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En realidad Quesada, Miguel y los demás no eran tan malos. ¡Pero si César incluso los había visto llorar como personas! Lágrimas reales, lagrimones de agua. Quesada lloró el día que murió el señor Zarraluque, el anterior propietario de Rumbo, su primer jefe, su mentor. Llegó a la agencia la infausta noticia de que al señor Zarraluque se le había parado su corazón de piedra, y a la media hora Quesada estaba ya congestionado de alcohol y duelo, con los ojos inyectados en sangre y un estertor de llanto estremeciendo su corpachón enorme. No se recataba Quesada en mostrar su dolor, en hacer ostentación pública del mismo, porque el sufrimiento le redimía, le dignificaba, humanizaba su reputación de fiera, de igual manera que siempre resultó muy oportuno, por ejemplo, el retratar al general Franco acariciando las cabecitas de sus nietos, como prueba irrefutable de que también el dictador era capaz de atesorar los más tiernos y delicados sentimientos. Así es que Quesada permanecía derrumbado sobre su mesa de despacho, moqueando con desconsuelo como un niño grande, o cabría decir como un niño aterradoramente inmenso, balbuciendo incoherencias y agitando sus manazas mojadas de llanto. César acudió a visitarle, palmeó sus espaldas convulsas, le manifestó sus más profundas condolencias y cumplió, en fin, con la función que se esperaba de él, que consistía en levantar acta de la pervivencia de los sentimientos en la más honda hondura de su jefe. Y así se pasaron un largo rato, Quesada llorando del mismo modo que hacía casi todo, esto es, como un energúmeno, y César convertido en un testigo necesario.

Miguel, en cambió lloró contra sí mismo, se traicionó en las lágrimas. Fue al principio de haber sido nombrado subdirector de área, al principio de su primer ascenso fuerte. Ya llevaba tiempo comportándose de una manera extraña, pero la subdirección fue su prueba de fuego. Quesada le encargaba todo el trabajo sucio, los despidos, las amenazas, las mentiras, el apretar las tuercas de los potros, ser capataz de esclavos, mamporrero. Por entonces apenas si se hablaban ya, pero César lo veía enflaquecer, hundirse de hombros y de pecho como si tuviera que acarrear pesos tremendos, perder el lustre de la cara y quedarse gris como una pizarra polvorienta. Un día se escucharon unas voces terribles en la agencia: Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas. Se trataba de Constantino, a quien al fin estaban despidiendo. Claro, era ya bastante mayor; venía de Rumbo, y sin duda había perdido por completo la comba de los tiempos; hacía años que ya no servía para mucho. Fue Miguel el encargado de decírselo, quién sabe con qué argumento, con qué sinceridad o con qué excusa. Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas, chillaba Constantino, descompuesto. Estaba en el despacho de Miguel y sus gritos atravesaban limpiamente las paredes de cristal. Constantino de pie, congestionado, Miguel sin levantarse de su asiento y hablando queda e inaudiblemente hacia su propio estómago. Eso es mentira, sois unos sinvergüenzas, repitió Constantino roncamente mientras salía del despacho, el paso arrollador y la mirada vacía como una res en estampida. Entonces, al quedarse solo, Miguel hundió la vista en los papeles que tenía sobre su mesa, con las orejas como carbones y la punta de la nariz tan amarilla como un cirio. Después giró el sillón y se puso a llorar de cara a la ventana; apretaba los párpados, arrugaba la boca, el ceño y las mejillas se le retorcían como los rasgos de una máscara griega. Y la barbilla se le movía sola, blandamente. César le vio porque sus despachos estaban contiguos. Y Miguel vio que César le había visto. Apretó los puños, gimió como un perro, quería contenerse y no podía. Con Quesada, César había sido un espectador bien apreciado: las lágrimas de Quesada requerían testigos. Pero Miguel lloraba por sí mismo, y César supo que jamás le perdonaría el haberlo visto.

Antes, al principio, Miguel ya había soltado la lágrima delante de él una o dos veces. O, para ser más exactos, encima de él. Por entonces Miguel era un sentimental; y cuando bebía dos copas, cosa que hacía con cierta asiduidad, se colgaba del cuello de César y le soplaba, moqueaba y lloriqueaba lo mucho que le quería, a él y a media Humanidad. Porque el alcohol lo embargaba de un amor ecuménico. Miguel era un tipo menudo y barbilampiño, medio rubiato; sus ojos eran dos pequeños botones azules cosidos demasiado juntos en lo alto de una nariz larguísima. En conjunto tenía algo de muñeco de trapo; de estar flojo de huesos. No era tonto: simplemente era bueno. Entró en Rumbo justamente en la etapa final, cuando empezó la crisis y comenzaron los rumores sobre la posible compra de los americanos; una situación que acongojaba a Miguel profundamente, porque era hombre inseguro y medroso. Mari Tere, su mujer, su novia eterna del pueblo, tenía los mismos miedos, la misma angustia, idéntica falta de enjundia corporal y una cara redonda como una galleta. Luego, claro, Mari Tere adelgazó, y se vistió mejor, y se cortó el pelo de otro modo, y de todas formas Miguel se divorció de ella y hoy había venido a la iglesia con su nueva mujer, una rubia teñida y de apariencia atómica.

