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18

Milagrosamente, no había muerto nadie. Harris y Johnston estaban en la enfermería y fuera de peligro. Jenny Brown había llegado a Harris antes que el grupo de rescate; un minuto más y habría muerto.

Shimizu no tenía nada; la avería del traje era sólo de la radio. Shikibu logró parchear su propio traje y ahora estaba sentada en primera fila, fresca como una rosa. Cuando Fernández acabó su informe, el comandante tomó la palabra.

– Les felicito a todos por su excelente actuación en esta crisis. -Sonrió brevemente-. Nos encontramos en una situación nueva y extraordinaria. Me temo que antes teníamos un mundo para estudiar; ahora tenemos varios.

– ¡Oh, vamos, jefe! -exclamó la sargento Ono Katsui, mirándole de reojo sobre su nariz vendada-. No pretenderá que volvamos a esa nevera.

– ¿Y por qué no? -dijo Shimizu, sentado a la derecha de Okedo-. El núcleo sigue intacto.

– Pero ¿no se ha fragmentado todo el cometa? -preguntó Susana.

– Oh, no -repuso Benazir-. El núcleo ha sido lo bastante pequeño como para sobrevivir… es más, creo que el hecho de que fuera líquido lo provocó todo. Bastó que se abriera una pequeña vía hasta el núcleo, y el agua hirvió en el vacío. Fue la presión de vapor lo que provocó el…

– Reventón -sugirió Fernández.

– Sí. Esto arrancó aproximadamente un tercio de la masa del cometa; los dos tercios restantes siguen formando un solo cuerpo, porque el agua se heló y logró bloquear la pérdida. Ahora, hay un fragmento que contiene la mayor parte del agua líquida del núcleo… la diferencia es que esa burbuja de agua líquida está ahora más cerca de la superficie.

Okedo frunció el ceño.

– Lenov, ¿los delfines están preparados para usar sus trajes?

– ¿Eh? Perdón, comandante. Sí, en perfectas condiciones.

Se levantó, y los demás también lo hicieron.

– Bien, por hoy creo que es suficiente. Doy por terminada la reunión. -Hizo una breve inclinación-. Doctora Sánchez…

– ¿Sí?

– Quiero hablar con usted, ¿puede venir a mi camarote?

El camarote de Okedo estaba decorado con varias artísticas caligrafías y algunas fotos astronómicas: Saturno, la Galaxia de Andrómeda, la Nebulosa de Orion. El conjunto era curiosamente armónico.

– ¿Ha oído hablar de aquel samurai que exigió ¡denme posada!, y tiró su sable a la tormenta? -dijo Okedo.

Susana recitó:

yadokaseto

katana nagedasu

fubukikana

– Veo que ha leído a Buson.

– Sí, aunque era inferior a Bashó en profundidad humana, lo superaba en finura y sensibilidad. Además, ese haiku está enmarcado a su espalda. Magnífica caligrafía.

– Domo arigato. Era de mi bisabuelo. -Se giró en su silla para admirarla-. Creo que ha llegado su turno, Susana; voy a mandar a uno de los delfines al interior del cometa…

– Estoy preparada -dijo la etóloga rápidamente.

– ¿Qué tal se maneja con los trajes?

– No son complicados.

– Hoy han podido morir siete personas que estaban a mi cargo, pero no tengo otra opción que arrojar nuevamente mi sable a la tormenta… A no ser que… ¿cree usted que un delfín podría ir solo?

– No. Ellos aún no entienden completamente todo esto. Podría asustarse, reaccionar de una forma imprevisible.

– Ya sé que usted tiene una gran experiencia como buceadora; pero ahí dentro tendrá que enfrentarse a un entorno distinto al que conoce. Usted también podría reaccionar de una forma imprevisible.

– He estado nadando en el tanque durante todo el viaje, y he adquirido habilidad con el traje espacial.

Okedo suspiró.

– Tenga cuidado, mucho cuidado. Ya he estado a punto de perder a un civil.

Susana sintió el impulso de exclamar: ¡Los delfines son civiles también! Pero sabía que el argumento carecía de fuerza para todos excepto ella misma.

Benazir no podía refrenar la risa. Había lágrimas en sus ojos. Iván Lenov estaba sentado frente a ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola con aire divertido.

– Cuando se me ocurrió, me pareció una buena idea.

Estaban en el camarote de Benazir, que se había recuperado perfectamente de la tensión que había vivido horas antes.

– Pero… -dijo ella secándose las lágrimas con el dorso de la mano- ¿qué intentabas hacer exactamente?

– No lo sé. En ocasiones mis músculos toman la iniciativa frente a mi cerebro.

Benazir volvió a reír.

– Okedo no está precisamente feliz por tu actuación.

– Sé que fue un desatino, pero…

– ¿sí?

– Vi como ese cometa estallaba en mil pedazos ante mis ojos, y… pensé que podría hacer algo. No podía quedarme con los brazos cruzados ante la pantalla. Pensando que tú estabas fuera… -Benazir le miró con ternura, y apoyó una mano en la mejilla del ruso.

– Vania -sonrió-, eres de lo que no hay.

– Tú sí que eres de lo que no hay.

– ¿Lo dices en serio?

– Completamente en serio.

– Dime -Benazir ladeó la cabeza-, ¿qué piensas de mí?

– Al principio me intimidabas.

– Te… ¿intimidaba?

