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– Muy bien -dijo-. Alejaos de ahí, Benazir.

Okedo se volvió hacia el intercomunicador, y ordenó al delfín que situara la Hoshikaze en la perpendicular de aquel punto. En momentos así, no le gustaba recordar que no tenía ningún control directo sobre la nave. Pero, después de todo, no era distinto a depender de un ordenador.

Lenov se acercó a Okedo y dijo por su micrófono.

– Benazir, alejaos de ahí, rápido.

Okedo le miró un tanto rígido. Tampoco acababa de gustarle que toda aquella gente deambulara por su puente. Todo aquello era tan poco militar…

– No te preocupes, Vania, ya me han oído. Y además, no empezaremos a disparar hasta que la sargento me confirme que están en un lugar seguro.

– ¿No podríamos subirla a bordo antes de disparar el máser?

Okedo bufó.

– Eso sería lo mejor, desde luego. Pero necesitamos alguien ahí abajo que controle el progreso de la perforación. Debemos andar con cuidado, si nos excedemos podemos atravesar el cometa. No tenemos experiencia con un tipo de trabajo así, por una razón muy sencilla.

– Nadie lo ha hecho antes.

– Sí. Claro que… Benazir ya no es necesaria ahí abajo -llamó-. Benazir.

– ¿Sí, comandante?

– ¿Quieres subir a bordo?

– ¿Es una broma, comandante?

– No es una broma, es una tontería que os arriesguéis las dos.

– Yo he diseñado esta misión, comandante. Haga subir a Ono, si así se siente más tranquilo.

– ¡Ni hablar! -dijo la aludida. Rápidamete rectificó-. Eh… lo siento, comandante. A sus órdenes.

– Bien, Ono, puedes seguir ahí abajo si lo deseas.

Definitivamente, todos aquellos civiles, no estaban resultando una buena influencia para sus hombres.

Tik-Tik empezó a mover la nave hacia el punto indicado. Para él no era muy distinto de nadar. Aquella máquina le proporcionaba un entorno perfectamente ajustado a sus instintos.

Ahora se sentía como si nadara por aguas turbias; el cometa era como un gran risco bajo el mar. Lo bordeaba con facilidad, sin sentir ninguna corriente que lo empujara hacia él.

La Hoshikaze estaba a varios cientos de metros sobre la zona marcada de verde chillón. Kenji desconectó la alineación automática del máser, que lo mantenía permanentemente orientado hacia Marte, e inclinó el reflector hacia el suelo con los mandos manuales. O lo intentó, ya que el montaje no podía inclinarse en ángulos tan extremos.

– Por favor, comandante, setenta grados de cabeceo sobre el meridiano treinta.

– Bien. -Okedo dio las órdenes oportunas al ordenador, que las traduciría y transmitiría al delfín.

– Correcto -anunció Kenji al cabo de unos minutos-. Tenemos la zona en el monitor.

– Ono, ¿estáis en lugar seguro?

– Sí, comandante.

Okedo se volvió hacia Kenji alzando en pulgar.

– Muy bien, dispara.

El ingeniero inspiró y giró un interruptor. Nada visible surgió del espejo, claro está. Pero, bajo ellos, empezó a burbujear una región elíptica de la superficie.

– Benazir, Ono, ¿todo bien?

– Sí, comandante.

– Recordad, no os acerquéis a la zona marcada.

– Descuide, comandante, no lo haremos.

Esperaba que fuera así. Okedo recordaba cómo queda la carne al microondas.

Kenji estaba mucho más tranquilo. Mantuvo un dedo sobre el interruptor principal, listo para apagarlo al menor problema.

Shimizu seguía con aburrimiento los progresos de la sonda. Bostezó. Miró el reloj. Volvió a bostezar. Quien invente una manera práctica de comer un sándwich con traje espacial se hará rico. Mierda, si pudiera almorzar… Pero no se podían ingerir más que alimentos líquidos o en papilla. Le hacían sentirse como un bebé comiendo potitos.

La pantalla no mostraba nada especial, salvo las paredes de hielo. Harris estaba al control y Johnston vigilaba los monitores. Pero también ellos sentían cierto muermo. La sonda seguía su ruta programada, arriba, abajo, desplazamiento a lo largo, arriba, abajo, desplazamiento…

En cuanto a los monitores, se estaba grabando todo. Así que, si no surgía algo inesperado, no habría más que recoger la sonda cuando regresase, como un perrito fiel. Shikibu había entablado una batalla de bolas de nieve con Jenny; incluso eso parecía aburrirlas.

