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La fuerza de Coriolis, mucho más intensa en Júpiter, desviaba este movimiento al oeste y al este. Allí, en el borde ecuatorial de cada zona, los vientos soplaban hacia el oeste; en el borde opuesto hacia el este. Por ello, el Piccard fue arrastrado a gran velocidad.

– Piccard, estáis derivando al noreste.

– Sí, Yuriko, lo sabemos. El centro de la zona es muy movido.

– Bien, tened cuidado.

Cuando el Piccard alcanzó la capa de nubes, se sumergió en ella. Lenov contempló con suspicacia el marfileño puré que los rodeaba, que tendía a hacerse más y más oscuro.

– Confío que sepas lo que haces.

– Descuida.

Lenov tocó un botón y quedó al descubierto un panel. Allí se quedarían pegadas cualquier clase de partículas atmosféricas, como moscas sobre papel adhesivo. Un tubo inhaló una mezcla de gases y cristales de amoníaco.

– Muestras recogidas. Sigue el rumbo, abajo y al norte.

– Bien. Creo que no tardaremos en salir de las nubes.

– Estupendo.

La luz ambiente empezó a aumentar; la calima se volvió de un blanco luminoso, y se hallaron fuera de la zona, en la frontera con el cinturón adyacente…

Era una visión impresionante.

El Piccard se hallaba en un desfiladero de nubes. A la izquierda, los celajes de amoníaco blancoamarillentos de los que habían salido. A la derecha, separada por una inmensa brecha de aire claro, un imponente murallón de cúmulos color castaño.

Las nubes se retorcían, se arremolinaban y se alejaban a ambos lados, ya que el Piccard flotaba justo donde los vientos son más fuertes, de cuatrocientos kilómetros hora… Naturalmente, no podían advertirlo; su aparato era arrastrado por el propio viento.

– Atención, Piccard. Atención, Piccard.

– ¿Qué sucede, Yuriko?

– Mejor será que os apartéis del camino que lleváis. Ante vosotros se está formando un huracán del tamaño de Rusia.

– ¡Mierda!

Desde la órbita, la tripulación de la Hoshikaze pudo ver cómo nacía. La línea fronteriza entre el blanco y el pardo presentaba enormes ondulaciones. Un pseudópodo blanco se introducía en la banda marrón; como una ola al romper en la playa, se curvaba más y más, hasta que se separó en un vórtice blanco que giraba con lentitud.

Susana lo reconoció; era un mecanismo idéntico al que genera los huracanes en la Tierra, justo en el Ecuador. Ella los conocía bien. Y los temía como a pocas cosas en el mundo.

Júpiter tiene un eje con una inclinación de no mucho más de un grado. No posee estaciones como la Tierra. Por otro lado, la principal fuente de calor es interna, ya que Júpiter emite más calor del que recibe del Sol. Por ello, entre los polos y el ecuador no hay apenas variaciones de temperatura, como las que en la Tierra provocan las borrascas de frente. Las bandas ecuatoriales del planeta eran rasgos estables, como los alisios en la Tierra o la zona de calma intertropical.

En pocas horas se hubo formado la gigantesca perturbación ciclónica. Tenía el aspecto de un pequeño remolino blanco, aunque era efecto del tamaño. Como todo en Júpiter, su escala era gigantesca, abarcando varios millares de kilómetros de radio. Allí, los vientos debían aullar a una pavorosa velocidad, que en la Tierra únicamente se alcanzaría en algunas corrientes en chorro de la estratosfera.

Y el minúsculo Piccard se dirigía hacia ella…