Y sin embargo no eran tan malos. Quesada, por ejemplo. César nunca había tratado a Quesada íntimamente; jamás formó parte de su pequeña corte etílica, jamás acudió, tras salir de la agencia, al pub cercano en donde su grupo de fieles le rendía una pleitesía cotidiana. Desplante que, por otra parte, jamás le perdonó Quesada. Pero, en fin, al margen de que nunca hubieran sido amigos, César conocía bien la trayectoria del Subdirector General de Golden Line. La llevaba escrita en su cara, en sus arrugas, en su piel espesa y cuarteada. Porque Quesada era media tonelada de hombre y su cutis tenía la misma textura y delicadeza que la paletilla de un rinoceronte. Contaban los rumores que, de adolescente, había subsistido descargando camiones en el mercado de Legazpi, mientras hacía el bachillerato por su cuenta; y resultaba casi enternecedor el imaginarlo de muchachon grandón pero aún aniñado, estudiando trabajosamente un libro de texto muy sobado y recorriendo las líneas, para ayudarse en la lectura, con un dedazo índice del tamaño de una berenjena, rota la uña y manchada la yema con el jugo pegajoso de las verduras medio podridas. Quesada era un perfecto ejemplar de self-made-man.

Técnicamente su puesto de Subdirector General era un descenso, puesto que en Rumbo había llegado a ser director máximo. Así fue como César le conoció, cuando él fue fichado como joven prometedor y con ideas. Pero todo el mundo sabía que la agencia era en realidad dirigida por el señor Zarraluque, que era el presidente y propietario; un hombre muy rico perteneciente a la gran burguesía vasca, como Nacho. Ésa era la gran cruz de Quesada: estaba condenado a ser el segundón, el eterno ejecutor de las órdenes de otro. Quesada se amargaba, se resentía, conspiraba. Pero era incapaz de rebelarse abiertamente, como si en el fondo de sí mismo anidase la terrible certidumbre de que había nacido para ser mandado; o incluso para ser maltratado. Porque los veteranos de la Casa recordaban la manera en que el señor Zarraluque humillaba a Quesada; cómo le gritaba y le insultaba delante de todo el mundo; o aquel bochornoso día, por ejemplo, en que le hizo salir del ascensor. Porque el señor Zarraluque era hombre chapado a la antigua, es decir, de costumbres entre faraónicas y feudales, y no permitía que nadie subiera con él en el ascensor, ni aunque fuera su propio director. La vida con el señor Zarraluque, en fin, había sido para Quesada una auténtica tortura, pero no parecía que con Morton la cosa hubiera mejorado sensiblemente. Porque, sí, el oprobio ya no era tan zafio y evidente, y Morton no le perseguía a gritos por la agencia. Pero la ceremonia de las humillaciones persistía, más sutil, más sofisticada, más profunda. Causaba asombro el ver a un hombre tan primorosamente bien educado como Morton destilando un desprecio tan frío y tan venenoso como el que a veces empleaba con Quesada. Y no en medio de la agencia, como el señor Zarraluque, pero sí delante de los otros directivos, de los íntimos; de César, en las épocas en que Morton y él se veían habitualmente; y ahora con toda seguridad delante de Nacho. Eso, el derecho a asistir a las periódicas humillaciones de Quesada, era como una prueba de confianza para los demás ejecutivos. Puede que Morton utilizara dichos actos semipúblicos como demostración de su capacidad de mando y como aviso a los restantes jefes: Mirad lo que soy capaz de hacer con el Subdirector General, podría querer decir, así es que vosotros ya podéis andaros con cuidado. O quizá simplemente se tratase de un espectáculo que Morton Augusto Emperador ofreciera graciosamente a sus generales y prefectos, como quien programa una entretenida merienda de cristianos por los leones. Esto está fatalmente hecho, es una estupidez, eres un verdadero inútil, decía por ejemplo Morton a Quesada, sin levantar la voz, siseante como una víbora. No entiendo cómo se pueden hacer tan mal las cosas, no sirves para nada. Y Quesada enrojecía hasta la raíz del pelo, balbucía excusas inconexas, balanceaba el corpachón sobre sus estremecidas piernas. Ciertamente había algo en él que avivaba los sadismos, que incitaba a la masacre. Quizá fuera el placer de ver temblar a un hombretón de su tamaño; aunque probablemente el mayor atractivo residía en su debilidad, en su abyecta sumisión, en la indignidad con que aguantaba todo. Salía luego Quesada del despacho de Morton, con los ojillos nublados de lágrimas y hundidos más que nunca en la masa de su cara granítica, y empezaba a conspirar y a beber, a beber y a conspirar, cada vez más amargado y más reseco, sin llegar nunca a poner en marcha el plan perfecto para dar un golpe de estado en toda regla, sino limitándose a escaramuzas parciales y desperdigándose en una guerra de guerrillas que, él lo sabía, no llegaría nunca a colocarle en el lugar del califa. No era de extrañar que anduviera un poco loco, porque pasaba del casi máximo poder a la casi máxima miseria en lo que dura un parpadeo.