Porque, ahora que se fijaba, se daba cuenta de que todas eran rubias. Las mujeres de los directivos, de los jefes. Los primeros bancos eran un maizal. Rubia teñida y atómica la de Miguel, rubia teñida y anémica la de Quesada, rubia natural y atlética la de Morton, fofamente rubia la de Smith, espléndida rubia de oro la de Nacho: o sea, Tessa. En medio de semejante mar de espigas, la ex-mujer de Matías, melena lacia y negra, traje negro, parecía un cuervo en un trigal. Llevaba de la mano a la niña subnormal vestida de un blanco inmaculado, como en los lutos tropicales. La niña sonreía al cura y chupaba con fruición una piruleta. Todo resultaba de lo más conmovedor, decente y apropiado. Había sido una suerte que la mujer de Matías se hubiera separado de él hacía unos meses, porque así existía una causa lógica y concreta para explicar la insensatez de su suicidio. ¡Quería tanto a la niña! Y además, no era hombre capaz de vivir solo; la separación le había deshecho. Cierto era que el pobre Matías andaba mal de antes, que bebía mucho, que estaba acabado. Interesante lucubración ésta, pensó César: ¿Cuál sería la cronología en su desgracia? Es decir: ¿Bebía porque le iba mal en el trabajo, o le iba mal en el trabajo porque bebía? ¿Su mujer le dejó por ser alcohólico? ¿O quizá porque había fracasado? Incluso cabía suponer que rompieran por cualquier otro motivo y que ése fuera el origen de su alcoholismo y su fracaso. Las posibilidades combinatorias de los distintos sufrimientos resultaban francamente atractivas. ¿Y si introdujera la variante de la niña mongólica? Por ejemplo: Matías empezaba a beber por el dolor de tener una hijita subnormal. La bebida arruinaba su carrera en la agencia. El fracaso profesional provocaba la ruptura de su matrimonio. Matías se tomaba una botella de lejía.

Porque se había suicidado así, el muy bestia.

De ese modo se gestaban las grandes desgracias, solapadamente, poco a poco, en la calma de una bella tarde de agosto, por ejemplo; con el sol ya muy bajo, adormilado; con la luna asomándose en un rincón del cielo y los moscardones agujereando el aire quieto; con los campos amarillos y en reposo llenos de sombras largas. Pues bien, incluso en tardes así, en las que parecía poder olerse la felicidad, se estaba organizando la desdicha por abajo, tu desdicha, la apropiada para ti, la diseñada a tu medida, y ahí crecía y latía y esperaba su momento, agazapada como un cáncer en el interior de las horas hermosas.

Un momento, un momento: ¿Había dicho el cura algo acerca de él, de César? ¿Acababa de mencionar su nombre en mitad del memento de difuntos? Pero no, qué absurdo, era imposible. Era una alucinación, una manía, el producto de su desquiciamiento. A veces César se descubría hablando solo. No es que esto le importara o preocupara mucho, pero resultaba algo incómodo cuando se ponía a discursear yendo en el coche y sobre todo parado en un semáforo; en esas ocasiones era habitual que los conductores vecinos o los peatones se le quedaran mirando con una curiosidad desfachatada. Entonces él intentaba disimular fingiendo que cantaba, pero intuía que no engañaba a casi nadie. A César le irritaba sobremanera el estúpido asombro de las gentes, porque estaba convencido de que casi todo el mundo hablaba consigo mismo en voz alta; que era uno de esos vicios secretos, como la masturbación, que todos practican pero ocultan. Tonterías, exclamó César precisamente a media voz, y sus compañeros de banco le lanzaron una ojeada inquieta. Vaya, pensó mientras se removía en el asiento, esta vez me he excedido, estoy demasiado nervioso últimamente. César se encontraba en un lateral de la iglesia y desde su sitio podía ver diagonalmente las primeras filas de la nave principal. Quesada permanecía con los ojos bajos, Miguel estaba bostezando disimuladamente, y a Morton, que era sin duda el más sensible, se le veía cejijunto y pálido. Quizá se sintiera culpable; quizá sospechara que, de no haber degradado a Matías, este costoso funeral no habría llegado a celebrarse nunca. Porque eso sí, la Golden Line se había portado rumbosamente a la hora de contratar las exequias, con decenas de coronas de flores y el fino detalle de unos niños cantores. Se ve que la mala conciencia había aflojado los bolsillos. Aunque en realidad no parecían estar muy torturados. Recordaba ahora César el impacto que el suicidio había producido en la agencia, primero la incredulidad, luego el sobrecogimiento, más tarde la irritación y por último las bromas macabras, y le parecía estar escuchando aún los comentarios más o menos aviesos de los colegas. Que cuando se bebió la lejía estaba como una cuba y seguro que se creyó que era un vaso de ginebra. Que de todas formas padecía una cirrosis galopante y el médico le había vaticinado una muerte muy próxima. Que ya eran ganas de fastidiar y estremecer al prójimo. En el fondo casi todos estaban furiosos con Matías.

Y él, César, también. Oh, sí, lo confesaba, se sentía insultado por el desplante suicida de Matías. Porque el mal bicho se había matado con ese fin, para insultar. Para dejarles a todos un tizne de culpabilidad en la conciencia. Pero por Dios, cómo se había atrevido, cómo había sido capaz de cometer un acto tan extremado y tan absurdo. Las gentes decentes no se mataban. Los compañeros de oficina no se suicidaban. Era una putada, hombre. Y menos mal que ahí se encontraba la ex-mujer, o sea, la viuda, para acarrear con el peso de las acusaciones. Era más bien gruesa, con las cejas muy negras y el semblante muy blanco. Quizá se tratara de una lividez circunstancial, aunque la niña también había heredado esa palidez ultraterrena; la piruleta de fresa que ésta chupaba había manchado su boca y su barbilla con churretes y regueros color sangre. Los niños del coro coreaban, el cura ejecutaba sus pases mágicos y el maldito funeral no se acababa nunca. Pobre Matías.