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19

Susana no podía conciliar el sueño. Después de los últimos acontecimientos, se sentía vivir en un anticlímax.

Casi todos dormían; en el puente habría alguien de guardia, y en la bodega trabajaban un grupo de militares.

El tanque de los delfines tenía las luces apagadas; únicamente lo alumbraba una fila de focos bajo el agua, proyectando siniestros reflejos contra las paredes.

Sentada a solas junto al agua, con una manta sobre los hombros, intentaba quitarse el frío que la calaba hasta los huesos, un frío que sólo existía en su cerebro. Tomó un par de pildoras, esperando que eso despejara su mente de una vez, que ahuyentara la neblina que parecía haberse condensado frente a sus ojos.

Semi nadó hacia ella en silencio. El delfín hembra presentía su estado de ánimo, e intentaba consolarla. Susana acarició su lomo tibio, distraídamente, con el dorso de su mano.

Algo llamó la atención de sus hiperactivos sentidos. Un reflejo. Se puso en pie, y se acercó a un objeto que colgaba junto a la puerta. Era un sable japonés, una katana. Debía de pertenecer a Lenov; Susana había oído que el ruso practicaba las artes marciales en su tiempo libre, y que era bastante bueno.

Recorrió con el dedo el calado decorativo de la guarda; la desenvainó.

Imitaba escrupulosamente la artesanía de los antiguos forjadores. Quitó dos pasadores y sacó la empuñadura, la guarda, y la pieza protectora de la base de la hoja. Levantó la guarda y la miró al trasluz. Uno de los agujeros permitía extraer el cuchillito que iba fijo a la vaina. Los otros representaban el Sol, la Luna creciente, la Osa Mayor…

Y un cometa de ondulante cola.

Todos los pueblos de la Tierra habían considerado a los cometas como mensajeros de la catástrofes. Y aquel había anunciado el peor desastre que se abatiera jamás sobre la Humanidad.

Pero ¿qué era con exactitud aquella bola de hielo?

La niebla empezaba a despejar. Sus sentidos eran ahora casi tan perfectos como los de un delfín, y su mente trabajaba casi tan rápido como el cuerpo de un delfín bajo las olas. Las ideas eran pececitos que intentaban huir de ella. Pero era rápida, muy rápida…

El mundo que surgió del frío, pensó. Uno más entre la miríada de cuerpos que forman la Nube de Oort. Allí habían estado desde la formación de nuestro sistema planetario, reliquias de la nebulosa solar primitiva, verdaderos micromundos fósiles.

A temperaturas de unos pocos grados Kelvin, habían retenido pacientemente los elementos componentes de la nebulosa. Hielo de agua, de metano, de amoníaco, ácido cianhídrico; silicatos de aluminio, hierro, magnesio, calcio, sodio, potasio…

A pesar de la tenue luz, Susana leyó el nombre de Lenov en caracteres kanji grabados en la hoja. Volvió a montar el sable, con cuidado de no tocar el filo con los dedos.

Allí hubiera seguido, de no ser por algo, o alguien, que disminuyó su velocidad lo suficiente como para que el lejano sol lo estrechara con sus manos gravitatorias. Cayó durante un millón de años, en una órbita elíptica.

Envainó el arma.

Recuerda las palabras de Markus… Una guerra entre los Señores de las Tinieblas, habitantes de la Nube de Oort, y los Señores de la Luz. La raza humana fue engendrada en el trascurso de esa guerra… ¿Solamente fantasías?

Imaginemos por un momento que todo esto es real, la pregunta sigue siendo: ¿por qué? ¿Por qué nos odian de esa forma?

Como una planta que germinara en el hielo, una forma empezó a dibujarse en la superficie del cometa. Emergía con lentitud, como si la empujaran desde abajo.

Su exoesqueleto era traslúcido, con un brillo ceroso. Un manojo de órganos sensitivos se amontonaba en el centro de su cráneo bulboso y asimétrico, al extremo de un tórax tubular. Tenía patas articuladas y dos gruesos sacos a ambos lados de su abdomen, rematado en un gran par de cercos en forma de horquilla.

A su alrededor, en un radio de cientos de metros, emergía una multitud de criaturas semejantes.

– ¿Qué haces? -preguntó Lenov impaciente.

– No… bueno, no quiero que nos sorprendan.

Benazir peleaba con el cierre de la puerta corredera. Era demasiado débil y carecía de llave. La mujer intentaba improvisar un cerrojo con ayuda de un alambre.

– Los muchachos no van a entrar. Además, ya saben que estamos aquí, así que…

Eso era cierto. Harris y Kiyoko los habían visto pasar hacia el camarote, y sus risitas de complicidad no dejaban lugar a dudas.

– Nada más llegar, Susana sorprendió a Shikibu y Kenji -dijo la mujer.

Lenov soltó una risita.

– No me digas.

– Es una joven muy patosa, ¿verdad?

– Es lo que mi amigo García llamaba un cardo borriquero. Aunque me da pena, parece una persona muy solitaria.

– Sin embargo… ¡Uf! no puedo.

Lenov se incorporó, desnudo, y se acercó a la puerta.

– A ver, déjame.

– Ha llegado el macho -dijo Benazir con sarcasmo.

– Perdona, pero…

– Bueno, bueno. Inténtalo tú.

Lenov tomó el extremo del alambre y lo dobló sin dificultad entre los dos pomos. Las dos hojas de la puerta corredera quedaron trabadas entre sí.

