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A diferencia de la nave que los llevó a Marte, la cabina de pilotaje para los delfines podía inundarse de agua, cuando estaban bajo aceleración. Ahora, en la ingravidez, estaba vacía.

Para Semi seguía siendo una novedad nadar en el aire. Sólo podía moverse agarrando con la boca una serie de cables elásticos tendidos a lo ancho, o mediante repetidos coletazos. Pese a todo no le desagradaba; la atmósfera era cálida y saturada de humedad.

Susana flotaba a su lado, sudando por todos los poros de su piel. No llevaba sobre el cuerpo más que un intercom de pulsera y su silbato. Aquello era una sauna tibia.

Para los delfines, la nave era una enorme caracola.

Su lenguaje no tenía lugar para la metáfora; en caso contrario, se habrían comparado a sí mismos con cangrejos ermitaños, en una concha varios números demasiado grande.

La diferencia era que aquella caracola tenía inteligencia; pero no mucha más que los pólipos que se fijan a tales conchas, protegiendo y camuflando al cangrejo, a cambio de aprovechar las migajas de su comida y gozar de una movilidad de la que carecían sus parientes, fijos a la roca.

De modo que Tik-Tik y Semi vivían, trabajaban y holgaban en una feliz simbiosis con la nave.

Eran quienes disponían de más espacio libre para moverse. Cierto, el agua no sabía igual. Al principio del viaje sintieron leves achaques, que se agravaron con el tiempo. Nadie se había molestado en explicarles que procedía de los casquetes polares marcianos, y que se le había añadido una mezcla de sales en proporciones iguales a las del agua marina.

Aunque no era del todo igual. Susana descubrió que le faltaban minúsculas cantidades de ciertos minerales; tan minúsculas que el análisis químico apenas las detectaba, pero imprescindibles para la vida (ni siquiera ella podía traducir «oligoelemento» al delfines).

Remedió el problema añadiéndolos a su comida.

Susana recibió la convocatoria de Okedo a través del intercom. Empezaba a hartarse de esas reuniones. La verdad, ella pintaba poco.

– Me marcho -silbó.

– Tan pronto, amigamí -contestó el delfín-. ¿Qué ocurre en úpequeño-raro mundo? ¿Volveremos a nadar con fuego-peso?

– No lo sé. Volveré pronto.

Susana abandonó la cabina, se secó lo mejor que pudo y se vistió. El puente estaba a poca distancia. De nuevo se había reunido la cumbre: el comandante Okedo, el teniente Shimizu, Benazir, el padre Álvaro, y además la primer oficial Yuriko y el ingeniero Kenji.

– … a ninguno de nuestros intentos de comunicación -decía Okedo-, y nuestro ordenador ha estado enviando mensajes en todas las longitudes de onda desde que llegamos. Si hay alguien ahí, es evidente que quiere permanecer oculto. Quizás esto les haga salir.

– ¿Y le parece que eso es prudente? -decía Shimizu.

Okedo hizo un gesto de contrariedad.

– No, no lo es -admitió-. Pero no podemos hacer otra cosa. Hemos viajado hasta aquí para obtener respuestas; hasta ahora hemos averiguado muy poco.

Susana tomó asiento.

Se pasó la lengua por los labios; necesitaba urgentemente una Iso-Cola para reponer las sales perdidas. Aunque fuese agua con sal.

– Pero el peligro… -decía Yuriko.

– Es muy grande, cierto, pero somos prescindibles. -Shimizu asintió con gravedad.

– Creo que esto es una locura. -Susana había captado el tema de discusión-. Si este cometa es lo que supone Benazir, lo que vamos a hacer no va a gustarles nada a sus dueños.

Okedo y Shimizu le miraron con desagrado, como molestos por su intrusión. Pero estaban obligados a escucharla. O formaba parte del equipo directivo, o no tenía derecho a estar allí.

– Susana -dijo Benazir, conciliadora-, si el Arat es lo que yo creo, podría ser semejante a una sonda robot. Lo más probable es que, a quienes lo enviaron, no les importe ya lo que pase con él. Ya ha cumplido su misión. En cambio, podemos aprender mucho sobre ellos.

– Ya. Comprendo. -Susana se volvió hacia la pantalla.

Tal como lo presentaban, no debía haber riesgos, excepto el puramente físico de volatilizar unas cuantas megatoneladas de hielo. El argumento de Benazir parecía muy racional.

Deseó que realmente lo fuera.

– De acuerdo, vosotros -dijo el teniente, consultando una lista-. Va a bajar un segundo grupo. Iremos yo, la doctora Rajman y Jenny, como antes. Y Katsui, Harris y Johnston.

– ¿Y los demás? -preguntó Jeremy Williams, un rubio corpulento y de cuadrada mandíbula.

– Tranquilo, Jerry, ya te tocará -dijo alguien.

– Sí, en el viaje siguiente -dijo la sargento Ono Katsui. Era un buen plan, bajaban tres con experiencia y tres novatos.

– Esta vez llevaremos un esqueleto -dijo Shimizu-. Enviaremos una sonda robot a la grieta, y veremos qué guarda este sitio en las tripas ¿Está todo claro?

– ¿Quién pilotará el esqueleto, teniente?

– Shikibu. -La aludida alzó una mano. Era la que más contacto tenía con los combatientes, y Kenji había pasado a segundo plano.

– ¿Alguna pregunta más? Bien, a los trajes y luego al hangar.

