido, excepto por un extraordinario detalle. Dos enormes cables surgían desde extremos opuestos del cuerpo; uno descendía hacia la Tierra hasta perderse de vista, el otro se alejaba en la noche del espacio.

Aquello era lo que les había traído hasta allí.

– Recordad, una detonación mal situada -les decía el general Toranaga- lo haría caer sobre nuestro planeta. Debéis descender hasta un punto cercano a la base…

Los tres asintieron. Era el briefing habitual; pura verborrea, los tres conocían el plan al dedillo. Lucas miró pensativo el cinturón de esferas de medio metro de diámetro, colocadas en torno a la «cintura» de su robot: bombas de fusión, de las más potentes fabricadas jamás, y cada uno de ellos llevaba doce, treinta y seis en total. ¡Brrr! Se sentía a la vez aliviado y despavorido.

– ¡Todo listo! -voceó uno de los técnicos, alzando el pulgar.

– A sus puestos, señorita, caballeros. -El general Toranaga les hizo una breve reverencia, el solemne saludo de un samurai. O hubiera sido solemne, si la ingravidez no lo hubiera convertido en casi una voltereta.

Los tres amigos se desnudaron y se introdujeron en las cabezas de sus respectivos robots. Lucas se alegró de que aquella cosa medio viviente tuviera un medio de eliminar los desechos biológicos. Su vejiga estaba tan nerviosa como él.

– ¡Preparados! -ladró una voz metálica. Sonaron las alarmas de vacío, y los técnicos se retiraron prestamente.

Los tres robots se pusieron en pie y avanzaron hasta el centro de la bodega. Karl cogió el cañón de partículas. ¡Particulas! Aquello era un chiste malo. Tenía el tamaño de uno costero, tosco y embarazoso; no era posible construirlo de un tamaño inferior. Solamente uno de aquellos robosaurios podía manejarlo como arma personal.

Una luz verde se convirtió en roj a. Se prepararon para el salto.

La primera sugerencia de los militares fue lanzar bombas atómicas contra el enorme cable que unía el Dedo del Cielo con el Dedo de la Tierra; rápidamente advirtieron que, si se cortaba, caería como un mortífero flagelo, provocando una calamidad casi tan apocalíptica como la Tormenta de Positrones.

Los intentos de atacar el Dedo de la Tierra fueron infructuosos. Los misiles atómicos apenas hacían mella en aquel vasto cilindro de roca. Entonces otros sugirieron que un corte en el cable, por encima del Dedo de la Tierra, liberaría éste, y el contrapeso lo alejaría de la órbita de la Tierra, arrastrándolo hacia el Sol. El problema era de precisión; el punto idóneo era demasiado bajo para un misil antisatélite, y demasiado alto para un misil tierra-aire.

Tan sólo había una manera de hacerlo: entrar en la torre desde el espacio, descender por el cable, y hacer estallar las bombas en el interior, a la altura adecuada. Una complicada forma de suicidio.

Y, en toda la Tierra, únicamente había una clase de guerreros con mínimas probabilidades de triunfo en aquel lunático plan.

El transbordador lanzó varios misiles (apenas diez o veinte megatones, como distracción), cebos antirradar… y los tres robots de combate.

Con un fuerte trompicón, Lucas se halló girando en el vacío. Estaba rodeado de confetti metálico.

Por supuesto, no lo era, aunque pareciera igual de inofensivo. Aquello crearía un mare mágnum en los sistemas detectores del enemigo… esperaban. Lo cierto era que estaban bastante in albis acerca de lo que ellos podían o no hacer.

El robot de Lucas despidió un chorro de gas que corrigió su trayectoria. Aquello también era automático. La escabrosa superficie del Dedo fue creciendo, como una extraña mora o un racimo de uvas rocosas. Llenó su campo de visión… y, en el último segundo, el robot giró prodigiosamente y se posó sobre sus zancudas patas, como un gato al caer.

Al instante, Lucas buscó un refugio. Tuvo que medio correr, medio reptar sobre sus garras, para ocultarse de las explosiones nucleares en el lado opuesto del Dedo… la pequeña maniobra de distracción… corre… corre… abandonó todo intento de caminar y se limitó a impulsarse con las garras, como si estuviera gateando bajo el agua…

Apenas tuvo tiempo de recorrer casi un cuarto de circunferencia del Dedo, cuando hubo un insufrible resplandor blancoazulado en el horizonte; las irregularidades del terreno destacaron como manchas de tinta china.

Las bolas de fuego iluminaron el paisaje durante un prolongado número de segundos. Poco a poco, fueron palideciendo y su color virando lentamente al amarillo. El poderoso destello fue bajando en intensidad, hasta lo simplemente deslumbrador.

– ¿Lucas? ¿Karl? -resonó la voz de Sandra. Lucas confió en que nadie los escuchase; al menos, los científicos de la Tierra no pudieron descubrir cómo los robots se comunicaban entre sí. No era radio ni ninguna radiación electromagnética, eso era seguro.

– Aquí estoy.

– ¿Dónde es aquí? -Era Karl.

– Pues… no lo sé. En el lado contrario del Dedo.

