Pensando en todo esto, César apenas si atendía al susurrante monólogo de Pepe. Hoy van a hacer públicos los cambios, los nuevos nombramientos y los ascensos, le había explicado Pepe, para engolfarse después en su retahíla de antiguos agravios. Y César le dejaba hablar mientras contemplaba a sus compañeros al otro lado de las mamparas de cristal, más nerviosos hoy que nunca, claro, más tensos hoy que antes, claro, más inseguros, más inquietos, más ávidos, más amedrentados, claro, claro, claro, claro, ahí estaban todos ellos susurrando entre sí por las esquinas, mirando subrepticiamente por encima de sus hombros, haciendo extraños gestos con los ojos, bizqueando como bizqueaba Pepe, ¡paranoicos! Todos paranoicos, claro, porque el mensaje de la empresa era siempre ambiguo y fomentaba la hostilidad y la paranoia. Al menos una vez al año, la Golden Line anunciaba drásticos cambios en la empresa: ascensos, descensos, promociones, nombramientos y despidos. La noticia recorría vertiginosamente la agencia en un boca a boca extraoficial, y durante algunas semanas el personal se esforzaba más que nunca en hacer méritos. Semejantes conmociones, había leído César en un libro norteamericano sobre dirección de empresas, galvanizaban a los trabajadores, dinamizaban la mecánica laboral y aumentaban la productividad; no había nada peor para una firma, advertía el manual, que el hecho de que los empleados se sintieran seguros en sus puestos. Y Pepe, a todo esto, empeñado en volver a contar a César la flagrante injusticia de su caso. Mientras hablaba, Pepe le sujetaba por las solapas con unos dedos manchados de tinta y nicotina; y César estaba empezando a hartarse de él. No era muy inteligente, Pepe; o no estaba muy cuerdo. La verdad, era un tipo francamente inaguantable; puede que Morton tuviera toda la razón al mantenerle pegando letraset durante años. ¿O quizá Pepe no era antes así y se había ido embruteciendo en el castigo? Pero era tan torpe, tan egoísta, tan maniático. ¿No merecía él, César, un trato más afable? A fin de cuentas, ¿no pertenecía él, César, al olimpo de ejecutivos de la Casa, no era una de las estrellas de la agencia, no había ocupado uno de los más altos cargos directivos? ¿Y no resultaba en verdad admirable que él, César, siguiera tratando a Pepe amablemente, desayunando, tomando el aperitivo e incluso conspirando con él como si Pepe no fuera uno de los notorios apestados de la agencia? ¿No era éste un comportamiento magnánimo y merecedor de gratitudes? Pues bien, Pepe, en su egocentrismo, no parecía darse cuenta de la generosidad de César; y no sólo no le agradecía la deferencia, sino que, por el contrario, alardeaba de un orgullo desdeñoso y displicente. ¡Orgullo en un apestado! Inconcebible. De modo que cuando Pepe empezó a ironizar sobre lo mucho que ganaba César y lo bien que vivía, éste se despidió abruptamente y lo dejó plantado en el pasillo. Sí, seguramente la empresa tenía razón y Pepe no mereciera otro destino.

Conchita, por ejemplo. Oh, oh, al entrar en su despacho César la había sorprendido hojeando subrepticiamente una revista femenina. Pero, claro, cuando le vio llegar cerró el ejemplar y asumió de nuevo su posición de esfinge. Que ha llamado Francisco Ríos. ¿Y quién es ése? El chico del book, explicaba Conchita con la mirada empotrada en el marco de la puerta. Hoy van a hacer públicos los cambios en la Casa, comentó César en voz alta sin saber muy bien por qué. A mí ya no me afecta nada de eso, respondió ella amargamente, y un suspiro que parecía un temblor de tierra agitó su poderoso pecho. Fue una fisura que se cerró enseguida. Le he dicho que telefonee más tarde. ¿A quién? A Francisco Ríos, el del book.

