¡Pero si hasta los Cielos tenían escalafón! Porque, y hablando de dominaciones, ¿no eran ellos el cuarto coro de los ángeles? ¿Por encima, en mando y fuste, de Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles de a pie, dicho en orden descendente hacia la nada? ¿Pero también por debajo, sometidos y fastidiados, de los Tronos, los Querubines y los poderosos Serafines, que eran la élite angelical, los directivos máximos? ¿Y no estaban dichos Serafines, a su vez, bajo el gobierno de Dios Padre? Y Dios mismo, ¿no tendría a nadie a quien temer? ¿No resultaba aterrador que el propio Paraíso se ordenase en una estricta escala de poder, como explicó Seudo-Dionisio el Areopagita con todo lujo de detalles en su libro De la jerarquía celestial? ¿Y no serán los Cielos, por consiguiente, un pudridero de ambición e intrigas, con los Principados conspirando para ascender a Potestades, las Potestades haciéndoles la vida imposible a las Virtudes, las Virtudes difamando a las Dominaciones y así sucesivamente en un infinito encanallamiento por medrar? ¿Celebrarían los ángeles una Convención Anual? ¡Y en realidad la situación era aún peor! Porque también los demonios tenían rangos, y había que ascender por una escala de Súcubos e íncubos, de Belfegores y Leviatanes, para poder aproximarse a Lucifer. Ni en el infierno se libraba uno del azote jerárquico.

Con el señor Zarraluque, sin embargo, era distinto. Al señor Zarraluque le importaba un comino la empresa, y si Rumbo no se hundió en la más mísera ruina fue porque había sido una firma pionera en el campo publicitario español, y durante mucho tiempo apenas si tuvo competencia. Para el señor Zarraluque, que se aburría de ser rico, el trabajar era una abominación sin nombre, una ocupación de baja estofa, una horterada. El señor Zarraluque había salido algo crapuloso y calavera, y se inventó Rumbo con la intención de poder hincar el diente a las modelos. Más que un hombre de negocios era un sátrapa de Persia. Bajo su férula reinaban la arbitrariedad y la desidia; y tan pronto rodaban las cabezas como se subsistía durante meses en una atonía perezosa. La única tarea que se respetaba escrupulosamente era la de bajar todos los días a la una en punto a tomar un interminable aperitivo.

Pero luego, a finales de los sesenta, las cosas empezaron a moverse. Surgió la competencia y el mundo comenzó a cambiar con rapidez. Poco después de que muriera Franco, un chico que era repartidor de telegramas se empeñó en subir en el mismo ascensor que el señor Zarraluque; y cuando éste intentó echarlo airadamente el muchacho le tildó de viejo loco. Fue el acabóse. Algún tiempo después el señor Zarraluque vendió la agencia a la Golden Line y, mientras en el resto del país empezaban a soplar vientos de eficacia y competitividad, ellos entraron directamente en la moderna e implacable lucha empresarial de la mano de sus nuevos dueños norteamericanos, pasando así del más rancio feudalismo al capitalismo más avanzado en un santiamén y saltándose un buen puñado de estados sociales intermedios. A César, particularmente, le hubiera gustado vivir la Ilustración.

Un día Quesada le había dicho: No soy tan hijo de puta como tú te crees. Y lo soltó aparentemente sin venir a cuento, es decir, sin que César le hubiera ofendido, insultado o discutido. No soy tan hijo de puta como tú te crees, rumiaba Quesada alicaída y rencorosamente, con la cabeza hundida entre los pesados hombros como si se la hubieran clavado a martillazos. César conocía bien los rumores que circulaban por la agencia, que él mismo había escuchado, cuchicheantes, en los tiempos de Rumbo. Porque se decía que Quesada había sido el Celestino del señor Zarraluque; que fue así, a fuerza de abrir mujeres para que fueran fácilmente poseídas por el sátrapa, como había ido escalando Rumbo arriba; al margen de su capacidad profesional, que la tenía, pero a la que el señor Zarraluque no debió de prestar gran atención. En realidad Quesada siempre hizo lo que se esperaba de él. Que en esa ocasión consistía en tumbar hembras para que las montara otro, y que luego, en la era de Morton, se reducía poco más o menos a hacer de esbirro. Quesada había empezado en Rumbo de botones, y debía al señor Zarraluque su ascensión a las más altas cimas del organigrama y de la infamia. Y ni siquiera pudo librarse Quesada de su sino de alcahuete cuando al fin llegó a ser director de la agencia, porque César recordaba cómo insistía Quesada en ocasiones para que se contratara a tal o cual chica, o cómo aparecía en alguno de los rodajes para mosconear a una modelo; y todos sabían que ésta era una labor depredadora que Quesada no estaba desempeñando para sí mismo, sino a beneficio de su mentor y jefe, cuyos caprichos se estaban volviendo, con los años, cada vez más extravagantes y exigentes.

No soy tan hijo de puta, le había dicho en aquella ocasión, con los ojillos brillantes de melancolía. Cincuentón ya, malencarado, la piel acorazada hecha un destrozo. Nunca llegaría a nada, o sea, a nada más, y él lo sabía. Era un simple descargador de camiones a las órdenes de una oficialidad de buena cuna. No soy tan hijo de puta como tú te crees, soltó abruptamente sin que mediara provocación alguna, y César, que desde luego consideraba a Quesada un mal bicho, pensó que su subdirector se estaba volviendo paranoico. Como Pepe, como Miguel, como todos los demás, incluido él mismo; porque todos se estaban cociendo vivos en el espeso caldo persecutorio que imponía la empresa. E incluso estuvo a punto de preguntarle a Quesada si también él creía escuchar su nombre por las calles, como le sucedía a César. Tomás Quesada, musitó César a media voz al abandonar su asiento en la iglesia, por ver si su subdirector se sentía mentado. Por fastidiarle, por perseguirle. Tomás Quesada, Tomás Quesada, repitió susurrante como quien bisbisea un conjuro, mientras se ponía a la cola de los pésames y avanzaba paso a paso hacia la mano extendida de la viuda. Quesada se iba ya, enfundado en su costoso traje azul marino de doble botonadura, colosal de apariencia y envergadura pero con la mirada huidiza del ladrón. Tomás Quesada, murmuró César a la viuda, en tono condolido, cuando se inclinó sobre su muñeca helada y gruesa. Y en ese instante comprendió que, cuando vio años atrás a su subdirector bañado en lágrimas, Quesada no estaba llorando el fallecimiento del señor Zarraluque, sino la muerte ya remota de su propia inocencia.