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– ¿Por favor, Vania, puedes echarme una mano con el traje? -dijo Benazir, complacida por la mirada de atolondramiento que le dedicó el ruso.

Apoyándose en el firme brazo de Lenov, Benazir se introdujo en la parte inferior de su traje con un movimiento felino.

Todos se habían reunido en la sala de juegos, el local más amplio de la Hoshikaze. Shimizu designó a los que iban a bajar con Benazir y él: el sargento Fernández, la cabo Oji Toragawa, Joe Michaelson, Jenny Brown, Masuto Tadeo, Diana Sanders y Shimada Osato. Mientras se metían en sus trajes de vacío, los demás desembalaron y alinearon, sobre una amplia mesa, una asombrosa cantidad de armas blancas y de fuego.

Susana no podía creer lo que veía. Parecía una película oriental de ciberninjas: espadas, katanas, pistolas, bayonetas, cuchillos, revólveres, subfusiles, rifles automáticos, escopetas recortadas, incluso un par de cilindros que reconoció como rifles láser. Una a una las fueron repasando con meticulosa precisión, limpiándolas de grasa, haciendo chasquear sus mecanismos, comprobando sus medidores de munición. Las culatas eran plegables, especiales para su manejo con el traje de vacío.

Durante el viaje, los guardias de la Kobayashi le habían recordado a Susana un alegre grupo de deportistas. Pero ahora se dio cuenta de que eran combatientes listos para la acción. Su llaneza de trato se había extinguido.

– Con exactitud, ¿qué esperáis encontrar ahí abajo? -le preguntó a la cabo Oji.

– No lo sé -dijo ella con despreocupación-. Pero, sea lo que sea, estaremos preparados.

– ¿Tú crees? -El tono de Susana era decididamente burlón-. Si se trata de las mismas criaturas que incineraron la Tierra entera con sólo hacer así -chasqueó los dedos-, y queréis pelear con ellas a tiros y sablazos… No lo puedo creer.

Con un chasquido seco, el sargento Fernández ajustó un cargador en el arma que había elegido, un subfusil HK-07.

– Un cuchillo puede ser tan mortal como un rifle láser. O más, depende de quien lo maneje.

Benazir se acercó al grupo, con un gesto de preocupación apenas visible a través de la placa facial. Estaba a punto de suceder lo que había deseado desde hacía tanto: pisar la superficie de un cometa. Pero, como a Susana, todas aquellas armas la ponían nerviosa. Se preguntaba si serían necesarias en realidad.

– ¿Estáis ya todos? -dijo Shimizu a través de su altavoz exterior-. Levantad la mano los que falten. ¿Nadie? Bien, muchachos, en columna de a uno, y seguidme.

El grupo fue hacia la cámara de descompresión. Ahora la cubierta giraba sobre su eje. Pero Okedo había previsto el giro a un cuarto de gravedad, de modo que los hombres cargados pudieran ascender por los radios sin problemas.

A quinientos metros de la superficie, el núcleo del cometa parecía cubierto de sangre coagulada rojo-negruzca. Benazir no pudo evitar esta macabra metáfora mientras caía hacia el diminuto mundo.

El traje espacial llevaba a su espalda una enorme mochila conteniendo el sistema de soporte vital, el equipo de radio y los propulsores de helio. Dos reposabrazos como los de un sillón de barbero llevaban los mandos de los propulsores; dos estribos que sobresalían por debajo servían para apoyar los pies. Se suponía que el astronauta debía desplazarse con las piernas flexionadas, como si fuese sentado.

Las piernas no les serían de mucha ayuda, la gravedad de aquella bola de nieve no sobrepasaba los 0,00001 g. Un ser humano pesaba allí apenas un gramo, una zancada enérgica le haría saltar del cometa. Debían confiar en los chorros, más que en sus músculos, demasiado gulliverianos en aquel planeta pigmeo.

Benazir manipuló el mando de control de actitud y cabeceó hasta dirigir sus pies hacia el cometa. Cuando estuvo cerca de la superficie, disparó los chorros para reducir velocidad y estiró las piernas. ¡Chof!

No fue un cometizaje suave ni digno. Se había hundido hasta las axilas en aquella cosa rojo-negruzca. La cabo Oji se aproximó a ella.

– ¿Te encuentras bien, Benazir? -Sí… uf… Gracias.

Salió apoyándose en las manos. Por suerte, la corteza del cometa no era más sólida que la ceniza de un cigarrillo.

Oteó a su alrededor para orientarse. El grupo flotaba cerca de la superficie, formando una tosca esfera. En la bóveda celeste podía ver la mole de la Hoshikaze, una insólita luna rematada en la gran copa de la tobera de fusión. La nave estaba brillantemente iluminada por el cada vez más cercano Sol, cuya luz se reflejaba en su panza e iluminaba el paisaje. La temperatura sería pronto insoportable.

Otra fuente de luz iluminaba el paisaje, un penacho que brotaba justo debajo del horizonte. El impresionante chorro ascendía hasta salir del cono de sombra del núcleo, reflejando la luz del Sol.

El terreno era muy irregular, formado por aquella materia oscura, hielo pardo rojizo o blanco en algunos puntos. Recordaba poderosamente la lengua de un glaciar; la costra rojo-negruzca recubría el hielo como una morrena.

