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Todo era muy confuso para Lenov.

Por todas partes yacían monstruos lindamente aplastados, sorprendidos por la aceleración. Otros habían tenido suerte, o bien no cayeron desde muy alto. Pero la gravedad era un importante handicap para ellos, como ya habían contado, y había que contar el factor sorpresa. Si alguno llegó a disparar aquellos endiablados misiles, no llegaron a su blanco.

Localizó el esqueleto donde lo habían dejado la última vez y lo señaló a Ono. Ella hizo gesto de adelante y echaron a correr hacia el aparato, seguidos de Martínez. Los pesados fardos con armas que llevaban a la espalda les daban un peso bastante aceptable. Ono y George disparaban mientras corrían.

Subieron al aparato a toda prisa. Descargaron los fardos. Ono y George se apostaron rodilla en tierra. Lenov se agachó tras el tablero de mando. Tenía la pistola en la mano, pero no disparó. No había ningún monstruo vivo cerca.

Rápidorápidorápido, comandante, corte la aceleración…

La alarma volvió a sonar. Sus otros compañeros, Ed, Joe,. Kiyoko y Fernández (Lenov los contó: estaban todos) regresaron a la escotilla y se colaron dentro. Cesó el distante bramido del reactor; Lenov se sintió como en un ascensor que bajaba demasiado rápido. La luz verde de cero-g se encendió en el tablero. Accionó un interruptor.

El cacharro despegó bajo su no muy experta mano. La acción había durado menos de treinta segundos.

Joe Michaelson se quitó de la espalda el pesado generador del rifle láser.

– Sigo creyendo que debería haberme quedado, sargento. Con este chisme, hubiera limpiado el camino al tanque en un minuto.

– Seguro, hijito; y al minuto siguiente te hubiera caído encima el Séptimo de Monstruería. Ya oíste al comandante: nada de riesgos. Hemos cumplido nuestro cupo de acciones heroicas. Ahora hay que guardar la casa.

El esqueleto se dirigió hacia la crujía. Para Lenov, no era distinto a volar por un túnel horizontal; no tenía problemas para orientarse en la ingravidez. La única molestia era que no había parabrisas. El vehículo estaba pensado para el vacío.

Sólo algunos monstruos aparecían a la vista. Dispararon aquellos misiles y Lenov sintió retorcerse su estómago, pero la distancia era grande, y los proyectiles quedaron sin combustible a mitad de camino. Eran eficientes tan sólo a corta distancia y en caída libre… Ono y George, a ambos flancos, disparaban calmosamente sobre todo monstruo que veían.

– Bandidos a las diez -murmuró Lenov.

Susana había estado a punto de ser alcanzada por un embrollo de hierros y cables retorcidos, que se hundían en el tanque con un largo chapoteo. Fuertes chispazos saltaron hacia proa.

El tanque había quedado a oscuras. Unas débiles luces rojas de emergencia brillaban en el fondo, creando fantasmagóricos reflejos.

Partes de la plataforma, revueltas entre las olas, seguían cayendo con lentitud. Susana trataba de mantenerse a flote; sus piernas tocaban de vez en cuando objetos que se retorcían bajo el agua. Quizá cables que seguían desenrollándose. A cada momento esperaba que sus pies fueran atrapados por garras alienígenas, había visto caer al monstruo y no se hacía ilusiones. No esperaba que la caída hubiera acabado con él, ni que se hubiese ahogado. Sin duda, no necesitaba respirar. Debía estar allí, en la oscuridad, agazapado, esperando la oportunidad para saltar sobre ella. Y Susana era una presa fácil. Apenas veía nada, rodeada por sombras amenazadoras.

El esqueleto se aproximó a la cabina del montacargas. Un monstruo flotaba inerte en sus proximidades. Cuando el teniente salió de las sombras pistola en mano, supo quién lo había liquidado. Le hizo un efecto raro ver al teniente caminando por la pared.

Las tres mujeres, Liz, Shikibu y Jenny, subieron al esqueleto y luego lo hizo el teniente. Shikibu, en cuyo rostro se leía la tensión y el cansancio, relevó a Lenov.

Libre de cuidados mientras el esqueleto zumbaba hacia el puente, Lenov buscó un blanco. Pero no había ninguno cerca. Llegaron al puente con su revólver todavía virgen.

Allí descargaron la artillería, y los rostros de Okedo, Kenji y Yuriko se iluminaron.

– Nos alegra mucho verles, teniente.

– Gracias. ¿No tendrán un poco de té, comandante?

Se sentía agotado. De haber gravedad, las piernas no le hubieran sostenido.

– ¿Prefiere algo más fuerte?

– Estaba a punto de proponerlo. ¿Cómo está la situación?

– Hemos visto refugiarse a sus nombres. Ninguna nueva baja. En lo que se refiere a los monstruos…

– No queda ni una docena, y todos agazapados -exclamó Shikibu, alegremente.

El teniente apuró la copa de sake de un trago.

– De todos modos, aún seguimos siendo pocos.

– Vamos, teniente -dijo Shikibu-, ahora salimos y nos los cargamos a todos.

– No tan deprisa, jovencita -la paró Shimizu-. No voy a lanzarme a la carga como un loco, ya hemos perdido a muchos.

Ono asintió.

– La primera regla militar es conoce a tu enemigo. No sabemos cuántos quedan en la nave, ni dónde están.

– Unos cien como mínimo -dijo Kenji. Todos le miraron.