Volvió a mirar a la grieta. Nada más que muros blancos de hielo. Hielo, hielo, más hielo.

Le recordaba una grieta que vio en la lengua de un glaciar, practicando alpinismo. Un compañero suyo estuvo a punto de matarse al resbalar y caer en ella. Quizá fuera ésa la fuente de su aprensión.

Benazir y Ono observaban la operación a prudente distancia. Un nuevo penacho se elevó sobre ellas, desde el punto alcanzado por el máser. Era mucho más espectacular que un penacho natural, un monstruoso geiser del diámetro de un campo de fútbol. El máser estaba sublimando toneladas de agua por segundo.

– ¡Increíble! -exclamó Ono echando la cabeza hacia atrás.

– Atención, Benazir.

– ¿Sí, comandante?

– Hemos cortado el rayo. Cuando se extinga el penacho, quiero que Ono se aproxime a la zona afectada para comprobar los resultados.

– Muy bien.

– Despacio, ¿eh?

Las dos mujeres guardaron unos minutos, mientras el penacho amenguaba. Poco a poco, la tormenta ascendente de nieve, vapor y hielo empezó a ceder. Ono se puso en marcha.

Con lentitud se aproximó al borde del amplio cráter que el máser había abierto en la corteza del cometa. Aquello era impresionante. Se acercó y lo rebasó, con toda su atención puesta en retroceder a la menor señal de peligro.

No pasó nada. Sobrevoló el cráter; algunos copos aislados ascendían alrededor de ella, no era peor que una nevada de la Tierra.

– ¿Cómo va la cosa, Ono? -preguntó Okedo por la radio.

– Todo normal. El hielo se va evaporando muy despacio. ¿Reciben la señal de vídeo?

– Sí, pero descríbelo con palabras.

– Bien. El cráter es un gran hemisferio, de paredes perfectamente lisas y blancas. Se hunde unos treinta metros en el interior del hielo… Bueno, no del todo hemisférico. Es un poco más profundo que ancho.

Benazir intervino.

– Comandante, creo que debería aumentar la potencia del máser. A este paso tardaremos mucho.

– Permiso denegado. No nos precipitemos.

– Comprendido -dijo Benazir, resignada.

– Paciencia, doctora. Os relevaremos en una hora. Avísame cuando vuelvas a bordo.

Benazir vio a Ono acercarse despacio hacia ella.

– Comandante, puede continuar cuando guste -dijo cuando estaba a unos pocos metros.

– De acuerdo. Atención, lo activamos… ya.

El penacho resurgió escasos minutos después.

– Alfil negro come peón y jaque. Mate en tres jugadas. Si rey blanco a tres alfil, entonces reina negra come caballo y mate. Si rey blanco a tres caballo, entonces…

El ordenador del traje de Shimizu describió minuciosamente la masacre. Su propietario dijo:

– OK, OK. Entrego el rey. -La verdad era que apenas prestaba atención al tablero, que brillaba en la pantalla de su antebrazo.

– ¿Desea jugar otra partida? Diga sí o no.

– No.

– Gracias por un juego tan interesante.

– De nada, capullo.

Bostezó. Alístate en la Kobayashi, vivirás mil aventuras en mundos exóticos. Ja. Quien dijo que el ejército es un noventa y cinco por ciento de aburrimiento absoluto y un cinco por ciento de terror absoluto, fue un sabio.

Preguntó a Johnston:

– ¿Está ya de regreso esa puta sonda de los cojones?

– No, mi teniente.

– Bueno. No dejes de avisarme.

– No, mi teniente.

– Voy a dar una vuelta.

– Sí, mi teniente.

Shimizu se deslizó con sus chorros sobre la grieta. Miró abajo por enésima vez. ¿Qué era lo que estaba mal? No había nada. Sólo hielo… hielo blanco…

El traje avisó:

– Ritmo cardíaco en aumento. Noventa pulsaciones. Cien puls…

– ¡Johnston!

– ¿Teniente?

– Al cuerno la sonda.

– Pero, mi teniente…

– Es una orden. Ya la recuperaremos por control remoto desde la nave. Si podemos.

– Sí, mi teniente.

– Atención todos, llamada general. Reúnanse de inmediato en el esqueleto.