– Yo también.

– Pues no te veo.

– Es que esto es grande.

– Escuchad, genios de la orientación -profirió Sandra-, ¿podéis ver el cable de la Tierra, verdad? Nos vemos en su base.

– ¿Dónde estás tú?

– Al pie mismo. Me refugié tras él. ¿No se os ocurrió?

Lucas reanudó la marcha. Ahora tenía la oportunidad de estudiar lo que le rodeaba.

Las rocas eran negras y costrosas, como una tostada muy quemada; aquel mundo de retazos había sido amontonado sin muchas contemplaciones. No habían huellas del hormigueo que mencionaban los informes, aunque vigilaba esmeradamente, listo para desmenuzar con sus mandíbulas de plomo a lo primero que se moviese. No encontró nada; dedujo que, cualquiera que fuese la operación que realizaban, había concluido. Mejor.

No tardó en encontrarse junto al cable. Aunque cable parecía un término inadecuado. Al verlo, perdiéndose en las alturas hasta ser demasiado delgado, tuvo la sensación de un inmenso tronco de baobab cuya copa era la Tierra.

Sus compañeros se reunieron a su lado. Se alegró de ver aquellas combinaciones de gorila y cacatúa.

– Pues va a ser una paliza bajar a la Tierra -observó Lucas. El planeta tenía el tamaño aparente de una raqueta de tenis.

Se decía pronto. ¡Bajara la Tierra, como Jack por el tallo de judías mágicas! Treinta y seis mil kilómetros, un poco menos que la circunferencia del planeta. Dar la vuelta al mundo a pie… Claro está, ellos contaban con ciertas ventajas. A aquella altura estaban ingrávidos. La gravedad iría aumentando conforme bajaran. Pues, aunque sus cuerpos llevarían la misma velocidad angular todo el tiempo, igual a la de la propia torre (una vuelta a la Tierra cada veinticuatro horas), su velocidad lineal sería cada vez menor que la orbital, a medida que bajasen y el radio de giro disminuyese. Pero podrían hacer la mayor parte del recorrido rápidamente, en gravedad baja.

El peligro más grave era caer. Tardarían más de un día en estrellarse contra la atmósfera.

Los robots se aferraron al cable con las cuatro garras y empezaron a trepar. O descender, según se mire. Tenían ante sí un camino laaargo, muy laaargo…

El transbordador aterrizó en la isla. No tuvo problemas tras lanzar a los tres robots de combate. Y eso no le gustaba al general Toranaga. Así lo informó a Su Santidad, sentados ante sendas tazas de té.

– Me preocupa la falta de respuesta de los alienígenas -estaba diciendo-. ¿Tan insignificantes nos ven, que no toman precauciones contra nosotros? ¿Están siquiera enterados de que nuestros…?

– ¿Comandos? -sugirió Su Santidad.

– Guerrilleros. ¿Es posible que no sepan que están allí? ¿O lo saben y no les importa? ¿O lo saben, y los conducen a una trampa?

Su Santidad sacudió la cabeza; demasiados interrogantes. Habló como si se dirigiese a sus dedos cruzados.

– He estado pensando mucho en esto. Lo he comentado con mi equipo de asesores, y hemos intercambiado ideas muy locas…

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, ¿cómo se explica que unos seres, capaces de arrasar un planeta a miles de millones de kilómetros, se tomen la molestia de descender a él? Porque ésa es la función de la torre orbital.

– Eso es palmario, Santidad.

– Lo que ya no lo es, es esto: ¿por qué una torre orbital? Para espiarnos les bastaban esa especie de plantas radiales. ¿Por qué no una pequeña cápsula de aterrizaje?

– Preparación artillera -declaró al instante Toranaga-. Tras ella, la infantería.

– Incluso ésa es una hipótesis deficiente. Una flota de vehículos de aterrizaje de un solo uso sería más adecuada, desde su punto de vista…

El general meditó en ello.

– No solamente van a desembarcar. Luego van a retornar al espacio.

– Exacto. Esa torre orbital es para acceder al espacio con un consumo de energía más escaso. Desean llevarse gran cantidad de materia… ¿qué clase de materia? ¿O quiénes?

– ¿Ellos mismos? ¿Es la torre una complicada vía de escape?

Su Santidad negó con un gesto de la mano.

– Recuerde los informes de la Hoshikaze. Ellos también fueron atacados por un ejército de robots vivientes. Máquinas programadas que, una vez dejaron de ser útiles, se deterioraron. No; hay algo más que subirá por esa torre.

El general sintió un escalofrío muy poco marcial.

– Me gustaría disponer de un millar de esos robots de combate, Santidad. O un millón.

– Y a mí. En Marte también tienen problemas, aunque rae consta que hacen cuanto pueden por ayudarnos. Pronto llegará otra nave con más material. De momento tenemos que arreglarnos con lo que tenemos. ¿Qué tal son los chicos que ha mandado?

– Los mejores, Santidad. Disponemos de otros tres trajes y una docena de pilotos. Aún están algo verdes. Creo que intensificaré los entrenamientos. Ruego a Kamisama que encontremos más aspirantes adecuados.