– Ya está.

– Pasas mucho tiempo con esa chica -dijo Benazir apretándose insinuante contra el cuerpo del ruso.

Lenov suspiró. Su corazón latía con furia y un par de gatos se peleaban en su estómago. Si no lograba tranquilizarse, aquello iba a ser un desastre.

– Sólo asuntos profesionales, palabra de honor. -Alzó la mano en un informal juramento-. La mayor parte del tiempo está nadando con Semi y Tik-Tik.

Benazir se quitó el mono de faena y lo dejó caer. Se volvió hacia Lenov. Éste la atrajo hacia sí, con un lánguido movimiento. Ella se detuvo cerca de él, apoyando sus manos en los pectorales del hombre.

Admiró durante un instante el cuerpo de Lenov. Parecía un fuerte y nudoso roble; y era joven. Joven y tenso… Sintió la excitación ascender por su vientre. Lenov besó el esbelto cuello de la mujer.

Las criaturas estaban dobladas sobre sí mismas, en una posición que en un animal terrestre se definiría como fetal. Lentamente empezaron a desplegar sus cuerpos; la costra de nieve adherida se desprendía de sus flancos. Muy despacio se irguieron, estirando sus miembros y haciendo funcionar sus articulaciones al unísono, como obedeciendo a una misma señal.

Por primera vez en su breve vida, sus ojos captaron la luz y transmitieron la información a sus pequeños cerebros. Aquellos diminutos órganos no contenían mucha información, y ésta se resumía en una breve lista de prioridades. Como un único ser, las criaturas orientaron sus racimos de ojos hacia la gran nave que llenaba el cielo del cometa.

De toda la parte accesible de la nave, la bodega era el lugar menos visitado, después de la cabina de los delfines. Allí se almacenaba todo el material de disponibilidad inmediata, lo que era preferible a hacer viajes y más viajes a los contenedores del hangar.

La larga cámara cilindrica estaba dividida en secciones por mamparos transversales, que se convertían en pisos cuando la nave aceleraba. No estaba sometida a rotación y en ella reinaba la ingravidez. La teoría era que manipular cargas sería más fácil sin peso.

El genio que pensó esto, reflexionó ácidamente la sargento Ono Katsui, no tuvo en cuenta a los bípedos cuya musculatura estaba adaptada a un planeta de alta gravedad. En la ingravidez no se necesitaba tanta fuerza, cierto, pero sí una cantidad de operaciones increíblemente complicada.

Se ata al bulto que pretendes mover un sinfín de polipastos, cuerdas y tornos de mano; si lograbas no hacerte un lío, entonces te apoyabas y tirabas hasta que lo hacías moverse… y entonces habías de frenarlo para impedir que atravesase la pared opuesta. Una gran caja de varios cientos de kilos podía ser peligrosa por su inercia, aun moviéndose lentamente.

Luego venía la parte realmente difícil. Había que repetir toda la operación para trasladar el bulto a lo largo de la bodega, cosa nada fácil, ya que los mamparos que la dividían en secciones estaban comunicados por escotillas circulares que nunca eran lo bastante anchas. Y, para acabarlo de arreglar, había que evitar que el maldito bulto se desviase y chocase contra los otros, embalados e instalados contra la pared curvada.

– Atención a ese que viene -anunció Ono a su equipo.

Se desarrollaba un espectáculo poco habitual: un gran cajón cuadrado se acercaba flotando hacia la escotilla. Y sobre él, George Martínez montado a caballo, atado por la cintura y con una gran pértiga entre las manos. Jerry Williams no pudo contener la risa.

– Pareces un caballero andante lanza en ristre.

– O un balsero llevando una almadía -añadió Diana Sanders.

– Y con cinturón de seguridad -dijo la cabo Oji Toragawa.

– Dejaos de guasas -dijo Ono-. Ojo ahí…

El cajón se acercaba peligrosamente a la pared. George lo advirtió y, cuando estuvo a poca distancia, empujó firmemente con la pértiga, corrigiendo la trayectoria de su montura.

Desgraciadamente, el cajón empezó a girar sobre su eje.

Ed Johnston y Shimada Osato, firmemente asentados a ambos lados de la escotilla, emplearon sus pértigas para enderezar la trayectoria y suprimir el giro.

– Cuidado con la cabeza, George -avisó Diana cuando el estrafalario jinete atravesaba la escotilla. Martínez agachó el susodicho apéndice.

– Y aún nos queda el faenón de bajarla hasta la cubierta -dijo la cabo Oji Toragawa.

– ¿Quedan muchas cajas? -preguntó Williams.

– No, tan sólo seis.

– Mierda.

– Eh, sargento, ¿nos tomamos un descanso? -dijo Johnston. Ono dudó.

– Bueno; sólo quince minutos. El teniente quiere todo esto en cubierta antes de las ocho.

Los extraños cuerpos de las criaturas se flexionaron hasta que sus cabezas quedaron entre la horquilla que remataba el abdomen. Sus músculos y tendones, fuertes como el acero, empezaron a acumular tensión. En un momento dado, ésta se liberó de golpe. Como muñecos de resorte, saltaron a la vez y despegaron de la blanca superficie de la que habían nacido, cruzando el vacío que separaba al cometa de la Hoshikaze.

Las criaturas se liberaron de sus apéndices en forma de horquilla, junto con sus largos filamentos musculares; habían cumplido su misión y ya eran innecesarios, su energía invertida en el salto.