A Miguel, en cambio, le conocía muy bien. O al menos conoció muy bien al Miguel que existía antes de ahora. César y él se hicieron amigos casi enseguida. De Miguel le gustaba su timidez, su delicadeza, su afectividad. Al segundo whisky Miguel se le colgaba del cuello como una estola y se ponía estupendo: ¿Has visto, César? Desde que Morton se compró un Alfa Romeo todos los directivos se están comprando coches de esa marca, debe de ser un virus. Miguel tenía un fino sentido del humor cuando se animaba lo bastante. Ayudó mucho a César cuando se marchó Clara; y cuando sucedieron las otras desgracias de aquel año nefasto. Venía a casa a visitarle y se sentaba junto a él durante horas, encendiéndole los cigarrillos, preparándole café y bocadillos de queso, entreteniéndole con el relato de su vida en el pueblo. Los chicos de su edad, que eran tan brutos; él, Miguel, siempre así de canijo y poca cosa, el estudioso hijo del tendero; un verdadero fracaso a la hora de subirse a los árboles, de cazar sapos a pedradas, de revolcarse con las chicas en las eras. Pese a lo cual se ennovió con Mari Tere, la hija del farmacéutico, uno de los mejores partidos del pueblo; pero a él le gustaba más la Puri, la de las cabras, la de las rodillas fuertes y la camisa sucia, una chica que olía a leche, a sudor y a carne. Porque Mari Tere sólo olía a incienso y a las pastillas juanola que vendía su padre. Eso decía Miguel, con sus ojos como cuentas azules brillando en lo alto de la estrecha cara. César debió intuir ya entonces, a raíz de todas esas confidencias, la insondable ambición que albergaba tan desmedrado cuerpo. ¡Pero si incluso fue capaz de casarse con la pobre Mari Tere con el único fin de progresar! Y sin embargo Miguel había sido tan amable con César cuando los tiempos malos; le preparaba bocadillos de queso y le obligaba a alimentarse. Quizá su boda con Mari Tere fuera sincera; sí, seguramente se quisieron, antes de la separación, durante mucho tiempo. Habían vivido juntos una docena de años, habían tenido tres hijos. ¿No era eso lo que se entendía por quererse? Clara no había deseado un hijo de él, de César. Y cuando se quedó accidentalmente embarazada había abortado. Sí, al principio Miguel era un tipo encantador. Por entonces se veían mucho con Constantino; al salir de la agencia solían irse los tres a tomar un vermut en la tasca cercana, y ahí reían durante un par de horas, porque Constantino era un hombre castizo y sandunguero y su conversación abundaba en chascarrillos. Era un tipo curioso, Constantino; le gustaba vivir bien, una buena vida muy modesta, de partidas de cartas, tapas con los amigos y siesta por las tardes, y más allá de estos pequeños placeres carecía por completo de ambiciones. Había sido un pionero en el campo de la publicidad en España, pero arrojó la toalla muy temprano; en realidad, César había llegado a la agencia más o menos en sustitución de Constantino, cosa que a éste no pareció importarle. Era mayor que ellos, su salud no era del todo buena; y, sobre todo, prefería tomarse una ración de gambas en un bar. Así es que Constantino dio voluntariamente marcha atrás y se pasó a la reserva sin plantear ningún problema, e incluso ayudó y aconsejó atinadamente a César. Hubo cierta grandeza en ese gesto. Pero años después, César no sabía bien por qué, Constantino llegó a parecerle un fracasado. Fue cuando Miguel le despidió.

Por lo visto primero había que remojarse la boca y la garganta con aceite. Para poder beberse una botella de lejía. Previamente había que hacer unas gárgaras de aceite para que el líquido cáustico no achicharrara la boca y la garganta, porque la quemazón impediría tragar una cantidad suficiente y uno correría el riesgo de no matarse del todo. Con el sencillo y útil truco del aceite, en cambio, la solución corrosiva resbalaba fácilmente por el gaznate abajo y, si uno bebía muy deprisa, se podía trasegar casi un litro de lejía antes de que se encendiera el infierno en las entrañas, antes de que las visceras se quemaran, se pegaran, se fundieran, se perforaran y desaparecieran al fin, disueltas en el fuego químico del líquido. Eso fue exactamente lo que Matías hizo. La verdad, César nunca hubiera creído capaz al pobre tonto de Matías de ejecutar un acto tan bárbaro. Matías borrachín, un Matías de servil lengua de trapo, ese hombre del que todo el mundo se reía. En el coche llevaba una pegatina que decía: Ser español un orgullo, ser madrileño un título. Y en su despacho, hasta que le mudaron al cementerio de elefantes, tenía una banderita del Real Madrid. Con su mástil de madera y todo, y acabado en una punta metálica. ¡Suicidarse Matías! Abominable. El suicidio estaba bien para los personajes de un melodrama, en las películas y en los libros, pero no casaba con los vecinos de vida, con los colegas barrigones y ridículos. Seguramente estaba borracho. Matías debía de estar borracho hasta los huesos, como decían todos, y se bebió la lejía por error.

Lo descubrió la portera por los gritos que daba. Cuando tiraron la puerta abajo llevaba ya más de una hora abrasándose por dentro. Quizá se tratara de un autocastigo, reflexionaba César; a fin de cuentas se mató bebiendo. A él, en cambio, le correspondería una muerte por consunción, por inactividad letal. Sería cosa de meterse en la cama y esperar a pudrirse. César suspiró, aliviado, porque el procedimiento sonaba menos aterrador que la lejía. La niña subnormal se había acabado el caramelo y ahora enarbolaba el palo de la piruleta como quien enarbola una batuta, dirigiendo los movimientos del cura cual si fuera una orquesta y dando de cuando en cuando la entrada al catafalco. Todos, sacerdote incluido, habían hecho como si creyeran que Matías había muerto de infarto.