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– Vamos a montarlas -dijo la chica-. Programa el detonador para dentro de veinte minutos…

– ¿Veinte minutos? -exclamó Karl-. Eso es demasiado ajustado para mi gusto.

– No discutas, y colócalo en veinte minutos.

– No tendremos tiempo de salir.

– Tendremos tiempo de sobra. No podemos arriesgarnos a que eso que viene hacia aquí, sea lo que sea, las descubra.

– ¡Estás loca!

A regañadientes, Karl programó las cargas. Luego, fijó su atención en la cosa. Ya estaba lo bastante cerca como para captar algunos detalles.

Era un cuerpo enorme, de forma casi elíptica, como un gran submarino. Karl pudo apreciar con claridad que estaba dividido en anillos, a semejanza de una gorda lombriz.

De su superficie salían varias filas de patas que la recorrían a lo largo.

Estas patas, muy pequeñas frente a la longitud total del monstruo, eran sin embargo muy grandes en tamaño absoluto. Se aferraban con firmeza a las vigas, e iban empujando a la cosa lenta e imperturbablemente hacia arriba.

– Se oye un ruido raro -dijo Sandra.

– Yo no oigo nada.

– Aprieta la cabeza a una viga.

Así lo hizo Karl. Oyó sonidos como de crepitaciones, desgarramientos, rechinos… Sorprendente. ¿Qué significarían?

Aguardaron llenos de recelo.

– Es inútil -decía Yuriko-, es demasiado grande. No puede esquivarla, la tormenta le engullirá en unas horas.

– Tenemos que sacarlo de ahí -exclamó Kenji.

– No hay forma de…

– No podemos hacer nada -dijo Susana-. Debemos confiar en que Semi logrará salir adelante.

– ¿Cruzarnos de brazos durante horas, mientras nuestro amigo lucha por su vida? Eso es algo que podría volverme loco.

– Puedes hacer algo más, Kenji -dijo el padre Álvaro.

Susana se volvió hacia él. No sabía desde cuando estaba en el puente, no le había oído entrar.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kenji.

– Puedes rezar.

Susana sacudió la cabeza con una mueca cínica pintada en sus labios.

– ¡Magnífica idea! -rió Susana, con amargura-. Pongámonos todos a rezar… ¿Realmente cree que eso serviría de algo?

– Desde luego, no haría ningún mal…

– Basta, padre -Susana se llevó las manos a las sienes-, basta. Tengo un terrible dolor de cabeza, y creo que mi presencia ya no es de ninguna utilidad aquí. Si me disculpa…

Susana abandonó el puente. El franciscano dudó un instante y salió tras ella.

La alcanzó en el corredor que conducía al tanque. -Susana, Susana… Espere un minuto, por favor… La etóloga miró al padre Álvaro, y se apoyó contra el mamparo con un gesto de infinito agotamiento.

– No puedo creerlo… Es usted persistente, padre. Álvaro llegó a su altura.

– Discúlpeme, no quiero molestarla… únicamente quisiera preguntarle algo… -¿De qué se trata?

– Usted cree que nosotros, la Humanidad entera, fue… creada por esas criaturas de la nube de Oort, al igual que los monstruos que nos atacaron, al igual que los antiguos marcianos…

– Lo único que puedo afirmar, como científico, es que existe una relación biológica entre todos. El grupo más antiguo llegó a Júpiter, desde la Nube de Oort, centenares de millones de años antes de la existencia de ningún hombre sobre la Tierra. Saque usted sus propias conclusiones.

– Dice que estamos relacionados. Por supuesto que sí, tenemos un mismo Creador. Susana suspiró.

– Usted lo quiere ver así, de acuerdo, no me opongo. Pero deje de perseguirme por los pasillos, ¿de acuerdo?

El religioso se tapó la cara con las manos. Su dignidad parecía estar agrietándose rápidamente.

– Usted no lo entiende -susurró-, estoy… asustado.

Asustado.

Susana miró a un lado y otro del pasillo, ella sólo deseaba encerrarse en su camarote. Alejarse de allí.

– Vamos, vamos, tranquilícese. ¿Qué es lo que teme? Está razonablemente a salvo aquí. Es Lenov el que se la está jugando ahora mismo.

– No temo nada externo, Susana. Los enemigos de la carne pueden ser combatidos sin dificultad… Pero los enemigos del alma surgen de nuestro interior, como gusanos devorando un cadáver. El cadáver de nuestra fe.

Susana decidió cortar aquello.

– No entiendo a qué se refiere, y…

– Nos enseñan a ser adultos, a fingir que estamos por encima de las cosas, a que nada nos afecte… -El hombretón tenía los ojos brillantes por las lágrimas-. ¿Sabe?, hace años disfrutaba de la compañía de los niños; revivía en ellos, una y otra vez, la inmensa sensación de sorpresa que me proporciona la Obra de Dios. Los ojos de los niños son puros, carecen de prejuicios, no se plantean preguntas demasiado complejas, solamente mirara y se asombran ante lo que el Universo puede ofrecerles.

»Ahora nosotros somos como niños, estamos superados por la inmensa realidad que vamos descubriendo… Quizás el Universo no sea como habíamos imaginado…

– ¿Y qué? Nos ajustaremos a ello. ¿O piensa qué, con todo lo que la gente debe de estar pasando en la Tierra, alguien va a tener tiempo de plantearse esos problemas?

– Creo que sí; precisamente, es ahora cuando la gente común (no los sacerdotes o los científicos: la gente común), más que nunca, va a necesitar de Dios; del camino que nos trazó Jesús, y que siguieron nuestros padres.

