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– Creo que tienes razón, pero no me gusta. Habría que cortar, y… ¿no crees que eso haría sonar las alarmas?

– Puede que sí, aunque es un riesgo que debemos correr. Por otro lado, ¿has pensado que cada día se nos va a hacer más difícil bajar?

En eso, Lucas estaba de acuerdo. Sus robots pesaban cada vez más. Eso significaba que no podían confiar en sus cerebros de mosquito; debían pilotarlos ellos. Por tanto, tenían que dormir menos, o retrasarse en el plan. Eran como alpinistas, comiendo y durmiendo colgados de la roca.

Sandra intervino:

– ¿Por qué no hacemos un agujerito? Tal vez las alarmas no estén pensadas para cosas así, después de todo hay impactos meteóricos. Vamos a abrir un pequeño boquete y veremos qué pasa.

Lucas la miró; aquel robot con pinta de dinosaurio era muy poco expresivo. Los tres compañeros permanecieron silenciosos.

– ¿Por qué no? -habló Lucas.

– De acuerdo. -El robot de Karl asió con una garra el cañón de partículas e hizo algunos ajustes en los controles.

Lucas tomó un pedazo de la superficie del cable con su garra. El material era muy extraño, una especie de costra fácilmente desmenuzable para la garra del robot, ligera, llena de grietas e irregularidades. Parecía piedra pómez o ladrillo poroso.

– Un disparo a baja intensidad -advirtió Karl-. Apartaos.

Así lo hicieron. Hubo un relampagueo azulado, como un arco de soldadura, y una pequeña explosión abrió un cráter en la superficie del cable.

Lucas dirigió su mirada en todas direcciones, esperando ver… no sabía qué. Sin embargo, todo aparecía tan tranquilo como siempre.

– Fijaos en esto -señaló Karl. Los tres se acercaron, deslizándose de lado.

Había un cráter humeante de un metro de diámetro. Estaba lleno de… parecía una serie de fibras del grosor de una muñeca humana, varias de ellas cortadas y quemadas por la descarga. A Lucas le recordaba una cuerda desgastada, mostrando el trenzado de fibras de cáñamo.

En aquel momento presenciaron un espectáculo pasmoso. Una especie de gelatina rojo transparente manaba del boquete. El líquido, muy viscoso, burbujeaba y emitía vapor en aquel cuasivacío. Muy poco a poco, la gelatina se espesaba y se volvía opaca, hasta convertirse en una costra sólida.

Karl tomó un pedazo con la garra. Todavía conservaba fluida la parte interior.

– Es increíble. Es… cómo decirlo… una cicatriz. Un sistema de autorreparación.

Lucas sintió incrementarse su sensación de extrañeza. De repente tuvo la impresión de ser una hormiga bajando por un tronco de pino. Aquella superficie le recordaba poderosamente a la corteza, muerta y agrietada.

– Bien -observó Sandra-, eso lo arregla todo.

– ¿Qué arregla?

– Si tienen un sistema de reparación automática, ¿para qué instalar una alarma? Lo que implica que nadie aparecerá por aquí.

– Creo que Sandra está en lo cierto -acordó Lucas-. El cable es demasiado largo para mantener una vigilancia permanente, a costa de numerosísimo personal.

– Aún no hemos visto al personal -les recordó Karl-, y no sabemos nada en absoluto sobre su número. Pero estoy de acuerdo. Si no nos han detectado ya…

El cañón de partículas disparó por segunda vez, abriendo un boquete del tamaño de la caja de un camión. El robot de Karl se introdujo por ella, blandiendo el cañón como un tiranosaurio fusilero.

– Entrad. Con cuidado.

Lucas pasó al infrarrojo. Los colores cambiaron, volviéndose extraños.

Dio un paso dentro, cuidando dónde ponía las patas.

No era un árbol. ¡Era un bambú!

El cable era hueco. Claro, ¿por qué no? Si aquella estructura servía como ascensor espacial, el tráfico debía ser o bien exterior o interior. Evidentemente, lo segundo. Trató de hallarle un sentido a lo que observaba.

Era como ver la torre Eiffel por dentro. El interior del cable estaba desprovisto de aire u otros gases, aunque no totalmente vacío. De un lado a otro lo atravesaban una especie de arbotantes curvos y vigas rectas, transversales o en diagonal. Según pudo advertir, tenían sección transversal en H o en X.

Otras vigas eran verticales, extendiéndose de arriba abajo, formando grupos de seis. También observó que, cada pocos cientos de metros, había un voladizo o reborde anular que sobresalía de la pared del tubo hueco. Para continuar la semejanza, serían los nudos de la caña, aunque en este caso no eran tabiques completos.

Los tres amigos permanecieron un buen rato en silencio.

– Esto parece un ser vivo -susurró Sandra-. Fijaos que no hay superficies planas. Todas son curvadas.

Lucas estuvo de acuerdo. Tampoco, descubrió, aparecían tuercas o remaches en donde debía haberlos; aquella fabulosa estructura parecía haber crecido, no sido montada. No le extrañó su semejanza con una obra de ingeniería.

– Es lo que yo esperaba -dijo Karl con suficiencia-. El Dedo es un ser tecno-orgánico, como nuestros robots.

Lucas miró a sus compañeros… o a sus robots, más bien. Bajo la visión infrarroja, presentaban un extraño moteado de rojos, amarillos, blancos, verdes y azules.

