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Las criaturas se dirigían lentamente hacia la nave, con ocasionales correcciones de rumbo, gracias a las bolsas de gas que abultaban sus cuerpos.

Susana decidió nadar un poco, estaba segura de que eso la ayudaría a despejar su mente. Desde lo alto de la pasarela, se lanzó ejecutando el salto del ángel. Recta como una flecha, caía lentamente, muy lentamente, como en un sueño, por efecto de la escasa pseudogravedad.

Su cuerpo atravesó la superficie del agua, que se alzó en un lento chapoteo.

Ninguna piscina de la Tierra podía compararse con el tanque de los delfines. La gran esfera tenía ahora un cilindro de aire a lo largo de su eje, por efecto de la rotación. Susana no lo había visto nunca así, ya que durante el viaje estuvo siempre bajo aceleración, y el espacio de aire era un casquete en la parte superior. El espectáculo la fascinaba. Además, la rotación creaba una pseudogravedad muy inferior a la de la Tierra, cosa que antes, bajo aceleración, no sucedía.

Nadó hacia Semi con lentas brazadas de espalda. Los tubos de luz, agrupados en un extremo del eje, la bañaban con una cálida luz blanca.

Flotando de espaldas, Susana admiró la superficie de agua que se curvaba sobre su cabeza, abrazando aquel cilindro de aire, mantenida en su lugar por la fuerza centrífuga. Le hacía sentirse tan segura como en el útero materno. Las olas la recorrían con una elegante lentitud.

Se preguntó si Lenov habría llevado allí a Benazir en alguna ocasión; era un lugar perfecto. Cómodo, a resguardo de visitantes inoportunos, se podía tomar un tonificante baño antes de y después de (y durante, por qué no).

Toda la nave sabía de la relación entre Lenov y Benazir; y ella se repetía una y otra vez que aquello no era asunto suyo, que no le importaba en absoluto. Pero no era cierto.

Intentó imaginar cómo sería el contacto íntimo con otro cuerpo humano… piel, pelos, saliva… Un trozo de cálida carne abriéndose paso hacia su interior…

Sus pezones se endurecieron, no por el frío del agua.

A veces le gustaba pensar en esas cosas; otras se avergonzaba de ellas.

En cualquier caso, se dijo, pensar nunca es malo.

La sonriente cabeza de Semi apareció en el cilindro de aire.

Saludó a Susana elevándose sobre el agua, nadando hacia atrás con alegría.

Susana dejó pasar el suave lomo gris junto a ella, apenas rozándola, y se sujetó con ambas manos a la aleta dorsal del cetáceo. Comprendiendo rápidamente de qué iba el juego, el inteligente animal aceleró, remolcando a la etóloga tras él.

El agua fría refrescó su rostro y su mente.

Las criaturas habían recorrido la mayor parte de aquel salto de kilómetros. Muchas no lo lograron: agotaron sus bolsas de gas sin poder corregir lo suficiente su trayectoria, de modo que iniciarían una vasta órbita en torno al Sol.

Pero muchas otras lo consiguieron. Tan pronto como se acercaban a la rugosa superficie del casco, se aferraban a ella con una especie de almohadilla adherente situada en la base de su abdomen.

La nube de criaturas empezó a reunirse en pequeños grupos, como moléculas de agua condensándose en niebla, que a su vez se reunían en otros mayores. Comenzaron a recorrer la vasta superficie como orugas geómetras, fijándose alternativamente con la almohadilla del abdomen y las patas anteriores.

El padre Álvaro despertó empapado de sudor, con las suaves ropas de su litera completamente revueltas. Su corazón palpitaba desbocado como si quisiera abandonar su pecho.

De nuevo aquella pesadilla…

Vagaba por el desierto de sal, tambaleante como un resucitado, bajo un implacable sol que lo enturbiaba todo. Estaba enfermo de radiación, y no podía contener su vientre. Mientras caminaba, defecaba inmundicias sanguinolentas que resbalaban por las perneras de sus pantalones de franciscano, y se amontonaban en sus pies.

Unas débiles vocecillas infantiles le hicieron volverse. Pero no vio a nadie. Las vocecillas seguían llamándole: hermano, hermano… Necesitaban su ayuda, pero ¿dónde estaban? Llevaba horas buscándolos.

Se acuclilló, las voces parecían provenir del suelo, junto a sus pies…

Observó las heces, algo se movía en ellas. Acercó aún más su rostro. De cerca no parecían excrementos, en absoluto. No, era sangre, y algo más… una envoltura traslúcida. Reprimiendo su repugnancia apartó aquella membrana con dos dedos… En su interior, un feto de unos dos meses se retorcía como un gusano agonizante… Sin embargo, su rostro estaba perfectamente formado, y el franciscano reconoció sus propios rasgos en él. El rostro le miró y dijo: hermano, ayúdame…

El padre Álvaro sacudió la cabeza intentando alejar aquel horror de su mente. Se lavó la cara en el pequeño lavabo de su camarote. Observó su rostro empapado en el espejo, y éste le devolvió la mirada como la criatura de su sueño.

– Sólo somos podredumbre… -musitó-, podredumbre.

Grupos de criaturas vagaban al azar sobre la superficie de la nave, en busca de alguna abertura. Algunas se perdieron en el espejo del reactor de fusión, pero desde allí era prácticamente imposible entrar. Otras vagaron incesantemente en torno al ecuador, sin darse cuenta de que caminaban en círculos.