Lo que llamaban el esqueleto era oficialmente un VOT (Vehículo Orbital de Transferencia.) Era un extravagante artilugio que llevaba un nombre bien puesto; apenas un armazón vagamente alargado impulsado por cohetes. Como en un autobús atestado, los pasajeros iban de pie, sujetos por cables de seguridad al armazón.

Era sencillo y fácil de manejar, y se utilizaba para llevar personas o carga entre dos naves en órbita.

Los seis se acomodaron, mientras Shikibu se ataba ante el puesto de piloto. Pulsó un interruptor y se encendieron las luces del tablero.

– Listo, Yuriko -dijo a la radio-. Abre el portalón.

El esqueleto se alzó bamboleándose y se dirigió hacia la gran compuerta. Hubo una leve sacudida mientras cruzaban el misterioso campo que retenía el aire.

Pese a haberlo visto muchas veces en las pantallas, Shikibu sintió su ánimo sobrecogido ante el cometa. El firmamento presentaba un aspecto fantástico y cambiante, los gases y polvo de la coma reluciendo en azul, amarillo y carmesí.

La navecilla se aproximó gradualmente al núcleo rojo negruzco.

Los dos grupos se dividieron.

– Ono -dijo Shimizu-, ve tú con la doctora.

– A la orden.

– Los demás, vamos a la grieta. Shikibu nos llevará.

El esqueleto se elevó y alejó, mientras Ono y Benazir se posaban en la superficie helada del cometa. Benazir estaba absorta con los mapas de densidad que le mostraba un pequeño monitor en el interior de su casco. Ono miraba a un lado y a otro, intrigada por la novedad. Ambas mujeres avanzaron sobre el hielo, apenas rozándolo, impulsadas por sus mochilas.

Recorrieron unos cientos de metros. Benazir se detuvo a cinco metros sobre el hielo.

– Es aquí -dijo-. Éste es el punto donde la corteza es más delgada.

– ¿Estás segura? -preguntó Ono.

– Por supuesto.

– OK. Voy a marcar el lugar.

No era tan fácil como parecía. En la Tierra hubiera bastado con una bengala. En el océano, con un colorante. Allí había que operar de otra forma.

Primero, las dos se elevaron un centenar de metros. Ono tomó un cilindro alargado, acabado en punta. Del otro extremo salía un fino cable. Lo alineó visualmente con el punto señalado y dejó el cilindro flotando, con el morro puntiagudo apuntando hacia el punto señalado por Benazir. Con esa gravedad, tardaría mucho en caer.

– Alejémonos unos metros, Benazir.

Retrocedieron mientras Ono desenrollaba el cable. Este acababa en una cajita cuadrada con un botón. Lo apretó.

Una brillante llamarada surgió de la cola del cilindro, que salió disparado hacia el Arat. El cable se soltó de las manos de Ono. Esperaba que el cohete no se desviase. Y que el cronometraje fuera exacto.

Cuando el cohete estuvo a unos cincuenta metros, estalló, esparciendo una gran nube verde fluorescente. Las gotitas de colorante impactaron contra la superficie helada, tiñéndola de un llamativo verde fluorescente.

Benazir habló por la radio:

– Ya está, comandante.

El grupo del teniente se deslizaba sobre el Arat en el esqueleto, pilotado por Shikibu. La joven estaba fascinada. Aquello de poseer el grado más bajo de la tripulación tenía sus ventajas, la mandaban a los sitios más emocionantes.

– Ahora posaré mis pies en un mundo nuevo. ¡Cuando lo cuente en casa…!

El cabo Michael Harris, un rubio delgado que le había dedicado varias miradas apreciativas, le dijo:

– Procura aterrizar sobre ellos, guapa. Con esta gravedad, es fácil posar primero la nariz.

Ed Johnston y Jenny Brown se echaron a reír.

– Un pequeño paso para la Humanidad, pero un gran paso para Shikibu -dijo la última.

El teniente Shimizu se fijaba en un mapa fotográfico.

– La grieta debe aparecer ante nosotros dentro de poco. Afinad la vista, muchachos.

– ¡Allí! -Señaló Mike Harris-. Vira un poco hacia la derecha.

– Hacia estribor, querrás decir -rectificó Shikibu. -Vale, hacia estribor. Es que nunca me acuerdo de cuáles son babor y estribor.

El esqueleto se inclinó un poco. Allí aparecía: un profundo tajo en la costra del pequeño mundo. Resplandecía con un color blanco.

El esqueleto se acercó poco a poco hasta detenerse con suavidad, bajo la experta mano de Shikibu.

– Fin de trayecto -anunció-. Podéis bajar a estirar las piernas.

Los cinco se apearon, flotando sobre la superficie. Se aproximaron a la grieta.

Era una suerte que cayeran tan lentamente. Era muy profunda, de cincuenta o sesenta metros de ancho y, como ya sabían, varios kilómetros de largo. El fondo no se podía distinguir; la luz del Sol no llegaba.

– El Gran Cañón del Arat -dijo Shimizu-. Esto merecería música de Dvorak. Venga, vamos a descargar la sonda. -Teniente… -Dime, Shikibu.

– ¿Puedo bajar al fondo? No podemos caernos. -Nada de eso. -Pero…

– No discuta, oficial. Ahora estamos en tierra y mando yo. -En Tierra, exactamente… -Bueno, ya sabes lo que quiero decir. -Ooooohhhhh.

Shimizu examinó la grieta. Quizá se estaba pasando de precavido.

Pero había algo que no le gustaba en aquel lugar. Algo que no sabía decir qué era.

Se encogió de hombros. Para eso estaba la sonda.

En el puente, el comandante asintió pensativo.