Ahora sí, ahora sí que estaban hablando de él, se sobresaltó César; ahí, dos bancos más adelante: incluso se habían vuelto para mirarle. Eran dos tipos de administración, relativamente nuevos, los conocía de vista. Dos treintañeros ambiciosos, de la nueva generación de tiburones. Cada hornada era más cruel e implacable que la anterior, quizá porque el pastel a repartir se hacía progresivamente más pequeño. Le miraban, se susurraban algo y quizá se sonreían. Puede que supieran lo que él no sabía; por ejemplo, que no le iban a invitar a la Convención Anual. La Convención se celebraría al mes siguiente. Dos días de charla y buena comida en un hotel. Iban todos, todos los que eran alguien en la agencia; y a la clausura aparecía un delegado de la casa central americana. No ser convocado para la Convención era el baldón definitivo, el destierro final. Matías fue excluido de la lista el año pasado.

Unos días antes, precisamente, César había pasado mucho miedo. Estaba en su casa cuando sonó el teléfono, y él, quién sabe por qué, lo descolgó. Era la secretaria de Morton. ¿No has oído mis recados en el contestador?, gruñó la chica; llevo dos días intentando localizarte. Pero César se podía pasar semanas sin escuchar los mensajes y sin descolgar nunca el teléfono. Así es que contestó que tenía el aparato algo averiado. Pues bien, que Morton quería verle. No, ella no tenía la menor idea de por qué. No, ahora Morton había tenido que salir de la agencia, volvería a última hora de la tarde, que César viniera para entonces. Y la chica colgó, dejándole asfixiado de expectación y angustia.

Hacía meses que Morton no le llamaba a su despacho. En las interminables horas que le separaban del encuentro, César se devanó los sesos intentando adivinar los motivos de la cita. Repasó mentalmente su comportamiento en los últimos días, por ver si había hecho algo peor que lo habitual. Bastaba con que se pusiera unos instantes a pensar en ello para que encontrara motivos suficientes como para ser despedido fulminantemente varias veces. Desde el hecho de que llevaba una semana sin aparecer por la Golden Line hasta el último trabajo entregado, un estudio de renovación de imagen para los jabones Torres que, ahora que lo pensaba César, quizá fuera bastante malo. Todo esto sin contar con que hubiese sucedido alguna auténtica catástrofe, como ocurrió aquella vez que un diseñador francés le acusó de plagio; en aquella ocasión los tribunales le declararon inocente, pero siempre cabía la horrible posibilidad de que César hubiera copiado a alguien sin darse cuenta; en la última campaña institucional de la Patata, por ejemplo.

Estos lúgubres pensamientos le amargaron el día y le llenaron de terrores. Cuando entró en el despacho de Morton estaba ya agotado de tanto temer e incluso ansioso del descanso que le produciría el oír al fin la confirmación de la sentencia. Pero Morton estaba de pie mirando a través de la ventana. Hola, César, dijo en voz muy queda. Se le veía pálido y tenía los ojos hundidos en las órbitas, esos ojos azul oscuro que en ocasiones parecían negros. Ésta era una de esas ocasiones. Matías se ha suicidado, dijo Morton. Y contó morosamente el cómo. ¿Conoces a su mujer? César respondió que no. El funeral organizado por la agencia será tal día, explicó Morton, espero verte por allí. Y eso fue todo. César no entendía aún por qué le había hecho acudir a su despacho. Quizá le llamaba para alguna otra cosa y el suicidio de Matías se había cruzado por en medio: a fin de cuentas, habían tardado dos días en localizarlo. Pero puede que simplemente quisiera hacer lo que hizo, hablarle de la lejía y del aceite. Quizá, por algún raro mecanismo del alma, Morton necesitaba a César esa tarde. Pensando en esto, César experimentaba el mismo desfallecimiento interior, la misma languidez que el adolescente enamorado. Que es un fatal burbujeo en las entrañas, como el comienzo de un cólico sentimental.

Así ejercía Morton su tiranía, a través de la seducción; y todos, incluido Quesada, le amaban además de odiarlo. Aunque la seducción quizá fuera un atributo inherente al mando; porque incluso el indeseable señor Zarraluque provocaba cierta conmoción interna cuando palmeaba tu espalda apreciativamente. El Poder poseía esa energía secreta, esa asombrosa alquimia: la capacidad de aparejar amor y sufrimiento. Y así, en todo subalterno parecía existir una pulsión de entrega hacia sus mandos. Como el perro que lame la mano que le azota, o el campesino bolchevique que llora tras haber degollado a su señor. Amado amo.