– ¿A qué esperamos para seguir bajando? -dijo Lucas.

– A nada -el robot de Sandra dio una zancada y se posó sobre una viga, las garras de las patas firmemente apretadas.

Los dos hombres la siguieron. No era nada difícil; los brazos, largos como los de los gibones, facilitaban mucho el movimiento de braceo. Los pies se aferraban de modo automático. Su progresión fue más y más rápida. A sus espaldas, el boquete se iba cubriendo de tejido cicatricial.

El enjambre de sondas que controlaba la Hoshikaze giraba locamente, en cambiantes órbitas, en torno a los etéreos anillos del gigantesco planeta. Buscando, fotografiando, analizando cada rastro de radiación que pudiera delatar a otro de aquellos artefactos, abandonado hacía eones en aquel mar de hielo flotante.

Y los había. Muchos. Por cientos. Por miles.

Aproximadamente, 630.000, con un error de más-menos 14.000.

La gran pantalla de la sala de reuniones mostraba una vista polar de Júpiter, obtenida por una de las sondas. Los anillos del planeta habían sido intensificados para que aparecieran lo más claramente posible.

Los anillos blancos estaban repletos de parpadeantes puntos luminosos.

– Esos puntos representan rastros de radiación semejantes a la pila atómica del traje que encontramos. Quizá cada uno de ellos sea un traje -decía Kenji.

– Están prácticamente infestados -se asombró el padre Álvaro.

– Eso parece -comentó Susana-. ¿Kenji, está lista la proyección?

– Sí, Susana.

En la pantalla, uno de los puntos luminosos creció hasta transformarse en un parche cuadrado. Se situó en un extremo de la imagen.

– Esta foto fue obtenida por la sonda 34. Fijaos en su aspecto.

No era como lo que habían encontrado unos días antes. Era casi una esfera, algo bulbosa. La imagen se animó, la esfera crecía.

– Reprogramamos la sonda para que se acercara lentamente al objeto y…

– Está abierta -profirió el teniente Shimizu.

– Sí, y la sonda se introdujo en su interior -los focos de la sonda 34 se encendieron, iluminando el interior del caparazón vacío- Ésta es mucho menor, sólo treinta metros de diámetro.

La sonda se movía por el interior del traje. Salvo la forma, se parecía mucho al primero que habían visto. Susana señaló las diferencias.

– Fijaos en esas aletas de refrigeración. Los tubos contienen amoníaco. Están pensados para extraer calor de dentro. Muchos de los controles son gemelos de los del primero. Y hay más, mucho más. No apartéis la vista de la pantalla.

Uno a uno, los puntos de luz se dilataron, formando nuevos parches cuadrados, que se fueron alineando junto al primero. Cada uno mostraba imágenes de artefactos.

Sus formas eran muy variadas: esferoidales, lenticulares, elípticas, aovadas, cuadrangulares, poliédricas…

– ¡Los anillos fueron colonizados por un montón de especies diferentes! -exclamó Yuriko sin dar crédito a lo que veía.

– ¿Son todos tan antiguos como el primero?

– Hasta el momento, el primer traje es el más reciente de todos -dijo Kenji-. Algunas fechas pueden remontarse a diez millones de años antes del primer traje.

– Efectivamente, esas cosas llegaron a la órbita de Júpiter -prosiguió Susana- y se establecieron en sus anillos. Me pregunté qué edad tendrían estos. Mandamos a Marte todo lo que hemos descubierto sobre ellos, análisis del hielo, contenido en isótopos y un montón de datos más, y…

– Los anillos son tan antiguos como la primera de las sondas -dedujo Lenov.

– No pueden precisarlo con exactitud; los astrónomos están de acuerdo en que los anillos llevan ahí, cuanto menos, quinientos millones de años. Sin embargo, esto no fue lo más sorprendente: la composición del hielo es igual al caldo orgánico que llenaba el interior del Arat…

– Hace más de quinientos millones de años -repitió Susana-, criaturas llegadas desde la nube de Oort se establecieron aquí. Quizás usaron los restos de varios cometas en los que viajaron, para construir un habitat parecido al que habían abandonado en Oort. Los desmenuzaron y crearon los anillos de Júpiter. Me pregunto si los anillos de Saturno, Urano y Neptuno tienen el mismo origen.

– Tan sólo suposiciones -titubeó el franciscano-. ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Mirad.

Susana ordenó los diferentes tipos de trajes, de más antiguos a más modernos, y pidió al ordenador que mostrara el vaciado de todos ellos.

Vieron aparecer, alineadas una junto a otra, una serie de formas sorprendentes, que empezaban en una especie de icosaedro con tentáculos, y concluían en la ballena gigantesca.

– FUNDIR -ordenó Susana.

Lentamente, el ordenador transformó la criatura con tentáculos en Taawatu.

– Alienígenas llegados de la Nube de Oort se adaptaron a la atmósfera de Júpiter. Para ello debieron modificar su constitución, y por supuesto, todo su metabolismo…

»Me pregunté: ¿como lo hicieron?, y volví a descongelar los cadáveres de los invasores. Habíamos aceptado que eran máquinas, hechas con carne y sangre, pero máquinas al fin y al cabo. Pero encontré algo que me llevó a pensar que el fantasma de Jean Baptiste Lamarck iba a tomarse la revancha definitiva sobre el pobre Charles Darwin…

Susana dibujó algo en la pantalla del ordenador. -Éste es el dogma básico de la biología molecular: