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Los trozos de torre empezaron a arder por la fricción…

Para Lucas, todo aquello no fue sino una inmensa confusión. De repente, sintió una prisa frenética por salir de allí. De un zarpazo desgarró la tela.

La celda en la que lo habían encerrado colgaba entre las vigas, como un nido de procesionarias entre las ramas de un pino.

No había nadie a la vista.

La torre crujió. Lucas se sujetó con fuerza. ¡Estaba cayendo! Se sentía como en un ascensor rápido. Pronto, debía salir de allí. Tenía que salir de allí.

Se arrastró sobre una viga transversal, con su único brazo, en dirección a la pared. Arrastrarse… arrastrarse… un empujón… otro… el ascensor seguía bajando más y más rápido…

Hubo otra explosión y una sacudida que le lanzó al vacío. Cayó… lentamente.

Se aferró con desesperación. Colgando de la zarpa, miró a todos lados… un momento.

Luz azul llegaba desde abajo. La torre se había partido bajo él, dejando entrar la luz reflejada en el mar. No lo pensó más. Se soltó.

La cabeza rebotó varias veces en su caída, el brazo se rompió, Lucas fue lanzado contra las acolchadas paredes de su encierro. Y de repente hubo luz.

Todo daba vueltas. Lucas vio la torre sobre el cielo negro, el horizonte, el océano cubierto de nubes bajo él, el cielo negro y la torre otra vez…

Estaba cayendo libremente sobre la Tierra. O sobre el océano, daba igual. En uno de aquellos locos giros, vio Sudamérica y África de una sola ojeada, separadas por la plancha azul del Atlántico moteada de nubes, como una bandeja de vidrio azul llena de vedijas de algodón…

Algo empezaba a desplegarse. ¡Todavía no!¡Todavía no! El paracaídas sería inútil a tal altura. Bueno, confió en que el robot supiese lo que hacía.

Algo logró. La cabeza dejó de oscilar. Lucas veía bajo sí el océano y, ahora que se fijaba, lo vio lleno de largas estelas en V, todas alejándose de la línea de caída de la torre. Mejor dicho, de los fragmentos. Pudo distinguir dos.

La cabeza de robot se puso incómodamente caliente. Lucas empezó a sudar por todos sus poros. El paracaídas empezaba a hincharse, muy poco a poco. Confiaba en que fuese lo bastante fuerte…

La capa de nubes se acercaba. Parecían tan sólidas como el mármol. Se distinguían con suma claridad sus sombras sobre el agua.

Cobró conciencia de su altura. Cerró los ojos; no podía evitar la visión del robot, bombeada a su cerebro. ¡AAARGGG!

Reprimió sus arcadas con dificultad. Un buche de líquido, vomitado por su estómago vacío (aún se acordaba de segregar ácido clorhídrico), estuvo a punto de ahogarlo. Sopló fuertemente por la nariz para despejarla.

Hubo un nuevo empellón, cuando se abrieron los verdaderos paracaídas de frenado. La cabeza del robot empezaba a oscilar como un péndulo enloquecido.

¡Por favor, más de esto no! Mareado, trató de ver hacia dónde caía.

Las nubes estaban muy cerca. Entre ellas, podía distinguir las estelas en V. Esperaba que pudieran localizarle, aunque el robot no pudiera comunicarse a tal distancia… al menos, eso decían los científicos marcianos… atravesó la capa de nubes, envuelto en aquella niebla durante algunos segundos…

Se abrieron dos paracaídas más. Nuevo empellón… ahora sólo tenía el mar bajo él…

Podía distinguir ya las olas… un par de barquitos se dirigían hacia él.

El mar estaba más y más cerca. Más cerca. Más cerca. Más cerca. Más.

¡¡¡YA!!!

Cerró inútilmente los ojos.

Se vio envuelto en un universo de blanca espuma. Las paredes de la cabeza silbaron y chasquearon.

Gradualmente, poco a poco, la espuma se fue aclarando hasta el verde de las profundidades marinas.

La cabeza ascendía hacia la lámina plateada de la superficie. Estaba de nuevo en la Tierra. Exhausto, no pudo evitar que las lágrimas corrieran sobre su rostro.

La cabeza de robot emergió sobre las aguas. Zarandeado por las olas, Lucas distinguió la visión más hermosa del mundo: un barco venía hacia él. Una esbelta fragata, o tal vez una corbeta, casi tan veloz como una lancha, con un gran mostacho de espuma ante su proa…

Casi podía distinguir figuras humanas sobre la cubierta. Una vedija de humo apareció. Sin duda, señales.

Una explosión hizo saltar una columna de agua.

Lucas apenas pudo creer lo que veía. ¡Aquellos cabrones lo estaban cañoneando!

Otra explosión… más cerca. ¡Qué forma más estúpida demorir!

Vociferó maldiciones, consciente de que no podían oírle. Notaba agua fría mojándole la espalda. Aquello iba a hundirse…

Como si lo hubiesen escuchado, no hubo más disparos.

Algo parecido a una red de pesca gigante, colgando desde un helicóptero, lo alzó y llevó hasta la cubierta.

Se vio rodeado de rostros. Y media docena de fusiles. Claro, qué tonto era. No podían verle. De repente, la cabeza se abrió.

Los marinos, una treintena de tipos hoscos con aspecto de marroquís, vestidos con patalones cortos y saharianas, le miraban como si tuviera tentáculos. Los fusiles le seguían apuntando.