El que personas adultas se mostraran tan sensibles a la opinión que pudiera tener de ellos un jefe al que posiblemente despreciaban, era un enigma que César no alcanzaba a descifrar. Constituía uno de esos vergonzosos misterios del vivir, como el querer más a la chica que más te maltrata o el gritar como un energúmeno a esa madre abnegada que te sigue como una esclava por la casa. Porque, a poco que se pensara sobre ello, ¿no resultaba indigno el ponerse a temblar como una hoja por el simple hecho de que Morton le llamara? Ahora bien, ¿quién no temblaba ante sus jefes? ¿No temblaba Miguel ante Quesada y Quesada ante Morton? Y en lo que respecta a Morton, ¿temblaría él también ante los Delegados de Los Ángeles? ¿Y los Delegados a su vez ante el Vicedirector de Delegados, y el Vicedirector de Delegados ante el Director, y el Director ante el Supra Subgerente, y el Supra Subgerente ante el Gerente Máximo y Supremo? ¿No era el mundo precisamente eso, una cadena de subordinados temblorosos que a su vez eran jefes de otros subordinados temblequeantes? ¿No consistía el vivir en temer a alguien, en una jerarquizada sucesión de humillaciones? Y el Gerente Máximo y Supremo de Los Ángeles, ¿no temblaría ante nadie? ¿Quizá ante el magnate que poseía la empresa? ¿Y el maldito magnate? ¿Carecerían de verdad los magnates de jefes? ¿Del mismo modo que carecía de ellos el señor Zarraluque, también ultramillonario y poderoso? Y si la sustancia de la vida era el temblor, ¿no resultaban francamente inhumanos todos los potentados, los dueños del mundo, los magnates? ¿Francamente asquerosos? ¿Todos esos tipos que no tenían jefes y que por lo tanto desconocían la medida de su propia indignidad? ¿Como el señor Zarraluque, hijo de ricos, nieto de ricos, bisnieto de ricos, rico desde la más recóndita memoria genética de su sangre? ¿Tan rico desde siempre que jamás se había visto en la tesitura de tener que rendir cuentas a nadie? ¿No era más ajeno el señor Zarraluque al ser humano que un chimpancé peludo? ¿No ignoraban todos estos magnates la experiencia del doblegamiento, que, junto con la de la muerte, formaba el núcleo fundamental de la existencia? Y por último, ¿no resultaba un agravio añadido el que, junto a la mortificación de ser mandado, coexistiera la certeza de que había unos cuantos que se libraban de semejante oprobio?

Podía verlos en los primeros bancos. Erguidos, encorbatados, enfundados en sus elegantes trajes oscuros, ceñudos e imponentes. Pero todos ellos se morían de miedo frente a alguien; cada cual tenía su capataz, su amo, su tirano. Incluso Morton. Lo cual era una reflexión tan corrosiva como el pensar, siendo adolescente, que tu primera novia también iba al retrete. Sólo que la niña subnormal de Matías podía vivir creyendo que era libre; ahora le estaba sacando la lengua al cura.

No lo había entendido. Antes no lo había comprendido, se dijo César. Ahora, en cambio, lo veía todo súbitamente claro, flotando como una revelación paulina en el aire cargado de incienso de la iglesia. Ahí estaba, el diseño básico del mundo, el esqueleto de la cosa. Las reglas primordiales. Ya se lo había dicho Miguel en una ocasión, años atrás. Tú tienes suerte, dijo; tú, César, eres un artista, gustas a los clientes y al público, te has hecho famoso, y por eso en la agencia te respetan y te consienten todo; pero yo, que no tengo tu creatividad, ¿qué voy a hacer? Eso dijo Miguel entonces, cuando todavía eran amigos. Y poco después empezó a acuchillar espaldas para abrirse camino hacia la cima. En aquel momento César no comprendió el sentido de las palabras de Miguel, e incluso llegó a sentirse algo molesto; porque él no pensaba que en la agencia le consintieran todo, y en esos primeros tiempos trabajaba como un burro de carga. Pero ahora estaba claro, era evidente. Lo que quería decir Miguel era que, para triunfar, él necesitaba pagar su ascenso en carne y sangre; y que sólo unos cuantos afortunados podían llegar al éxito sin abonar el habitual peaje de vilezas. Sin vender su alma al diablo. Sin dominar ni ser dominado.

César lo había buscado en el diccionario unos días antes. El significado del verbo dominar. Y ahí, en el María Moliner, aparecía una despampanante lista de voces afines. Dominar era achantar, achicar, acobardar, acogotar o acoquinar, ponía en el libro. Era aguantarse, aherrojar, ahogar, amansar, amedrentar, anonadar, apabullar, apagar, aplastar, apocar, apoderarse, asfixiar, atemorizar, atenazar y avasallar. Y aún más, proseguía el diccionario, alfabetizando meritoriamente el recuento de espantos: también era chafar, cohibirse, constreñirse, contenerse, domar, empequeñecer, hipnotizar, imperar, imponerse, manejar, predominar, preponderar, refrenarse, reprimirse, sofocar, sojuzgar, someter, subyugar, sujetar, tiranizar y violentarse. Y, por añadidura, en fin, y como remate del asunto, podía ser confundir, conquistar, derrotar, gobernar, humillar, intimidar, mandar, oprimir, someter y vencer. Qué razón tiene, reflexionaba César, para quien la lectura de dicha página del diccionario había resultado tan apasionante y vívida como la de un diario autobiográfico. Porque, ¿no había experimentado César de cerca, ya fuera como víctima o testigo, el auténtico escozor de estos vocablos? En su cotidianeidad en la Golden Line , ¿no se había sentido más de una vez achantando, achicado, acobardado, acogotado y demás etcéteras? Y siguiendo con las otras letras del alfabeto, ¿no conocía también César lo que era estar chafado, cohibido, domado, empequeñecido, hipnotizado (¡oh, sí, esa mesmerización que le hacía amar rendidamente a Morton!), reprimido, sofocado, sojuzgado, sometido y violentado? Amén de confundido, derrotado, humillado, oprimido y, sin lugar a dudas, vencido. Vencido en toda regla.

Ahora lo entendía todo, sí. Ahora César había conseguido al fin captar el dibujo de la conjura de las cosas. Esa tela de araña cuyos innumerables hilos se relacionaban todos entre sí, jerárquicamente, geométricamente, unidos por la intangible sustancia del Poder, el fino tejido de la dominación. Y no cabían opciones, sólo se podía ser hilo de telaraña o mosca atrapada y pataleante.