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Un quinto miembro multiarticulado surgía de su tórax. Acababa en un cono truncado abierto por la parte más ancha, la que apuntaba hacia Lenov. En su interior se movían pequeños cilindros ahusados de color rojizo, como si tuvieran vida propia, y comprendió que aquello era un arma.

El arma que aquella cosa había disparado contra Benazir…

La ira le nubló la vista y la mente. Apretando los dientes se dispuso a saltar hacia aquel endriago, a atacarlo con sus manos desnudas.

La criatura extendió su miembro central.

Para Shimizu y las tres mujeres, el universo se redujo a impulsarse con las piernas, agarrarse al travesano más próximo, impulsarse de nuevo…

La carrera hacia proa se estaba convirtiendo en un infierno.

Los proyectiles de los monstruos se estrellaban una y otra vez contra los barrotes de la jaula del montacargas; su sistema de guía, al parecer, podía ser engañado por aquellos pequeños obstáculos. Pero cada vez caían más cerca.

De no tener experiencia en el mando, Okedo se hubiera retorcido las manos con ansiedad. Su nave (en aquel momento, no podía olvidar el posesivo), su nave, estaba invadida por criaturas de pesadilla.

Y no podía hacer nada. El hangar hormigueaba de aquellas cosas, habría entre cuarenta y cincuenta. Aparentemente, vagaban perdidas, desorientadas. Pero algunas habían localizado al teniente y sus hombres, que se apresuraban hacia proa, en una carrera mortal.

– Las criaturas no están coordinadas -murmuró-. Si fuese así…

– ¿Perdón, mi comandante?

– Nada, Kenji. ¿Nos contestan desde la cubierta?

– No, mi comandante.

Por el momento, estaban seguros en el puente, ninguna de aquellas cosas había encontrado el camino. Pero no se hacía ilusiones. Yuriko revisaba nerviosamente un revólver: la única arma de que disponían.

Desde lo alto de la nave, Okedo contempló impotente el hangar y se preguntó si, al mirar a los humanos, los dioses se sentirían como él.

Antes de que Lenov pudiera hacer algo, la cabeza de la criatura quedó separada de su cuerpo.

Aturdido, la vio caer. No había sangre, únicamente aquellas criaturas semejantes a gusanos que había visto retorcerse en el interior, quedaron liberadas y se agitaron como peces fuera del agua, hasta detenerse.

Martínez y Kiyoko Fujisama aparecieron tras el cadáver de la criatura. Kiyoko llevaba una recortada de feo aspecto y Martínez blandía la katana que había decapitado al monstruo.

– ¿Hay más de esas cosas? -preguntó Kiyoko. Martínez envainó el sable y descolgó de su hombro un subfusil.

– No lo sé, pero vigila. Lenov, ¿estás bien? No podía disparar en un espacio tan pequeño…

Los ojos del ruso estaban cubiertos de lágrimas. Apretaba el inmóvil cuerpo de la astrónoma.

– Esa cosa disparó sobre Benazir -balbuceó-. Está malherida.

El padre Álvaro apareció tras Martínez, y corrió junto a Benazir y Lenov. Tomó la mano de la mujer entre las suyas.

Kiyoko se acercó y le pasó al sacerdote una cápsula tranquilizante para que se la inyectara a Benazir. El franciscano así lo hizo, y luego, con una sábana envolvió el cuerpo de la astrónoma; la oyó gemir y repetir muy débilmente unas palabras en árabe. El padre Álvaro no tenía en ese momento posibilidad de comprobar la gravedad de sus heridas.

– Tenemos que llevarla a la enfermería -apremió el sacerdote, volviéndose brevemente hacia los dos guardias.

– Sí -dijo Martínez-. El sargento está allí.

– Lenov -gritó preocupado Kiyoko-, reacciona. Necesitamos tu ayuda.

El ruso se volvió hacia ella, como si despertara de una pesadilla.

– Sí-musitó casi inaudiblemente-, vamos.

Levantaron el cuerpo de Benazir. Kiyoko y Martínez miraban a un lado y a otro trazando amplias curvas con sus armas. Se dirigieron hacia la enfermería.

– ¿Y Susana? -preguntó Martínez, sin dejar de vigilar-. ¿Has visto a Susana?

– No -musitó Lenov-, no. Benazir y yo estábamos… qué es lo que…

– La nave está llena de bichos -dijo Martínez, sin dejar de vigilar-. Están en la bodega, pero no pueden pasar. Mataron a cuatro o cinco, no lo sé.

Su voz era inexpresiva, más allá del dolor.

– Algunos entraron desde el hangar, y mataron a Harris y Masuto antes de que pudiéramos hacer nada. Pero nos los hemos cargado a todos. Éste que os atacó debía ser el último… Creo.

