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El almirante ordenó una serie de maniobras. Los buques debían mantenerse en movimiento, haciendo cambios de rumbo aleatorios… y todo ello sin chocar unos con otros. Los ordenadores de la nave insignia elaboraban la compleja danza de barcos y enviaban las oportunas órdenes a cada navio.

Aquella era una contramedida ideada por el almirante Al-Hassad. No sabía qué arma utilizarían ellos contra su flota, pero sabía qué habría hecho él en su lugar.

Militarmente, la posición elevada siempre ha sido ventajosa. Cuenta con la gravedad a su favor. Un proyectil ni siquiera necesitaría carga explosiva, porque caería del cielo a gran velocidad. Contra esta eventualidad, el mantenerse en continuo movimiento era la única respuesta sensata.

Pronto descubrió que estaba en lo cierto.

Sonó el toque de sirena que indicaba ataque de proyectiles. Los cañones automáticos giraban hacia arriba… o trataban de hacerlo, ya que estaban diseñados para actuar contra misiles crucero en vuelo bajo.

De improviso, a cincuenta millas de distancia, hubo una columna de agua que se levantó hacia el cielo, seguida de un estampido supersónico, y un entre rugido y silbido de vapor, a medida que el océano se esforzaba en convertir en calor la monstruosa energía del impacto.

Una ola gigantesca empezó a extenderse en forma de anillo.

Los tres robots descendían a toda prisa. No podían dejar de ver los vehículos alienígenas, que bajaban como silenciosas flechas cada pocos minutos. Lucas dejó de contarlos cuando su número sobrepasó los cincuenta.

– Me pregunto si no sería mejor tratar de subirnos a una de esas cosas -decía Karl. Lucas soltó un bufido.

– No digas chorradas.

– No es ninguna estupidez -refunfuñó Karl-. Yo sí que… ¡ay!

La pata del robot de Karl, que marchaba más adelantado, falló al intentar asirse. El robot braceó desesperadamente.

– ¡KARL! -gritó Sandra.

– No… no os preocupéis… me he cogido… ahora sí. Ya he recuperado el equilibrio.

Lucas intentó distinguirlo en la tiniebla rojiza de los infrarrojos. Karl estaba avanzando colgado de los brazos. Finalmente hizo pie, cerca de la pared del tubo.

– ¿Necesitas ayuda?

– No, no, estoy bien. Yo… -de repente su voz se tensó-, un momento, aquí hay algo.

– ¿Qué?

– No lo veo bien… se mueve. Es…

La criatura saltó de su escondite, y giró en el aire intentando escabullirse por entre las viguetas del ascensor. Lucas tuvo una breve visión del monstruo: color oscuro, entre marrón y negro; múltiples patas de movimientos arácnidos; y el inevitable aspecto repugnante.

Súbitamente una larga llamarada surgió del robot de su amigo. Lucas comprendió que eran las ametralladoras de Karl; el sonido no podía llegarle en el vacío.

– ¡¿QUÉ ES?! -voceó Sandra.

– HE MATADO UN ALIENÍGENA QUE ESTABA ESCONDIDO -voceó Karl igualmente-. CREO QUE NOS HAN DESCUBIERTO.

El tsunami engulló los barcos más próximos al punto de impacto, como si fueran barquitos de papel en un estanque. El almirante ordenó virar treinta grados a estribor, poniendo proa a dicho punto.

Los lásers antimisiles abrieron fuego hacia lo alto, y de varios de los barcos partieron rugiendo los misiles antibalísticos, en un desesperado intento de interceptar los proyectiles caídos del cielo.

El buque insignia vio la ola alzarse ante él. Afortunadamente, era mucho más ancha que alta cuando llegó.

Un valle de agua se abrió hacia proa, el buque cabeceó hacia abajo, luego hacia arriba mientras orzaba. Un fuerte pantocazo estuvo a punto de derribarlos.

El almirante ordenó una dispersión de la flota. Nada se podía hacer por los infelices engullidos en el punto de impacto.

Las defensas antimisiles derribaron varios proyectiles, aunque no todos. El almirante, desesperado, se preguntó cuánto tardarían en estallar las bombas en la torre. ¿Qué estarían haciendo aquellos tres?

Levantó el puño y maldijo en dirección al Dedo. El cielo se estaba cubriendo de nubes, conforme las toneladas de agua evaporada se iban condensando.