El silencio era absoluto. Uno de ellos le lanzó una frase en árabe.

– Lo siento. Parlez-vous français?

– ¡Lucas!-La voz era…

– ¡Sandra! ¡Karl!

No había lugar para las palabras. Los tres se abrazaron, sin poder decir nada coherente.

Sandra se volvió a los marinos y les habló en árabe. Al instante, todos prorrumpieron en vítores y aplausos.

– ¡Te dábamos por muerto! -gritó Karl.

– ¡Faltó poco! ¿Quién es el alcornoque que me disparó?

– Pues nos costó convecerles de que no te lanzaran un misil, mientras bajabas. ¿Dónde estuviste?

Lucas tomó aliento y…

– Es una larga historia… -Lucas caminó tambaleante por la cubierta. Se sentía mareado, se apoyó en los hombros de Sandra y Karl-. Estoy bien, estoy bien -dijo.

– ¿Seguro? -Sandra escrutó sus ojos.

– Sí. ¿Cómo ha ido todo?

– ¿No lo ves? -exclamó Karl con aire triunfante-. Hemos vencido a esas cosas.

El ceño de Lucas se frunció.

– Una batalla, no la guerra. -Sacudió la cabeza- O me he vuelto loco ahí arriba, o… Bueno, en cualquier caso, tengo mucho que contaros…

La noticia heló el corazón a todos los que estaban en el puente de la Hoshikaze. Yuriko entornó los ojos. Ni que decir tiene que no había posibilidad alguna de rescate. Disponían de otra nave igual, pero no podría llegar hasta el Piccard antes de que se hundiera a profundidades mortales. Y cuando descendiera un poco más, perderían el contacto por radio, y sería prácticamente imposible encontrarlo, en aquel mundo cincuenta veces más extenso que la Tierra.

Contando, y era demasiado contar, que el pecio sobreviviera.

El Piccard, o lo que quedaba de él, iniciaba su tercera vuelta a Júpiter. Lenov había seguido con las transmisiones. No tanto para los próximos globonautas jovianos (si alguno era tan loco) como para tener algo que hacer. La hembra delfín preguntó:

– Vania, ¿vamos a morir?

El ruso tardó en contestar.

– Eso parece, Semi.

–  Ah.

Lenov hubiera dado algo por poseer aquel estoicismo. Pero, claro, Lenov escuchaba al delfín a través del intérprete del ordenador. El programa traductor creado por Susana, aunque muy bueno, era incapaz de transmitir además las emociones.

– ¿Qué pasará después?

Lenov cerró los ojos.

– Nadie sabe nada, Semi. -¿No tienes otra pregunta mejor, cabeza de chorlito?

– Vania…

– ¿Sí?

– Tenemos compañía.

– ¿Qué? -Lenov se preguntó si el delfín, a pesar de su aparente desinterés, estaba a punto de enloquecer de terror. -Suben hacia nosotros… muy rápidos. -¡¿Qué?!

– Esas cosas que vienen de ahí abajo. Escéptico, Lenov se esforzó en observar.

Como una flota de submarinos emergiendo, un centenar largo de cuerpos oscuros aparecieron entre las nubes. Lenov soltó una exclamación, estupefacto.

Eran como grandes cigarros oscuros, con pequeños timones de cola. Flotaban en el aire con despreocupada facilidad. Apresuradamente informó a la nave espacial:

– Atención allá arriba: hay una flota de zepelines, volando tan campante en la atmósfera de Júpiter.

De la nave le llegó:

– Repite eso, Piccard.

– Tengo bajo mí a un centenar o así de objetos más grandes que el propio Piccard cuando estaba intacto. Medirán unos trescientos metros de largo.

La flota de zepelines, desparramada a ocho mil metros bajo él, ascendía poco a poco en grandes círculos. ¿Le habrían visto? Por la forma en que volaban en torno a él, desde luego que sí.

Lenov sentía como si le hubieran hecho un nudo en la laringe.

Cuando se había comentado la posibilidad de un encuentro con extraterrestres, había preguntado:

– ¿Qué hago en ese caso?

Susana había carraspeado y dicho:

– Pues… procura mostrarte amistoso.

A Lenov le había hecho mucha gracia la idea. ¿Cómo diablos mostrarse amistoso? ¿Y cómo diablos no mostrarse amistoso?

El profesor Piccard, el original, había descendido a las profundidades abisales llevando, sobre su batiscafo, un cañón lanzaarpones con carga de estricnina. Los calamares gigantes podían ser peligrosos. Y Lenov no tenía ni un tirachinas. Claro que, dadas las circunstancias, ¿por qué preocuparse?

Semi emitió un agudo chillido de dolor.

– ¿Que te pasa? -le preguntó Lenov.

– Me duele… esas cosas… gritan… no les entiendo, pero…

– ¡Semi…!

– Demasiado fuerte… van a taladrarme el cerebro…

El delfín hembra volvió gritar. Aquello parecía estar matándole, pero Lenov no podía escuchar nada por ninguno de los canales de radio.

Desconectó a Semi del exterior.

– ¿Qué has hecho? ¿Estoy ciega?

– He anulado tu conexión con los oídos del Piccard.

– ¿Por qué?

– ¿Es una broma?, hace un momento parecías al borde de la muerte.

– Pero sin mi sentido del radar estoy casi ciega…

– ¿Y no lo prefieres? Además, aún te queda la vista. Normalmente, los humanos tenemos que conformarnos con eso.