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Los zepelines habían llegado a su altura. Uno de ellos se acercó… y al instante Lenov comprobó que lo que sospechaba, era cierto.

El zepelín le contemplaba con un ojo pensativo.

Era un rebaño de ballenas voladoras, cada una de trescientos metros de longitud.

Aquellas ballenas gigantes se deslizaban en torno al Piccard como tiburones nadando alrededor de una presa. Lenov casi no podía apreciar los detalles, se movían demasiado rápidas. Sintió un dejo metálico en la boca. Fuera lo que fuesen, lo cierto era que se movían en el aire con total naturalidad. Y eran, indudablemente, quienes habían vestido la primera nave espacial que encontraron.

– ¿Lo has visto, Vania?

– Lo estoy viendo, Semi… y me cuesta creerlo.

– Espero tus órdenes.

¿Qué órdenes, con media nave perdida?

– No hacer nada. No debemos hacer creer a esos bichos que pretendemos atacarlos.

Las superballenas se aproximaban tanto al Piccard que Lenov se preguntó qué pasaría si una de ellas lo embestía. Parecían débiles como farolillos chinos, aunque claro, uno nunca podía estar seguro.

– Atención, Hosbikaze, ¿está Susana por ahí?

– ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ…

– ¿Yuriko…?

– ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ…

– Semi, ¿qué pasa con la Hoshikaze?

– Hemos perdido el contacto, Vania.

– Maravilloso, ¿qué más puede pasar…?

El Piccard experimentó una aceleración lateral. Lenov lo notó en las mismas tripas. Miró por la escotilla: dos de los monstruos se habían situado a ambos lados de la nave, y estaban zarandeando el Piccard como si se tratara de un juguetito.

– ¡Jesús! -exclamó Lenov.