– ¿Cómo lo sabes?

– Ese es el número aproximado de los que acaban de entrar.

Todos se arracimaron en torno al monitor. En efecto, una horda de monstruos surgía del conducto al tanque.

– Ahora sabemos dónde están los de la bodega -exclamó Ono, furiosa-. Han desistido y siguen llegando.

– Estamos como al principio -resopló Shikibu.

– No -le contradijo Yuriko-. Ahora estamos preparados para resistir.

– También ellos, a lo que parece.

Las criaturas estaban agazapadas en el fondo del hangar, perfectamente inmóviles, como estatuas de algún olvidado culto demoníaco.

– Pero ¿qué esperan? -preguntó Shikibu.

– Que nos aburramos e intentemos algo desesperado -sugirió Kenji.

Lenov, hasta entonces silencioso, intervino:

– Y puede que haya llegado el momento.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Okedo.

– Creo que ha llegado el momento de poner en marcha mi plan. El pasadizo de los delfines -dijo el ruso-. Podríamos llegar por él hasta el tanque; Susana aún está allí, si vive. Y podríamos freídos por detrás. Unas granadas de mano bien colocadas…

– Hmm -murmuró el teniente-. ¿Qué opinas, Ono?

La sargento, experta en táctica, meditó un momento.

– Considero probable que no queden más en la bodega. El hecho de que suban y se mantengan en el fondo, sugiere que no quieren ser sorprendidos por otra aceleración. En otras palabras, no hay muchos más y optan por la táctica de la dilación.

– Eso es como piensas tú, no ellos -dijo Shimizu-. Pero es probable.

– Y, mientras tanto -dijo Lenov-, no sabemos nada de Susana ni del otro delfín piloto. Mirad, no he subido hasta aquí por darme un paseo en esqueleto. No tengo preparación militar como la vuestra. Lo he hecho porque soy el único que puede llegar hasta el tanque.

El comandante, meditando, se volvió hacia el teniente.

– Shimizu, usted decide.

– Estupendo, los cogeremos entre dos fuegos.

– Yo iré con él -dijo Martínez.

– Muy bien, George. -El teniente le tendió un subfusil al ruso-. ¿Sabes manejar esto?

Lenov lo examinó: un liviano y veloz Heckler-Koch, con culata rígida de plástico, casi un rifle en miniatura. Aquel sí era un buen «último recurso».

– Aprendo muy de prisa -respondió Lenov sujetándolo con fuerza.

– Vamos. Mientras, nosotros les daremos a esos bichos algo en qué pensar.

Introdujo un cargador en su rifle.

Los dos hombres subieron hasta la cabina del delfín. Tik-Tik estaba muy nervioso. Le habían dicho que permaneciera en silencio y había obedecido. Pero no entendía qué estaba pasando.

Lenov acarició su lomo gris. Martínez abrió la trampilla que comunicaba la cabina de pilotaje con el tanque de agua y miró hacia dentro.

– Está muy oscuro -dijo.

– No le demos más vueltas al asunto -apremió Lenov.

Encendió una linterna y se introdujo el primero por el pasadizo. Era un largo y oscuro túnel, pues a los delfines no les importaba la ausencia de luz. Una especie de funicular en forma de barca transportaba al delfín; ambos lo ignoraron. Irían más rápidos flotando.

Se propulsaron en las tinieblas, precedidos por dos brillantes conos de luz.

El oleaje se iba calmando, pero aquello no ayudó a tranquilizar a Susana. El tanque estaba lleno de sonidos ominosos.

– ¡Semi! -gritó.

Había nadado poco a poco, sin dejar de mirar en todas las direcciones, hasta los restos de la plataforma. Éstos se hundían en el tanque por un extremo, mientras que el otro seguía enganchado cerca de la compuerta de entrada. La compuerta ya no existía, volada por aquel monstruo, y la única luz provenía de los fluorescentes del corredor.

De repente recordó algo: ¡la katana de Lenov!

Seguía allí, colgada junto a la puerta; milagrosamente, nada de lo que había pasado la había derribado de su sitio.

Pensó en cómo llegar hasta ella, y empezó a trepar por entre los hierros retorcidos. Apenas hubo avanzado un par de metros, cuando el monstruo surgió del agua a sus espaldas.

Martínez y Lenov se detuvieron al final del conducto.

El ruso conectó la compuerta estanca, que se cerró con un chasquido. Le dolía la espalda. Habían avanzado incómodamente doblados, impulsándose con la mano libre y las piernas.

– ¿El agua puede estropear esto? -preguntó Lenov señalando su arma.

– Por favor. -Martínez parecía ofendido-. Tecnología alemana. Soportan el vacío.

– Muy bien. Ponte esto.

Sacó de su chaqueta un par de máscaras de buceo. Martínez silbó admirado.

– ¡Vaya, eres previsor! -Se la puso.

– Sí. Las tenía en mi camarote y las cogí.

– Por casualidad, ¿tienes también botellas de aire?

– Naturalmente, en el tanque.

– Bueno, no se puede tener todo.

Lenov hizo girar otro conmutador y el pequeño cilindro empezó a llenarse de agua.

– Esto no va a ser tan fácil -dijo-; está pensado para delfines, y ellos pueden aguantar diez veces más tiempo la respiración que nosotros. ¿Qué tal te desenvuelves en el agua?

– Yo he nacido en Marte. Ese tanque es la mayor cantidad de agua salada junta que he visto nunca.