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Al abrir los ojos observó que la luz se agolpaba al otro lado de las persianas bajadas, empujándolas, se diría que hinchándolas, casi reventándolas con ese sol que se filtraba a presión por las rendijas. De modo que con toda seguridad era muy tarde, el día probablemente estaba en su apoteosis y el Deber aporreaba su ventana con un clamor de luz: Arriba, gandul, inútil, zángano. César cerró los párpados y se dio media vuelta en la deshecha cama. Por las mañanas, su cama era un lugar acogedor, una blanca armadura frente al mundo, el último refugio. Por las noches, en cambio, era una pista de despegue para Dios sabe qué remotos e inhóspitos lugares. Llevaba una eternidad sin dormir como es debido. Para poder cerrar los ojos sobre sus miedos tenía que atiborrarse de píldoras; y aun así transcurrían horas antes de conquistar el sueño. Por eso se levantaba tan tarde por las mañanas; por eso y porque no lograba encontrar una razón suficiente para ponerse en pie. César cogió el reloj que estaba en la mesilla y puso la esfera bajo uno de los densos y polvorientos rayos de sol: Las doce y cuarto. Se tumbó en la cama de nuevo. Se le estaba escapando la mañana. Tenía tantas cosas que hacer que de sólo pensarlo sentía náuseas. Recoger el traje gris de la tintorería, si es que los empleados no se lo habían rifado para entonces, porque llevaba allí quizá medio año; avisar a los albañiles para que arreglaran la gotera de la cocina; llevar el coche al taller antes de que se rompiera definitivamente; llamar a su agente fiscal, archivar papeles y facturas, renovarse el carné de conducir y un sinfín de recados semejantes. Esto sin contar con el correo acumulado desde hacía meses, las llamadas telefónicas que recogía puntualmente su contestador automático y que él ignoraba, los amigos a los que ya no veía porque no encontraba tiempo para telefonearles. Responsabilidades todas ellas en sí terriblemente enojosas, pero que, magnificadas por el inmenso retraso en el cumplimiento que arrastraban, habían terminado por adquirir una dimensión de pesadilla. Y a esto había que añadir el agobio del trabajo, o cabría mejor decir del no trabajo; su necesidad de hacer en la agencia algo que mereciera la pena y su imposibilidad de conseguirlo; y esos lienzos impolutos en los que no era capaz de dibujar una raya. Oh, oh, oh. César se sentía un gusano y la cama era su acogedor capullo. Miró la hora: La una y cinco. El problema era que el paso del tiempo no le convertiría en mariposa.

Cerró los ojos, fatigado de tanto no hacer. Si tuviera un horario; si tuviera alguna obligación concreta; si pudiera creer en la necesidad de sujetarse a una responsabilidad determinada: entonces le sería fácil arrojarse fuera de la cama, en las mañanas, y comenzar sus días con un talante emprendedor y ejecutivo. Pero César había perdido la fe en las pequeñas rutinas; y se le antojaban absurdos los gestos cotidianos que para otras personas formaban el entramado de la vida. Por eso se despertaba siempre tan tarde y, lo que era aún peor, se pasaba después horas y horas intentando cargarse de convicciones para ponerse en pie; para escapar de esas sábanas tibias y un poco sudadas que le abrazaban como abraza una amante celosa: dulce pero asfixiantemente. Un café, un café y un cigarrillo. La una y veinticinco. Quizá mereciera la pena levantarse para tomar un café y fumarse el primer cigarrilo de la mañana. En la penumbra de la habitación reverberaban los ruidos diurnos del vecindario, tan conocidos; el taconeo de la señora de arriba al regreso de la compra; el violento abrir y cerrar de puertas de los niños contiguos, que volvían del colegio hambrientos y peleones como chinches; la radio atronadora del jubilado sordo. Nunca se lo había propuesto seriamente, pero lo cierto es que, ahora, a veces lamentaba no haber tenido hijos. Se imaginó a sí mismo levantándose animosamente a las ocho de la mañana para llevar a sus chicos a la escuela: era una imagen confortable y cálida. Claro que la escena paternofilial conllevaría otras obligaciones menos gratas; la rutinaria convivencia familiar; ver televisión todas las noches; y los sábados, que es cuando vendría la canguro, ir a cenar a un restaurante con otra pareja. A ser posible un compañero de trabajo y en situación ascendente dentro de la empresa. O incluso con Quesada y su mujer; una bonita cena de matrimonios con Quesada. Andando el tiempo, y tras unas cuantas visitas a los restaurantes de moda, César podría invitar a Quesada a su propia casa. El subdirector vendría con una botella de rioja y acariciaría la cabecita rubia de su hijo, el hijo de César; Quesada palmearía las mejillas del niño con su mano de ogro aún engrasada por los cacahuetes del aperitivo, y todo resultaría de lo más decente y apropiado.