En algunos lugares, trozos de costra habían protegido al hielo subyacente contra la luz solar, en tanto que el circundante se había vaporizado. El resultado era una especie de mesas en forma de hongo, similares a las que pueden verse en los glaciares o a las chimeneas de hadas que se forman por acción de la lluvia. Había docenas de ellas; Benazir se inclinó para observar debajo de una, admirando la perfección geométrica de los cristales de hielo.

– Deberíamos tomar muestras directamente del penacho -dijo Benazir.

– Walt -preguntó la cabo Oji-, ¿a qué distancia estamos de eso?

– Pues… el horizonte estará a unos sesenta metros. No más allá de cien.

– ¿Tan cerca? Bien, vamos.

Propulsados por sus mochilas recorrieron la superficie, a muy baja velocidad.

Era todo un problema. Como bastaba un leve impulso para escapar de la gravedad del cometa, se veían obligados a inclinarse hacia delante, paralelos al suelo, y efectuar un breve disparo de los chorros para evitar salir disparados y volar más o menos a una distancia constante del terreno.

Conforme Benazir y Oji se acercaban al penacho, el cielo se volvía azul. La astrónoma estaba fascinada; los gases y polvos desprendidos del Arat por el calor solar formaban una turbulenta y efímera atmósfera que, al no ser retenida por la débil gravedad, se elevaba y formaba la coma.

Allá arriba era el turno de las partículas cargadas procedentes del Sol, el campo magnético solar y la débil presión de la luz las que se encargaban, por un proceso muy complejo, de dar forma a las colas. Éstas emitían luz por dos procesos distintos: la cola de gas presentaba una hermosa fluorescencia al ser bombardeada por la luz azul-violeta. La cola de polvo, formada por partículas más grandes, dispersaba el espectro solar, dando un color amarillo.

Benazir se acercó al borde del penacho…

– ¡Ooohhh! ¡Venid a ver esto! -exclamó atónita.

La base del surtidor de gases era una especie de circo de varios cientos de metros, una depresión ancha y poco profunda cuyo fondo estaba formado de hielos blancos. En él se alzaban una especie de mesas como las que ya había observado, como hongos de sombrerillo negro y tallo blanco.

Pero lo más sorprendente era la nieve. A medida que el hielo se calentaba y se convertía en vapor, arrastraba en su ascenso fragmentos sólidos que se iban evaporando en la subida. El resultado era que nevaba… hacia arriba. Copos grandes y pequeños subían majestuosos, desintegrándose en el proceso.

– ¿Qué hacemos, Benazir?

– Tomar una muestra de gases -dijo ella-. Debemos saber qué se cuece en esta caldera.

– Bien. ¿Cómo lo haremos?

– Muy fácil. Esperad aquí.

– ¿Qué?

Benazir accionó su chorro y se lanzó a atravesar la base del surtidor.

– ¿Pero qué…?

– ¡Benazir, mate! ¡Espera! -gritó Oji.

– ¿Nan? -sonó la voz alarmada del comandante Okedo, hablando desde el puente de la Hoshikaze.

– No pasa nada, comandante -dijo Benazir-, voy a recoger unas muestras de gas… el chorro es tan tenue que no se siente nada… excepto que el cielo se vuelve más y más azul. ¡Es maravilloso!

Con una mano, abrió los recipientes sellados al vacío que llevaba al costado.

– ¡Tendríais que probarlo, es estupendo! -exclamó Benazir, riendo como una muchacha. Fernández y Oji la siguieron.

Benazir tenía razón, era maravilloso. Podrían estar volando en ala delta sobre los Alpes.

Un gran trozo de sustancia oscura se elevó mayestáticamente, como una nube sólida de hollín. Benazir lo vio a tiempo, y se desvió con prudencia. De todos modos dudaba que un choque con aquella materia pudiese causarle daños a ella o su traje.

Los tres llegaron sin novedad hasta el otro extremo del circo.

– Benazir, no deberías correr esos riesgos -le recriminó Shimizu-. Estamos aquí para algo. La próxima vez déjales ira ellos en primer lugar. Jenny, no te separes de ella.

– A la orden.

– Lo siento -se disculpó Benazir.

Su tono de voz era tan sincero que Shimizu no pudo menos que soltar una risita.

– Iremos en tres grupos de tres -ordenó-. Joe, Shimada y yo seremos el grupo A. Oji, Masuto y Diana, el B. Benazir, Jenny y Walter serán el C. Desplegaos, manteniendo contacto visual. ¡En marcha!

Dar la vuelta al hemisferio no les llevó más de una hora. Tomaron muestras de cada tipo de superficie: hielos blancos o rojos, costras negras, en lugares escogidos al azar, a fin de garantizar su homogeneidad. En cada equipo había un cámara que filmaba en vídeo.

Benazir, ayudada por Fernández, hizo detonar una pequeña carga explosiva hundida en el hielo. La cabo Oji instaló el radiofaro. Era una precaución esencial; el núcleo era un cuerpo pequeño, su superficie era de dos kilómetros cuadrados, y podían tardar mucho en localizar la nave.

Mientras tanto, la Hoshikaze se acercó hasta casi rozar la superficie. El padre Álvaro y los cuatro tripulantes se hallaban reunidos en el puente, en torno a los vasitos de té, contemplando las imágenes transmitidas desde el Arat.

Benazir les hablaba desde una pantalla. Su rostro apenas se distinguía bajo el casco.

– Tenemos una novedad. El sondeo sísmico indica que hay agua líquida a unos cuatrocientos metros de profundidad -informó.