Finalmente, algunas encontraron un punto. Era una abertura sellada por una especie de diafragma musculoso, que servía para lo que podría llamarse excreción: expulsar sustancias de desecho.

Respondiendo a su programación genética, el grupo se dispersó en busca de otros, dejando a su paso un imperceptible rastro químico sobre el casco de la Hoshikaze.

Tik-Tik se aburría en la cabina de pilotaje; aquel entorno no cambiante no ofrecía muchos estímulos a su cerebro mamífero. La Adiestradora no estaba con él, y su único lazo con los humanos era la Máquina-Que-Piensa. Era una comunicación imperfecta y tosca, y generalmente era para recibir órdenes o informar.

Lenov, el otro humano con el que se comunicaba, era casi igual de ineficiente, pero el delfín sentía un profundo afecto por el ruso y no hacía falta mucho más. Susana era distinta. Era el único respirador de aire que podía comprenderles. A veces casi parecía un nadador.

El lazo con el mundo exterior era la Nave. Su conexión neural le proporcionaba una inigualable visión del cosmos, algo que jamás había sentido en el océano. El pequeño mundo de hielo próximo a ellos había sufrido cambios fascinantes cuando se había fragmentado, y visitar su interior había sido una gran aventura, que no se cansaría de contar a Semi una y otra vez.

Las criaturas se infiltraron en la nave. Aquella parte, que comprendía los tanques de combustible y el reactor de fusión, únicamente accesible para los especialistas como Kenji. No hallaron ningún obstáculo en su avance, aunque algunas se extraviaron en el laberinto de tanques y tubos.

El fin llegó primero para la cabo Oji Toragawa.

Estaba tratando de localizar un determinado cajón que contenía, según la lista, productos de limpieza. La bodega era un lugar oscuro y silencioso, y los tubos de luz apenas disipaban las sombras del recinto, lleno de estanterías atiborradas, puntos de anclaje, bidones, tanques, cajas y más cajas.

Estaba pensando en que no sería demasiado consumo una docena más de tubos fluorescentes, cuando los vio.

Al principio, la escena era tan extraña que no pudo aceptar lo que veía. Quedó unos instantes paralizada de estupor.

Parecían un montón de bolsas de plástico transparente, que de pronto hubiesen empezado a andar solas. Luego pensó que aquellas cosas traslúcidas eran…

El grito retumbó en la bodega, reverberando en las paredes. -¿Qué ha sido eso?-exclamó Diana. -No sé…

Se oyó una sorda explosión.

– ¡Ha sido Oji! -Jerry Williams reconocía su voz.

– ¡Rápido, ha debido pasarle algo!

Los seis se precipitaron alarmados hacia el fondo de la bodega. Ono maldijo aquella distancia. Recorrer una sección, atravesar la escotilla, recorrer la siguiente, escotilla, la siguiente sección, escotilla, sección.

Fueron las criaturas quienes les encontraron primero.

Ed Johnston recordó un termitero destripado. Las cosas eran traslúcidas, con forma de salchicha, con patas que se retorcían. Había docenas de ellas. El cuerpo de Oji flotaba entre sus horribles cuerpos, girando lentamente como un ahorcado colgando de la cuerda. La envolvía un halo de gotas rojizas. Sus brazos y piernas se doblaban de tal forma que supo que estaba muerta.

Hubo una docena de siseos y unos objetos cruzaron el aire. Sonó una pequeña explosión, y el cuerpo de Shimada Osato fue repentinamente empujado hacia atrás, mientras gritaba:

– ¡Me han alcanzado! Es algo… -Se convulsionó y quedó inerte, rodando por efecto de su inercia.

– ¡Shimada!

Ed Johnston se precipitó hacia ella. Tenía un feo boquete en el pecho. Hubo otro coro de siseos.

– ¡Nos disparan! -gritó Jerry Williams.

– ¡Corred, salgamos de aquí! -aulló la sargento Ono Katsui.

– Pero Shimada…

– ¡No hay nada que hacer por ella!

Los cinco se impulsaron hacia la salida. Diana notó un fuerte golpe en su espalda. No es nada, debo salir, a la cubierta, allí… se impulsó con los brazos, en la forma en que normalmente se hacía en la ingravidez. Un extraño cansancio la acometía… ¡maldición, cómo le dolía la espalda!., de prisa, empujar, lanzarse… se golpeó la cabeza y dio varias vueltas, aturdida… Jerry giraba ante ella, con un agujero en el abdomen, sangrando y gritando… debía… fue lo último que pensó en su vida.

Las criaturas habían encontrado el camino por un ingenioso procedimiento. Cada vez que divisaban una bifurcación, tomaban uno de los corredores. Si hallaban un callejón sin salida, retrocedían hasta la bifurcación anterior y escogían la otra rama, a menos que ya hubiese sido visitada. Si se agotaban las ramas de una bifurcación, retrocedían a la anterior.

Un experto en informática lo hubiera reconocido. Era un perfecto ejemplo de exploración en profundidad de un árbol, un método muy usado en programas de inteligencia artificial.

Susana escuchó un ruido extraño… parecían voces y… ¿disparos?

– ¿Qué pasa? -silbó el delfín hembra. Parecía mortalmente asustada y Susana no tenía ni idea de cómo tranquilizarla. En realidad no sabía cómo tranquilizarse ella misma.