Conchita, por ejemplo. Una buena secretaria. Y veterana. Incluso demasiado veterana. Porque estaba llena de manías, desde luego. ¿No era ridículo que una persona se empeñara en contemplar la pared durante horas? ¿No resultaba comprensible que una empresa moderna no confiara en semejante ser? Apliquemos la sensatez, se dijo César; la agencia no era un nido de intrigas florentinas, como su imaginación temía en los peores momentos. Por ejemplo: nada más natural que el hecho de que Morton le saludara esa mañana soltando un holacésarquétal. Era una frase coloquial, amistosa, intrascendente; porque ésa era la clave, la intrascendencia del asunto, el que para Morton el trayecto en ascensor no era sino eso, un breve trayecto en ascensor. Mientras que él, César, estaba llenando de misterios lo evidente y deduciendo cataclismos de la nada. Qué obsesión, qué inquietud, qué imaginación tan enfermiza: la realidad era mucho más simple que el laberinto que inventaba su miedo. Resultaba ridículo, por no decir patético, el buscar secretas intenciones. Y, sobre todo, ¿quién era Morton para que él, César, un hombre adulto, una persona hecha y derecha, se preocupara tanto de su opinión sobre él? ¿Qué era ese tal Morton para cernirse de modo tan amenazador sobre su vida? ¿Qué puñetas pintaba el susodicho Morton en la apreciación que César tenía del mundo y de sí mismo? ¡Nada! Morton no era nadie, no era nada, un simple jefe de una simple agencia de una simple etapa en la existencia de César. César había nacido, había crecido, se había despellejado las rodillas de pequeño, había llorado en ocasiones por algún mal de amor o un mal de orgullo, había reído, había temblado de miedo, había soñado, había conocido el sabor de la muerte al perder a los suyos, se había sentido deshacer en el disparo de un orgasmo, había sudado o tiritado, había aprendido la añoranza, había querido, había odiado, había experimentado el dolor físico, había bebido un agua deliciosamente fresca tras pasar mucha sed. La vida era inmensa, honda y ancha, y en ella Morton apenas si era una mota de polvo en el camino. César no iba a perder su tranquilidad de alma por tan poco.

Ahí estaban, Ahí estaban todos, saliendo en animada conversación del despacho de Morton. Todos los mandos, todos los directivos. Menos él. Claro que él, César, había dimitido de su cargo; no había razón alguna para que le convocaran a una reunión cuya finalidad consistía en comunicar los cambios a los jefes para que éstos, a su vez, los trasladaran a sus subordinados. Él, César, ya no tenía subordinados y por ende carecía de información. En un mundo en el que saber era poder y no saber era el destierro. Un destierro de despacho liliputiense y secretaria furibunda. Ahí estaban todos, en fin, saliendo de la reunión suprema; y por la agencia se extendía un silencio que parecía un siseo, una avidez amedrentante.

¿Molesto?, preguntó Matías inútilmente después de colarse en el despacho. Conchita y Matías se saludaron mutuamente con emocionadas sonrisas de martirio. ¿Molesto?, repitió sentándose en un pico de la mesa, porque no había otro lugar donde instalarse; su nariz era un incendio de enrojecidas venas, una tela de araña ensangrentada. No molestas, respondió César maldiciendo in perfore su suerte, qué quiere de mí esta ruina humana, por qué viene ahora a fastidiarme. Porque somos los dos únicos directivos que no hemos acudido hoy al despacho de Morton, se contestó a sí mismo de inmediato. ¿No te han convocado a la reunión?, estaba preguntando Matías precisamente. Claro que no, respondió César muy airado. A mí tampoco, dijo el otro en voz baja. Y César de nuevo, furioso y escocido: Pero lo mío es distinto, porque yo dimití voluntariamente de mi cargo. Matías parpadeó y Conchita soltó una descarga de odio puro; César lo sintió llegar, un intenso vaivén de odio arañando su columna vertebral. Se estremeció, sabiéndose culpable. Quiero decir que lo mío no tiene importancia, pero que en tu caso, con todo lo que has hecho por la empresa durante años, es verdaderamente escandaloso, añadió César intentando arreglarlo. Pero Matías había cambiado ya de tema: Ayer le dije a Quesada que estaba dejando de beber y me contestó que tendríamos que tomar unas copas para celebrarlo, ¿tú qué crees que quiso insinuar con eso? Bueno, farfulló César, pues no sé, sería una broma, te diría lo primero que se le pasó por la cabeza, pretendería resultar chistoso. Pero Matías insistía con angustia: No, mira, es que él dijo que tendríamos que tomar unas copas para celebrarlo, ¿te parece que no se creyó que había dejado la bebida? Oh, Dios, se dijo César, qué cosa tan patética. Entonces Conchita se levantó, cogió del brazo a Matías, lo arrastró hacia la puerta, invíteme a un café, andando, venga. ¿Y tú, Conchita, por qué crees que respondió eso?, aún le oyó decir César mientras la secretaria le empujaba pasillo adelante. No, no era culpa de Conchita, ni de Matías, ni de Pepe. Era culpa del sistema, pensó César. Sus peores sospechas eran ciertas.

