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El Piccard avanzó a través del desfiladero de nubes.

A ambos lados se alzaban las ciclópeas murallas de cúmulos, tan altas como el monte Everest de la Tierra, castaño a un lado, blanco al otro. Y frente a ellos, la Tormenta.

Su abrumador tamaño empequeñecía la inmensa escala de Júpiter. Se alzaba hasta el cielo como un enorme hongo negro-escarlata, superando en altura los mantos de nubes de zona y cinturón. A su alrededor, las nubes eran hechas jirones y engullidas. Lenov sintió un escalofrío. ¡Era… monumental… enorme… inmensurable! Bueno, le faltaban las palabras.

– Echad una ojeada a esto -murmuró, enfocando una cámara hacia la Tormenta. Oyó las exclamaciones de asombro de sus colegas, allá en la nave.

El Piccard corría hacia ella, a cuatrocientos veinte kilómetros por hora.

Semi decidió descender. Soltó más gas, inclinó los alerones y forzó la impulsión. Lenov no podía hacer más cosa que confiar en sus instintos, desarrollados por su milenaria adaptación al mar.

El barómetro bajaba…

– ¿Estás segura de lo que haces?

– Por completo -contestó Semi. Lenov rogó que fuera así.

Los nubarrones castaños se extendían ante ellos, como un inmenso acantilado de diez mil metros de alto. Semi pretendía descender bajo ellos, justo en el centro del cinturón, bajo aquellas nubes que recordaban un montón de coliflores marrones.

Observó nerviosamente en la dirección de la tormenta. Allí, en la lejanía, había una especie de formación en forma de tronco de cono invertido, que se iba tiñendo de carmesí (extraño. ¿De dónde saldría ese material?), como una réplica en miniatura de la descomunal Mancha Roja.

Hacia abajo… no pudo ver bien. Era como una neblina muy oscura.

Lenta aunque tenazmente, el Piccard se dirigía hacia las nubes del cinturón, en un picado suave.

Yuriko caminaba en nerviosos círculos.

– ¿Alguna novedad? -preguntó por enésima vez.

– Ninguna, Yuriko -dijo Shikibu levantando la vista de la pantalla de radar-. Parece que intentan ponerse a salvo hundiéndose. Indudablemente, más abajo la atmósfera será más tranquila.

– Y, ¿qué encontrarán? Apenas tenemos una idea de lo que hay bajo esas capas.

– Atención, Vania, te estás hundiendo demasiado.

Lenov también se hallaba pensando lo mismo. El flujo de viento era descendente en el centro del cinturón, y les empujaba hacia abajo. Y había algo más que le preocupaba.

El Piccard era un globo de aire caliente. Si la temperatura del aire aumentaba, su poder ascensional se vería mermado. Y si descendía, encontraría aire más y más caliente, con lo que… mejor no pensarlo.

El aparato colgaba ahora seis mil metros bajo las nubes pardas del cinturón, en un sandwich de aire medianamente claro. Bajo él, a unos diez mil metros, estaba la siguiente capa de nubes, ésta de cristales de hielo. Y bajo ella, tal vez lo que estaban buscando… agua líquida. Se estimaba que la temperatura subiría por encima de cero bajo el siguiente estrato de nubes.

Pero las presiones se acercarían ya a las diez atmósferas: era como para pensarlo dos veces.

Y más abajo, a presiones aún más altas y temperaturas sobre los cien grados, la atmósfera se iría convirtiendo en el océano gigante de hidrógeno que formaba la mayor parte del planeta, en el que la Tierra entera podría caer como una piedra en un estanque, con un ligero chapoteo…

Maldijo sonoramente a Júpiter. Estaba harto de nubes.

Pero, por el momento, el Piccard seguía hundiéndose en las abullonadas nubes marrones. Pronto la luz quedó bloqueada, como bajo una negra nube de tormenta de la Tierra. El barómetro se había estabilizado.

Leyó los instrumentos. Estaban a unos noventa y cinco kilómetros sobre la superficie, sea lo que fuera ésta… la presión había subido a una atmósfera y media: no demasiado para el aparato. La temperatura exterior era de ochenta grados bajo cero. Para lo que era Júpiter, primaveral.

Semi se sumergía en el mar gaseoso. Sentía sobre su piel el liviano peso de la columna de aire, su sonar recibía señales electrónicas convertidas en sonido, sus otolitos sentían los casi imperceptibles movimientos de su nave-cuerpo. Una débil corriente arriba-abajo, el flujo laminar este-oeste, un leve retorcimiento que era la débil mano de la tormenta.

Podía hundirse más, pero todos sus nervios gritaban en contra. No luches contra el agua, es más fuerte que tus débiles músculos, le decía su instinto. Aprovecha su fuerza. Juega al judo con las corrientes. Cabalga las olas.

Para salvarse de las profundidades, debía entrar en la tormenta.

– ¿Que va a hacer qué? -exclamó una atónita Yuriko. -Es la única solución. -Pero… es una locura. ¡Lo prohibo!

– Yuriko, tú no estás aquí abajo -dijo Lenov, educado pero firme-. Si nos quedamos más en este nivel, iremos descendiendo poco a poco. Las celdillas no pueden contener más gas caliente. Y allá abajo… bueno, no habrá forma de ascender de nuevo.