El tener hijos, en fin, conllevaría la falta de libertad para moverse; para entrar y salir; para viajar; para ligar; incluso para trabajar, para crear, para pintar cuando se sintiese en la necesidad de hacerlo. Ahora bien: llevaba años sin tirar una línea, sin pergeñar una mísera idea. ¿De qué le servía libertad tan estéril? Bien podía haberse dedicado a cuidar, en el entretanto, una docena y media de rapaces. Pero éste era un razonamiento también absurdo: ¿A qué venía tanto pensar si hubiera sido mejor tener un hijo? Como si la decisión hubiera dependido de él. Ninguna mujer quiso nunca dejarse embarazar con su semilla. Al menos que él supiera. César se arrebujó en las sábanas, sintiéndose pequeño y desgraciado. La dictadura femenina de lo maternal: qué poder tan abusivo y repugnante. Ahí estaban ellas, decidiendo tiránicamente de quién querían parir y a quién condenarían a una esterilidad eterna. Mujeres: dueñas de la sangre, hacedoras de cuerpos, despiadadas reinas de la vida. Nunca podría perdonar a las mujeres su prepotencia de ser madres. Las dos y cuarto. Tenía intención de acercarse por la agencia, pero ya no le daba tiempo a ir antes de la hora del almuerzo. Las dos y veinte: un café y un cigarrillo. Arriba. Se quedó un rato sentado en el borde de la cama, sintiendo el frío del suelo contra los pies descalzos, mirándose los pelos de los huevos: le habían empezado a salir canas. Sobre todo un cigarrillo. La inmensa mayoría de los días se levantaba tan sólo urgido por la necesidad de aspirar esa primera calada, humo caliente que atravesaba su garganta, que invadía sus pulmones, que calmaba la tóxica sed de su cerebro. El primer cigarrillo siempre le mareaba.

Se puso los zapatos y chancleteó en cueros hasta la cocina, guiñando dolorosamente los ojos al entrar en la deslumbrante habitación. La ventana no tenía persianas y el día penetraba en el cuarto de un modo avasallador, rebotando en los platos sucios, en la blancura de la nevera, en la superficie de cristal de la mesa. Abrió el grifo del agua caliente y se llenó una taza; echó dos cucharadas de café instantáneo, removió cuidadosamente con el mango de un cuchillo y se bebió el brebaje. Las secretarias de la oficina de enfrente estaban soltando risitas y haciéndole muecas, como siempre. Como si no hubieran visto nunca un hombre desnudo. Carraspeó, tosió, escupió en la pila. Encendió la radio y prendió al fin su primer cigarrillo de la mañana. O de la tarde. Apagó la radio y se dirigió cansinamente hacia el estudio.

Un día Morton le había dicho: Qué envidia me das, viviendo solo. Era un tópico estúpido, pero Morton no era estúpido y la frase en sus labios no parecía un tópico. Así es que César se sintió halagado. Pero venga, Morton, ¿y Miriam?, bromeó entonces, para disimular su envanecimiento.

