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Michaelson ató un cable al tobillo de Shikibu; mientras, ella accionó el mando de desconexión de emergencia para tranquilizar al ordenador, se soltó las correas que la sujetaban a la enorme mochila, las conexiones eléctricas de los sensores, y por último el tubo de aire.

Una válvula automática selló el traje.

Sin más tardanza, la joven se metió en el túnel y empezó a arrastrarse con una linterna encendida en la mano.

– No es difícil avanzar… es como una cueva submarina… me muevo con una mano en el techo y otra en el suelo…

»Una cosa, esto no está pensado para el personal… -repitió divertida-, ¿personal? Ni siquiera hay luces en el techo…

– Shikibu -recordó Yuriko, preocupada-, no hables si no es necesario.

– Bien -dijo. Pero, tras unos minutos de arrastrase en silencio, añadió-. Ahora llego al recodo. Por cierto, el ala está abisagrada y puede curvarse un poco. Otro misterio, dicho sea de paso…

Shikibu siguió arrastrándose. Su aliento, ahora que el traje ya no disponía de calefacción, se condensaba en la placa facial. Se concentró en evitar el pánico. Olvida que estás bajo un centenar de metros de agua, con tu vida dependiendo de un frágil tubo de aire con sabor a caucho a tu espalda… olvida las paredes de roca que te rodean, para aplastarte si el agua no lo hace… Se esforzó en concentrarse en la realidad inmediata, olvidando todo lo demás.

– Cada vez es más pequeño… Hizo una pausa.

– Estoy cerca del final del túnel. Si esto es un túnel para mantenimiento, me pregunto qué clase de tripulantes pueden meterse aquí. ¿Enanos?

»Un momento, hay… no sé cómo decirlo. Del suelo salen una especie de baldosas cuadradas o circulares, hechas de un material semejante al plástico… ¿sabéis qué me recuerdan? Botones. Hileras de botones; cada uno tiene un palmo de ancho por lo menos…

– No los toques.

– He tocado uno… -dijo Shikibu, con voz culpable.

Durante un instante, tuvo la dramática visión de la nave alienígena disparando sus armas y la Hoshikaze estallando en una muda explosión.

– Al moverme he apretado uno, pero… no pasa nada. En realidad es muy duro.

– ¿Cómo dices?

Shikibu puso la palma sobre uno de aquellas placas y presionó con suavidad. No cedía. Presionó con más fuerza, con la otra mano en el techo. Cedió un poco.

– Estos botones necesitan mucha fuerza para empujarlos. Lo menos cincuenta kilos… ¡Uf! Estoy al final del túnel… no hay nada más. Por favor, sacadme… el aire empieza a viciarse y mi traje se está llenando de gente.

– Tranquila, Joe empieza a cobrar sedal -dijo Kenji.

– Me recuerda un pez vela que pesqué una vez. -Michaelson tiró con energía.

– Así no se habla al oficial de soporte vital -rió Shikibu.

La chica salió del túnel con un pie por delante, en postura poco digna; pronto, Michaleson le reconectó los tubos al traje, mientras Kenji le aseguraba la mochila.

– Tanque de oxígeno lleno al sesenta y tres por ciento -dijo el ordenador-. Baterías al setenta y ocho por ciento de capacidad…

– ¡Aaah! -suspiró ella-. Aire fresco. O en conserva, pero delicioso. ¿Qué hacemos ahora?

Prosiguieron la exploración del interior; pero no descubrieron gran cosa más. La otra ala no estaba doblada y pudieron examinar el fondo con las linternas; Shikibu afirmó que era simétrica a la que ella había explorado.

En algunos puntos del casco, descubrieron una especie de discos de quince centímetros de diámetro, formados por una membrana tensa como el parche de un tambor. Sensores de presión, dudó Kenji.

No había nada más que hacer. Yuriko les dio orden de regresar.

– ¿Sabéis una cosa? -dijo Susana pensativa-. Trato de imaginarme cómo pudieron ser los tripulantes. Debían tener ojos de treinta centímetros, a una altura de quince metros; ser lo bastante enanos para meterse en un túnel de medio metro; capaces de apretar botones con una fuerza de cincuenta kilos, y de trabajar a oscuras en dos salas de mando distintas. No era una imagen tranquilizadora. Los engendros que les habían atacado casi parecían ordinarios, en comparación. Pero…

Se detuvo en seco. Algo arañaba el fondo de su cerebro.

¿Qué podría embutirse en aquel enorme espacio vacío?

¡Claro!

– ¿No os dais cuenta? -exclamó Susana. De repente todas las piezas han encajado-. ¡Es un traje!

– Me temo que no entiendo -dijo Yuriko.

– Eso no es una nave. ¡Es un traje espacial!

– ¿Qué? -Yuriko la observó, desconcertada.

– ¡Claro! -Shimizu lo asimiló rápidamente-. La mochila con los motores y el soporte vital… reemplazable.

– El sistema de calefacción ajustado a la piel… Los controles. ¿Cómo pueden trabajar dos pilotos en la oscuridad y sin comunicarse? -Susana extendió ambas manos y movió los dedos, como tocando un piano invisible-. Esa nave es un traje de vacío… ¡El traje de un gigante!

En la sala de ordenadores, Susana se puso los guantes de interfaz y los anteojos de espacio virtual.

El sargento Fernández, que había acudido para ayudarla, se acercó a la mujer, tomando su propio par de lentes de un anaquel. Al principio no vio nada; pronto hubo un cambio. Apareció una serie de líneas luminosas, que formaban un dibujo tridimensional, el clásico dibujo de alambres de un ordenador.

– Esto es el molde del hueco de esa nave-traje -le explicó la etóloga-, deducido a partir de las cintas del robot. Bien, veamos ahora… ORDEN: OCULTA LÍNEAS.

De inmediato, desaparecieron las líneas que hubieran sido invisibles de ser opaco el cuerpo dibujado.

– Es curioso lo que se puede deducir a partir del traje espacial de una criatura -comentó Fernández-. Me pregunto, si un extraterrestre encontrara uno de nuestros trajes, ¿qué conclusiones sacaría sobre nosotros?

– Muchas, supongo -dijo Susana-. Un traje espacial es un molde del cuerpo, como la concha de un molusco, y una protección contra un elemento extremadamente hostil; de lo que se puede deducir la forma y el habitat de la cosa que lo llevaba. El sargento sonrió a Susana.

– ¿Sabes una cosa?, parece que has inventado una nueva rama de la Arqueología.

– ¿La Escafandrología? -rieron. La etóloga dijo: -ORDEN: FUENTE DE LUZ, menos 1000, 1000, 0, RELLENA. La superficie del cuerpo se cubrió de cuadraditos grises; al cabo de pocos segundos, parecía una maqueta tosca de un cuerpo en forma de torpedo, iluminado desde arriba y a la izquierda. -ORDEN: SUAVIZAR.

Al instante, se atenuaron las diferencias de brillo entre los cuadraditos, como si una pulidora invisible recorriese la figura. El resultado final era una especie de torpedo gris con dos aletas.

– Una ballena -dijo Fernández. La figura gris rotaba con lentitud ante sus ojos.

– Parece una ballena -rectificó Susana-. Una ballena de trescientos metros de largo con traje espacial. Podríamos añadir más cosas, como los ojos y su tamaño, el volumen máximo de la cabeza, etc.

– Pero… ¿qué tenemos aquí entonces? -preguntó el sargento.

– Taawatu -musitó Susana, con una voz tan débil que Fernández apenas la oyó.