– Me parece perfecto. Pero yo no soy creyente, ése no es asunto mío.

El sacerdote la sujetó del brazo cuando Susana iba a marcharse.

– ¿Qué hace? ¡Suélteme!

– Es asunto suyo, Susana. Creyente o no, ¿se da cuenta de la responsabilidad que tiene usted ahora en sus manos?

– Me está haciendo daño, suélteme.

– ¿Le negará a las futuras generaciones el calor de Dios?

Con un tirón brusco, Susana se soltó. Se miró el brazo, los dedos del religioso habían quedado marcados en rojo.

– Usted tiene algún cable cruzado, Álvaro. Informaré de esto.

Se dio la vuelta, y caminó hacia su camarote. Álvaro le gritó: -¡Quizás esta nave no debería regresar jamás!

Las horas que siguieron fueron las más largas de la vida de Lucas.

No hacía otra cosa que yacer sobre su pringosa envoltura, encerrado en la cabeza de un robot, preguntándose qué sabrían ellos (o al menos aquel cretino de «Mentenúcleo»).

¡Ni siquiera le había preguntado sobre las bombas! Ya había perdido su paranoico temor de no pensar en ellas. Estaba claro que «Mentenúcleo» no podía leer sus pensamientos. Solamente podía comunicarse con él a través de los sentidos de su traje.

¿Y quién diablos sería? ¿El jefe de segundad, el del Servicio de Inteligencia, un embajador? ¿O el propio general en jefe? Por sus palabras, entre los alienígenas parecía no haber distinción de individuos. «Mentenúcleo» le había tratado como un ser humano trataría a un teléfono que funcionaba mal.

Quizás allí estaba la clave, y todas las ideas apuntadas acerca del objetivo del Dedo estaban equivocadas. Recordó los vídeos de la exploración del núcleo del Arat que había enviado la Hoshikaze…

Algo se iluminó en la mente de Lucas. Comprendió qué era realmente aquella torre.

No se trataba de un simple vehículo para que los alienígenas accedieran a la Tierra.

Era el alienígena en sí.

Toda ella era un único y gigantesco ser vivo dotado de conciencia, como la criatura que ocupaba el núcleo del Arat. Una conciencia que no residía en un solo lugar, «Mentenúcleo» parecía confuso cuando Lucas le preguntó dónde estaba. La torre podría ser como un gigantesco coral, una colonia de criaturas, con un sistema nervioso descentralizado, o quizás una red de cerebros interconectados. Quizá se alimentaría de la energía generada por la diferencia térmica entre cada uno de sus extremos, o de la radiación solar sobre su inmensa superficie, o extraería energía directamente del manto terrestre…

¡Un ser tan enorme podría devorar un planeta entero!

Sí, tenía sentido. De alguna forma lo tenía…

Repentinamente sintió el impulso de escapar. No por su vida. Debo llevar esa información a la Tierra.

¿Cómo? Movió el brazo derecho del robot. Quizá podría arrastrarse. Pero no podía olvidar que estaba encerrado en aquella gigantesca torre. No sabía siquiera a qué altura, excepto que no podía ser mucha. Sentía la gravedad.

¿Y qué había de las bombas? ¿Habían tenido suerte sus compañeros? ¿Habían encontrado los alienígenas las bombas ocultas? Caviló frenéticamente. «Mentenúcleo» no le preguntó sobre ellas. Eso significaba que, o bien las habían encontrado, o bien no. Espera, espera. Si las hubiese encontrado… o si hubiese encontrado algunas, entonces le habría preguntado sobre ellas. Después de todo, Lucas llevaba varias consigo. Por tanto…

Pero no. Quizás eso era lo que se buscaba de la hipotética «mentenúcleo» de Lucas. Y en ese caso, él no tenía modo alguno de averiguar lo que sabían los alienígenas. Si «Mentenúcleo» volvía a interrogarle, Lucas no iba a decirle: «Oye, no te esfuerces, he sido yo quien ha puesto las bombas… a propósito, y únicamente por curiosidad, ¿las habéis encontrado todas?»

Lucas suspiró. Había malgastado sus células grises y seguía como al principio. Bien, si la teoría del «teléfono estropeado» era cierta, «Mentenúcleo» no se dignaría volver a hablar con él.

Lo que le dejaba tiempo para urdir un plan de escape. Comenzó a a arrastrarse lenta y penosamente con el brazo derecho.

Al menos, era una idea más útil que permanecer acostado rumiando su infortunio.

Las paredes eran de una sustancia blanca, elástica y fibrosa. Parecía seda de araña. El cubículo en que estaba podría contener cuatro o cinco cabezas de robot como la suya. La luz parecía surgir de todas partes, como si la difundieran las mismas paredes.

No había nada más. Tanteó con la pinza. Creyó que podría rasgarla. Entonces podría escapar de la celda, y, arrastrándose sobre un brazo y cuidando que no le viesen, averiguar dónde estaba, buscar una manera de salir de la torre… todo ello, teniendo en cuenta que un par de docenas de bombas de hidrógeno podían estallarle bajo las narices en cualquier momento. Podía tener éxito, si los alienígenas fuesen unos estúpidos integrales.

Mientras Lucas hacía de Montecristo, Sandra y Karl pudieron ver mejor qué era la cosa. Y quedaron totalmente sorprendidos.

¡Aquella especie de oruga gigante se estaba comiendo las vigas rotas!