Oh, no. Morton movía la mano en el aire, como borrando invisibles malentendidos. No, no, no. No lo digo por eso: por las mujeres. Lo digo por esto: por la libertad y por el tiempo. Y Morton señalaba con la barbilla hacia sus telas; sus cuadros; sus bocetos chinchetados en la pared; su estudio, del que entonces César se sintió tan orgulloso, con el techo de placas de vidrio que dejaban pasar una luz opalina y radiante. Qué tenía Morton, qué maldito ungüento le había ungido, qué hacía que cualquier cosa que él dijera gozase la propiedad instantánea de elevarte al séptimo cielo. O de hundirte en la miseria. Y eso que jamás levantaba la voz. Jamás gritaba Morton, jamás perdía la compostura; estaba demasiado bien educado para ello.

Respiró hondo y abrió de un empujón la puerta del estudio. Sorprendentemente todo seguía igual. La luz algo más lúgubre, manchada por la mucha porquería que se acumulaba sobre el vidrio. Encendió la cadena de alta fidelidad y dio la vuelta a la misma cinta que se encontraba en la platina: era Billie Holiday. Un estudio de techo traslúcido, un exquisito equipo de música, los quejidos de la Holiday; y él pintando furiosamente en medio de tan resplandeciente espacio. Esta era la fantasía de su adolescencia; la dorada ensoñación de su futuro. Pero el futuro había llegado y había estallado entre sus dedos como una burbuja de agua. Llevaba un mes sin entrar en el estudio.

Y aquí, claro, te pasarás las horas muertas, había dicho Morton. Pero ahora más que pasar las horas muertas se dedicaba a matar horas. A estrangularlas. Asfixiarlas lentamente. Se coge a la hora por la parte más delgada de su estructura temporal y se aprieta vigorosamente hasta que entrega, agonizante, su último minuto. Ahí estaban las telas. Bastidores enormes recostados contra la pared, de cuando pensó que sus ideas iban a ser tan grandes que necesitaba pasarse a la pintura métrica. Y bastidores diminutos de cuando decidió que, para salir del atasco, nada mejor que intentar atrapar la realidad en sus pizcas. Pero todos los lienzos permanecían en blanco. Bueno, todos no; estaba también ese cuadro pequeño medio emborronado con lo que era una copia de Jasper Johns, y ese grande manchado con lo que era una copia de su propia obra quince años atrás. Y además había papeles desgarrados, bocetos rotos, espátulas y pinceles sin limpiar; y un olor a cerrado, a aburrimiento y a horas difuntas. Cortó a Billie Holiday en mitad de un virtuosismo laríngeo. En realidad no le gustaba.

Las cuatro menos veinte. Sería cuestión de ir empezando a pensar en comer algo. Encendió otro cigarrillo y brincó para librarse de las pequeñas brasas que le cayeron sobre el pecho desnudo. Entró en el cuarto de baño y se contempló en el espejo: pálido, esquelético. Con esas carnes desmayadas que solían empezar a criar los hombres de su edad; unas carnes en las que podías hundir el dedo fácilmente, como en una pelota poco hinchada. Hundió el dedo en su muslo. Lo sacó. Lo hundió de nuevo. La zona empezó a ponerse roja. Siempre había sido escuchimizado, pensó César, pero ahora se estaba poniendo escuchimizado y blando, qué desgracia. Morton hacía tenis. Y squash. Y pesas, creía César, en los fines de semana; una actividad muy norteamericana, desde luego, aunque Morton fuera inglés. Y aristócrata, pese a su nombre de asesino de película mala. Además, claro, era el jefe máximo de la empresa. Cuando vinieron hace unos años los directivos de la Casa Madre, allá en Los Ángeles, César descubrió súbitamente que incluso Morton poseía un jefe. Hubiera debido sentirse gratificado ante tal constatación, pero en realidad fue una revelación aniquilante: algo así como comprender que Dios no existe. O que nuestro Dios es menos poderoso de lo que soñábamos; porque, a fin de cuentas, es la magnitud de nuestros dioses, de nuestros reyes y de nuestros jefes lo que nos da la medida de lo que somos. A César le costó bastantes meses poder perdonar a Morton que no fuera el Mejor. Luego se le fue olvidando. Porque a la postre todo se olvida. Incluso el éxito; o sobre todo el éxito.