– Lo que proponéis es un suicidio rápido.

– Creemos que no. Semi y yo estamos de acuerdo. Será más seguro en el ojo de la tormenta que fuera.

– Sigo pensando que es una locura.

Lenov suspiró. ¿Por qué no estaría ahora pescando anchoas en la costa de Perú? Le repitió su plan. Por fin, Yuriko dio su aprobación reluctante.

Semi abrió las válvulas y el Piccard prosiguió su descenso a niveles más bajos de la atmósfera. El plan era introducirse en la, tormenta por abajo.

Para ello, descendieron hasta los sesenta kilómetros. La presión alcanzaba allí las cuatro atmósferas y la temperatura solamente era de dieciocho grados bajo cero.

Poco a poco, el firmamento se fue cubriendo de opacas nubes rojo sangre.

Lenov estuvo muy ocupado en esas horas.

Mientras, el Piccard chapoteaba entre las nubes rojas. Las corrientes lo hacían girar sobre un eje vertical, pese a que habían soltado a proa un ancla flotante aérea, una especie de cola de cometa que los mantendría proa al viento y ofreciendo una resistencia mínima.

La presión disminuyó con rapidez y Semi soltaba más gas. Pero las bajas presiones producían también una fuerte corriente ascendente, como esperaban.

El Piccard había comenzado a ascender, cuando se produjo la catástrofe.

De repente fue sacudido por una fuerte racha de viento. El Piccard comenzó una frenética serie de giros que casi enloquecieron a Lenov. Semi gritó. Su chillido parecía el desesperado aullar de una sirena.

Soltó el ancla aérea. El Piccard siguió girando, como un patito de goma en el torbellino de una bañera que se vacía. Sus giros eran ahora sobre su centro de gravedad, más cortos, más rápidos. Una centella saltó entre las nubes. Lenov, aturdido, contó uno, dos, tres… antes de recordar que aquello no le serviría de mucho. ¿Cuál era la velocidad del sonido en la atmósfera de Júpiter?

La voz de la Hoshikaze se llenó de estática.

– ¡Piccard, resp… bzzz…

– ¡No os recibo bien, Hoshikaze !

Llegó el trueno; un trueno mucho menos bronco que el de una tormenta terrestre, si no más bien agudo, como un grito de dolor. Lenov recordó sus inmersiones en atmósfera de oxi-helio, en las que la voz humana se vuelve chillona. Aquello les divertía…

– Vientos de… bzzz… sssss… no recibí…

– ¡Yo tampoco os oigo!

– Rrrr… ¡contesta, Pie… rrrr…

– ¡Hoshikaze! ¡ Hoshikaze, no os oigo!

– Oím… bzzz…

Era inútil. La atmósfera se había vuelto loca y el Piccard flotaba desvalido, como una pluma arrastrada por un vendaval. El peor enemigo de un dirigible es el viento. Lenov casi gritó ¡tenemos que salir de aquí! Aunque era indudable que el delfín no necesitaba tales consejos.

Otro relámpago centelleó. De nuevo el trueno chillón… más cerca. Hubo un crujido metálico. Lenov, al oírlo, sintió un estremecimiento. De nuevo un crujido. El altímetro indicaba que el Piccard perdía altura; indudablemente, había pérdida de gas… Un nuevo crujido… y el Piccard se partió en dos. La mitad posterior, conteniendo el módulo de regreso y el impulsor principal, se hundió como una piedra. La mitad anterior, con la góndola de mando, se elevó. Las luces de la cabina se apagaron y luego se encendieron de nuevo, al entrar en acción las baterías de emergencia. Lo que quedaba del Piccard giraba en el infierno de nubes escarlata, y su rotación disminuía con celeridad.

Como un corcho saltando del cuello de una botella, el Piccard emergió al aire claro, en el ojo del huracán. Flotaba en el centro de un grandioso embudo de nubes rojas, como si estuvieran en la arena de una plaza de toros. Las murallas nubosas se alzaban a su alrededor, mientras arriba relucía el sol en el cielo índigo. La navecilla se alzaba y se alzaba, en dirección al aire límpido de las alturas. Una válvula automática soltó gas para impedir que estallase. No es porque importe mucho, pensó Lenov con melancolía. Inclinándose como pudo, logró divisar cómo la mitad de popa se hundía hasta perderse de vista en el fondo del embudo.

– ¿Nos… zzz, Pie… rrr… Contest… zzz…

Lenov contestó la llamada; y en la forma más neutral posible, explicó su estado.

¡Muy alto, muy alto, maldición!, pensó Al-Hassad.

Una deslumbrante bola de fuego había estallado a un cuarto de la altura de la torre, cortándola limpiamente. Los marinos de la flota no pudieron verlo a través de las nubes, pero el resplandor fue claramente perceptible.

El almirante ordenó despejar el flanco Este de la torre. El gigantesco cilindro empezaba a derrumbarse hacia tierra.

Lentamente.

Y conforme caía, explotaron más bombas.

Aquel era el plan B: un intento desesperado de fragmentar la torre lo más posible, a fin de evitar el máximo de daño. Mientras descendían, los muchachos habían colocado varias cargas dispersas, antes de instalar la principal.

La torre quedó dividida en varias docenas de trozos, reducido el extremo más cercano a tierra a una fracción de la longitud total.