Lenov se iba sintiendo más sereno, quizá por efecto del sedante. En dos ocasiones tuvieron que saltar sobre los cuerpos de aquellas abominables criaturas.

Llegaron a la enfermería y Lenov colocó a Benazir en una camilla. Apartó con cuidado los cabellos, pegados por la sangre que manaba abundante de varios cortes en su cráneo.

Benazir abrió los ojos y dijo con voz débil:

– Yo tenía razón… tenía razón… Pero no he tenido suerte. No veré cómo acaba todo…

Con desesperación, Lenov alzó la vista hacia Fernández, que consultaba la pantalla del autodoc. Enfrentó la mirada de Lenov e hizo un gesto negativo. Las heridas eran demasiado graves.

Los pulmones de Susana estaban a punto de estallar cuando emergió. No podía oír nada, aparte del doloroso zumbido que le taladraba el cráneo. Se tocó los oídos y descubrió sangre en sus dedos. Giró en el agua buscando a Semi, sin verla. Se preguntó si la explosión la habría lastimado más que a ella.

Alzó la vista. El monstruo seguía en el centro de la pasarela y le apuntaba. Desesperadamente nadó hacia atrás. El extraño miembro de la criatura la seguía lentamente, sin perder su blanco.

Entonces vio a Semi.

Como un misil lanzado por un submarino, el delfín despegó del agua desde el extremo diametralmente opuesto del tanque, con toda la fuerza de su aleta caudal, volando limpiamente en una trayectoria ligeramente curva.

Era el salto más impresionante que Susana había visto realizar jamás a un delfín, ayudado por la débil pseudogravedad. Con admiración, Susana se dio cuenta de que Semi, al saltar, había tenido en cuenta la aceleración de Coriolis, que había curvado su trayectoria. ¡Toda una hazaña de física intuitiva!

Como un lento proyectil, chocó en el centro de la pasarela con el monstruo, que salió despedido por la fuerza del impacto.

Susana, jadeando, sintió renacer sus esperanzas. Semi siguió su trayectoria de regreso al agua.

Pero fue una esperanza fugaz. El monstruo giraba enloquecido… y poco a poco, recobró el control. Flotando en el eje del tanque, la apuntó de nuevo.

Semi se precipitaba hacia Susana como una flecha.

La cabeza de Shimizu chocó con los pies de Shikibu. Alzó la vista.

Un gran muro cuadrado se interponía ante ellos. Tardó unos segundos en reconocerlo. Era el piso del montacargas. Su camino estaba bloqueado… ¡No! ¡Shikibu estaba abriendo una especie de trampilla en el suelo! La joven se escurrió por ella.

Shimizu la siguió. Se hallaron en la fea y funcional cabina. Shikibu, frenética, empezaba a manipular otra trampilla en el techo. Pero se negaba a abrirse. Jadeando, el teniente miró a todos lados, esperando el definitivo proyectil, ahora, inmóviles…

Pero no llegaba.

– ¡Espera! -gritó el teniente.

– ¿Qu-qué?

– ¡No sigas adelante! No nos disparan.

La joven, aturdida, lo miró como si estuviera loco. Pero era cierto. Liz y Jenny también parecían desconcertadas.

Los cuatro escucharon en silencio. Nada. Ni un disparo.

– No son muy inteligentes -dijo Shimizu-. Si lo fueran, nos habrían atacado en grupo, pero no están coordinados. Ahora no nos ven, y no saben qué hacer.

Las palabras del teniente, dichas en voz baja, obraron como un bálsamo. Shimizu se acercó a la pared de la cabina. Las planchas no ajustaban bien y miró por una ranura.

Las cosas flotaban alrededor, pero ya no disparaban. Shimizu comprendió el porqué de su agilidad: volaban impulsadas por una especie de bolsas de gas que tenían a ambos lados de la espalda.

– Pero… Pero… -balbuceó Liz Thorn-. No pueden ser tan tontos.

– No tontos. Limitados -dijo Shimizu-. ¿No os dais cuenta? Son como… misiles rastreadores. No nos ven, luego no existimos para ellos.

– Eso quiere decir que… que… ¿estamos seguros? -dijo Liz Thorn.

– Mientras no nos movamos de aquí -dijo el teniente con firmeza. La principal virtud de un oficial es parecer muy seguro de lo que hace. Si además de parecerlo, lo está, es un buen oficial.

Y si tiene razón, no digamos…

Shikibu cerró la trampilla del piso. Cuatro personas agotadas, sucias de la grasa de las guías, se relajaban en la oscuridad, mientras las monstruosidades patrullaban fuera.