Clara apareció cerca de las ocho. Afuera acababa de inaugurarse un día azul y cegador, la apoteosis del verano. Ella venía pálida y noctámbula bajo su piel tostada. Se sentó en la cama, junto a César, y comenzó a llorar. Vete, dijo él; te quiero mucho, respondió ella. Vetevetevete, repitió César casi gritando, y Clara se puso en pie, sacó una bolsa del armario, y empezó a llenarla con unas cuantas ropas. Qué precisos son sus movimientos, se decía él, no duda a la hora de escoger esa falda o la otra, tenía decidido con anterioridad qué iba a llevarse; y estos pensamientos le quemaban la cabeza produciéndole un dolor incluso físico. Y sin embargo Clara seguía llorando, mientras se movía de acá para allá iba soltando un reguero de lágrimas por la habitación y en la punta de su nariz bailaba un moco. Desapareció unos instantes en el cuarto de baño, la escuchó sonarse, apareció de nuevo. Afuera el termómetro subía rápidamente. Clara se acercó a la cama con la bolsa en la mano, la nariz colorada y la cara hecha una pena. No te creas que hay otro hombre, no lo hay, no es ése el problema, dijo con voz ronca. Me da lo mismo, mintió César. Clara abrió la boca, empezó a llorar de nuevo, farfulló lo siento y salió veloz y arrasada en hipos por la puerta. Para volver a entrar un segundo más tarde, porque se había olvidado la cartera. Me vas a echar de menos, vaticinó él con el tono de quien maldice a un enemigo. Lo sé, contestó ella. Y desapareció definitivamente. César la escuchó cerrar la puerta de entrada, taconear en el descansillo, llamar al ascensor; la imaginó saliendo del portal, parpadeando bajo el estallido de luz, perdiéndose calle abajo para siempre. César seguía aferrado con ambas manos al libro abierto de la Highsmith; y, en la sobada página que tantas veces había leído en el transcurso de la noche, un hombre asesinaba interminablemente a su mujer. Aquel fue un verano francamente horrible.

César apagó la lámpara de la mesilla, porque por la ventana entraba ya claridad suficiente. La chica se removió a su lado; la luz cayó sobre su mejilla de rica nata, un poco arrebolada por el sueño. Tan bella y tan estúpida. Aunque no; simplemente tan joven. El estúpido era él, por forzar un encuentro imposible. Así, en la descarnada luz diurna, se sentía casi un pervertido. ¡Pero si le llevaba más de veinticinco años, más de un cuarto de siglo! Miraba César a la chica, tan intacta, y se preguntaba cuánto le quedaría por vivir y desvivirse; cuántas madrugadas llegarían los Reyes Magos a ofrecerle el envenenado regalo del conocimiento. Paula seguía sin contestar; ni siquiera se había tomado la molestia de regresar a su casa para mudarse de ropa. O quizá hubiera salido con un repuesto de bragas en el bolso, como solía hacer cuando venía a dormir con él. Porque a César no le complacía mucho el ser invadido en su vida, su casa y sus armarios por los objetos de Paula; así es que, en los cinco años que llevaban más o menos juntos, Paula tan sólo había conquistado el derecho a traerse un cepillo de dientes. Sí, se decía César ahora, quizá la había tratado de un modo demasiado egoísta. Aunque la verdad era que no tenía gran cosa que darle. Los tiempos habían sido muy duros últimamente.

A Clara, en cambio, le había ofrecido lo mejor de sí mismo: su edad adulta, su triunfo, la culminación de ser quien era. Qué pena que Clara no hubiera sido capaz de apreciar un regalo tan costoso: le había llevado toda una vida el llegar a ese punto de sazón. Antes César se sentía orgulloso de su soltería; la soledad le parecía un principio creativo y un producto de su voluntad y de su sentido ético. Ahora, en cambio, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, César empezaba a sentir su soledad como un error, un fracaso, un castigo. Morton, Quesada, Nacho; todos tenían mujer e hijos, un centro vital, una familia, un hogar con lámparas de luz caliente y protectora. Mientras que él, en cambio, era distinto. Qué desoladora le parecía ahora esa distinción antaño tan honrosa. Si Paula le dejaba, no habría nadie en el mundo que se preocupara de verdad por él; nadie a quien volver de regreso de un viaje; nadie capaz de recordar la fecha de su cumpleaños. Eran ya las nueve y diez de la mañana, de modo que César marcó el directo de Paula de la agencia. Sí, contestó al fin ella al otro lado, y el sonido de su voz dejó sin habla a César. ¿Sí?, repitió Paula, y cuando César se identificó ella pareció muy sorprendida: Qué haces tú despierto tan temprano. Era absurdo, pero ahora a César no se le ocurría qué demonios decirle, y daba vueltas a las palabras, y se cambiaba el auricular de oreja a oreja, y preguntaba tonterías, y llegó un momento en que Paula dijo: Qué te pasa. Pero él respondió que no ocurría nada. Al despedirse le dijo que la quería, y por el silencio de ella comprendió que hubiera sido mejor no decir nada. Cuando colgó el auricular sentía náuseas. Apagó la colilla de su último cigarrillo directamente contra el suelo, porque el cenicero estaba lleno a rebosar. Olió la punta de sus dedos; apestaban a nicotina. Náuseas de nuevo. Toda la sangre que le quedaba en su maldito cuerpo parecía haberse acumulado en su sien izquierda, en donde palpitaba con torturantes, eléctricos trallazos. La chica rebulló a su lado, abrió unos ojos achinados por la hinchazón del sueño, sonrió confiadamente, le acarició la cara; hola, tú, hombre, dijo, ¿qué tal has dormido? Por qué te fuiste, Clara.