El impulsor de la Hoshikaze destelló y la nave empezó la lenta caída que la llevaría al borde mismo de la atmósfera. La nave soltó un pequeño satélite que permanecería en órbita y actuaría como relé de comunicaciones, mientras lanzaban la sonda atmosférica.

En el casco de la nave, se retrajeron de inmediato las antenas y cualquier artefacto sensible.

– ¿Altura? -preguntó Yuriko. Los instrumentos indicaban un leve frenado por fricción.

– Novecientos kilómetros, comandante -comunicó Kenji.

– ¿Todo bien, Vania?

– Bien, camarada.

– Ochocientos kilómetros… setecientos kilómetros…

La visión a través de la pantalla mostraba un inmenso campo de nubes color crema. Aquella era la parte más peligrosa para la nave, no diseñada para el vuelo atmosférico. Debían confiar en lo tenue de la atmósfera joviana… y en la solidez de la tecnología marciana.

Quinientos kilómetros… La Hoshikaze caía del cielo como una bala, a su fenomenal velocidad cósmica; si todo iba bien, rasaría únicamente las capas superiores, restando algo de su velocidad por fricción, en un arco colosal que les llevaría de nuevo al vacío… si todo iba bien.

Cuatrocientos kilómetros… El silbido del viento sobre el casco ya empezaba a ser estremecedor… Trescientos kilómetros…

– ¿Temperatura del casco?

– Dentro del límite.

– Aún aguantaremos. Kenji, dime las condiciones atmosféricas.

– Presión, cero coma cero una atmósferas. Temperatura, ciento veinticinco grados bajo cero.

– Esto ya es demasiado denso -murmuró. Y en voz alta-: Lo soltaremos a doscientos kilómetros, Lenov, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– ¡Listos para lanzar!

– ¡Doscientos kilómetros, comandante!

La mano de Yuriko pulsó un botón. Los roblones explosivos que unían la sonda a la Hoshikaze estallaron y la sonda empezó a descender libremente.

– ¡Ignición! ¡Tik-Tik, salgamos de aquí!

El delfín encendió el motor de fusión y la nave empezó a elevarse hacia la órbita, libre de la garra de gravedad del planeta gigante.

– ¿Estás bien, Semi?

Para Lenov, el desacoplamiento significó una sacudida que le hubiera roto algún hueso, de no estar flotando en agua.

– Bien, Vania -contestó el delfín. El Piccard caía como un meteorito a través de la atmósfera de Júpiter, en tanto que el escudo ablativo se reducía a migajas candentes capa por capa, frenando su velocidad como una bala atravesando melaza. La deceleración era de 10 g; en otras condiciones, hubiera sido suficiente para aturdirlo. A pesar de todo, notó como si algo le aplastase la frente.

Con la vista enturbiada, leyó los instrumentos. Habían descendido hasta 170 kilómetros. La presión había subido hasta 0,07 atmósferas y la temperatura bajado a 163 bajo cero… Notó que la temperatura bajaba en lugar de subir. Eso significaba que se hallaba aún cruzando la estratosfera de Júpiter, así que no había que temer turbulencias.

Lamentó no poder ver el cielo; eso no sería posible hasta desprenderse del escudo.

Pasó por la marca de los 160 kilómetros. La presión ya era de 0,1 atmósfera y la temperatura bajado hasta los 173 bajo cero.

150 kilómetros. La temperatura empezó a subir: 163 bajocero.

140 kilómetros, 158 bajo cero…

130 kilómetros, 153 bajo cero…

– Prepárate para abrir el paracaídas, Semi.

– Ya era hora.

Lenov sacó la mano por una especie de manguito y apretó una palanca.

Al instante se abrió un pequeño paracaídas, que tiró de otro mayor, que a su vez tiró de otro y…

¡ZZUMMMMMP! Lenov quedó aturdido del trompazo.

La velocidad de la cápsula, hasta entonces cercana a tres veces la velocidad del sonido en la Tierra, quedó reducida a un nivel subsónico en apenas mil metros. La deceleración alcanzó las cincuenta gravedades durante unos veinte segundos, suficientes como para notarlo incluso en el agua.

El casi irrompible paracaídas de kevlar había cumplido su misión. ¡Cincuenta gravedades! ¡De haber estado en seco, sería como tener un elefante sobre su pecho! Un coche viajando a cien por hora, equipado con aquel paracaídas, hubiera frenado en tan sólo un metro… dejando a su conductor convertido en picadillo, claro está.

El escudo ablativo se había desprendido, y Lenov observó afuera con emoción.

No había sino cielo y nubes.