– Sí, me intimidabas. Me decía: «Vania, esta mujer está a años luz de ti. Ten mucho cuidado, no vayas a decir una burrada» -el ruso echó sus cabellos hacia atrás con la mano-. Lo cierto es que nadie me explicó cómo tratar a una mujer que es más inteligente que yo.

– ¿Te preocupaba eso?

– Todas las mujeres hermosas que he conocido acostumbraban a mirarme por encima del hombro. Todas las inteligentes igual… Me preguntaba qué resultaría de una combinación de belleza e inteligencia a partes iguales…

– Entiendo lo que quieres decir.

– ¿Lo entiendes?

– Sí. No es fácil mantener una personalidad sana cuando eres atractiva para los hombres.

– Explícame eso.

– He tratado fatal a algunos de mis amantes, y luego se han arrastrado para volver junto a mí. Es difícil de entender. Modelamos nuestra personalidad gracias al contacto con los demás; pero ¿cómo puede interpretar esa falta de respuestas negativas una adolescente hermosa?

»En ese aspecto, en el Sur las cosas eran más sencillas: hermosas o no, las mujeres nunca significan nada.

– Me alegro que decidieras huir al Norte.

– ¿Sigo… intimidándote?

– No. Quiero decir…-Lenov se frotó la barbilla-. Ya no me preocupa eso; ya no trato de impresionarte, porque ahora sabes como soy; ya no puedo ocultártelo; en fin, que ya no tiene remedio. En el fondo es un descanso.

Benazir acercó su rostro al de Lenov.

– Me gusta como eres -dijo, y le besó.

Susana había completado el proceso de introducirse dentro de su traje espacial, pero aún faltaba media hora para la salida. Sin saber qué otra cosa hacer, se sentó en un banco del vestuario.

– ¿Le importa si me siento un rato junto a usted?

Era el padre Álvaro. Susana dejó pasar un largo paréntesis antes de contestar.

– Siéntese -dijo al fin, con indiferencia.

No había cruzado una palabra con el sacerdote en todo el viaje.

Sabía que se encargaba de ayudar a Benazir en su trabajo, por lo que debía tener conocimientos de Astronomía.

– Se ha preparado demasiado pronto.

– Eso parece -la cabeza de Susana parecía diminuta, surgiendo del anillo metálico que sujetaría el casco.

– ¿Está asustada?

– ¿Que si estoy asustada? Estoy acobardada, no hago esto todos los días, ¿sabe?

– Disculpe, tan sólo quería… -El sacerdote decidió empezar de nuevo-. Su ficha dice que usted es católica.

– ¿Eso dice? -la etóloga parecía francamente asombrada.

– No tengo mucho trabajo aquí como sacerdote, ¿sabe? -Sonrió con tristeza-. Usted, George Martínez, y Walter Fernández son los únicos católicos romanos a bordo. Claro que, por otro lado, como astrónomo estoy fascinado. Doy gracias a Dios por haberme permitido vivir esta experiencia.

Susana se encogió de hombros.

– No debe tener miedo -siguió diciendo el sacerdote-. Dios estará con usted ahí abajo, protegiéndola, cuidando de usted.

– Dice que es astrónomo…

– En realidad soy meteorólogo -sonrió-, pero mi pasión es la astronomía.

– Corríjame si me equivoco, hay cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia…

– Aproximadamente… -el cura la miró con aire desconcertado-, sí.

– Y se conocen, al menos, cien mil millones de galaxias en el Universo. Cada una de las cuales, quizá, conteniendo tantas estrellas como la nuestra…

– Sí.

– Y además están los quasars, los agujeros negros, los pulsars… ¿me equivoco?, usted es el experto.

– No se equivoca.

– Y usted piensa que… la entidad que creó todo eso, que lo controla día a día, tiene tiempo para preocuparse por el destino de esta mínima partícula de vida, perdida en el más remoto rincón del Universo…

El sacerdote volvió a sonreír.

– Le contaré una historia. Durante el Exterminio estuve a punto de morir; perdido en mitad de un desierto, enfermo de radiación. No había ninguna esperanza de que pudieran localizarme. En realidad, era muy improbable que alguien lo intentara, con todo lo que estaba pasando…

– Pero le encontraron. -Susana miró el reloj con impaciencia.

– Sí; comprendí que Dios quería mantenerme con vida, porque me había reservado un papel en todo esto. Yo era tan sólo un monje menor, un hermano, pero me ordené sacerdote, y cuando llegaron los hombres del Proyecto Arca me uní a ellos… Usted, aunque ahora su mente esté llena de dudas, también ha recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Un camino trazado por el Señor. Él cuidará de usted ahí abajo, como cuidó de mí cuando estaba solo y perdido. Estoy seguro de ello…

La mirada del hombre era cálida y sincera.

– Es casi la hora -dijo Susana poniéndose en pie-. Gracias por sus palabras, no me han servido de gran cosa, claro, pero aprecio su esfuerzo.

Tik-Tik había trabajado durante un año en el Ártico y contaba con más experiencia que Semi en nadar bajo los hielos. Aunque Lenov no estaba muy seguro de que el caso fuera comparable al actual. Como en todo, nadie podía presumir de experto.

Se había ofrecido para acompañar a Susana, sin éxito. Okedo fue tajante; arriesgar a los dos era inaceptable. Tuvo que conformarse con un modesto papel de auxiliar.