Ahí estaban todos, al otro lado del cristal, con el destino dibujado en la cara. Los agraciados por la fortuna de un ascenso se pavoneaban arriba y abajo por la sala, encendían cigarrillos, se palmeaban mutuamente las espaldas, hablaban desenfadadamente con los jefes y se apresuraban a quedar para el almuerzo con sus nuevos compañeros de categoría, desertando de la mesa de sus antiguos colegas y de ahora en adelante subalternos. Mientras que los heridos por la indiferencia o el castigo permanecían cabizbajos en sus mesas, las espaldas apesadumbradas, la mirada huidiza, la boca masticando protestas no dichas. Ahora, en los primeros momentos, se apreciaban bien todas las gradaciones y matices, la euforia de una matrícula de honor, la satisfacción de un notable, la decepción de un aprobado pelado, la depresión de un suspenso, la desesperación total del cero. Los escolares aplicados ascendían a la gloria empresarial y los escolares perezosos se hundían en el infierno de los pillos. Sonó el teléfono, lo cogió: era Paula, con la voz entrecortada por la ira. ¡Que lo han vuelto a hacer! ¿El qué? ¡El ascender a dos recién llegados, a dos inútiles, el dejarme a mí en la cola! ¡Pero yo no lo aguanto más, de ésta no paso…! César murmuró unas cuantas palabras de consuelo, intentó mostrarse solidario. Pero en realidad se sentía muy lejos del conflicto, expulsado del campo de batalla. Frotó un lápiz contra el teléfono, estrujó ruidosamente un papel ante el auricular y asumió un tono de perfecta inocencia: ¿Qué dices? ¿Qué dices, Paula? ¡Hay interferencias, no te oigo! Cuando colgó aún se escuchaban, exasperados, los gritos de Paula. En ese momento César no se sentía con ánimos para aguantar sus quejas. Hola, César, qué tal, había dicho Morton; y su tono no era irritado, ni somnoliento, ni indiferente. Era mucho peor: era una voz compadecida. Morton sabía que César carecía de futuro; había dejado de confiar en él. Él, César, le había decepcionado; y su decepción le entristecía, del mismo modo que un padre se entristece al ver cómo se pierde su hijo preferido. El corazón de César se lanzó a un galope furioso dentro del pecho; y César mismo se hubiera puesto a relinchar de la vergüenza y angustia que sentía. Si le hubiera podido explicar, si le hubiera podido contar, si le hubiera podido decir. Cuando fue nombrado director de arte, por ejemplo. Cuando Morton nombró a César director de arte, el subdirector del departamento, que aspiraba al cargo, decidió operarse de una antigua desviación de tabique nasal y dejar solo a César durante tres semanas para que se estrellase. El tercero de a bordo, por su parte, que era un hombre de Quesada, consideró oportuno enfermar de una gripe lentísima. Y Quesada mismo trasladó a la secretaria del departamento e hizo todo lo posible por retrasar las peticiones de personal, sustitutos, presupuestos, adquisición de material y etcétera. El resultado fue que César se pasó un mes contestando llamadas de teléfono de gentes que le preguntaban cosas que él no sabía, escribiendo sus propias cartas a dos dedos sobre asuntos urgentes de los que nadie le había informado, tomando decisiones fundamentales y en apariencia inaplazables sobre campañas publicitarias que desconocía por completo y sintiéndose, en suma, al borde del suicidio. Un día rechazó el original de un dibujante que luego resultó ser hijo de Smith, de modo que tuvo que llamarle y disculparse. Y otro día se encerró en el retrete para disimular un agudo ataque de pánico. Si Morton supiera todo lo que César había soportado.