Cómo pudo tardar tanto en comprenderlo. Por ejemplo: el quedarse sólo a la hora de comer. Tantos años llevaba César en la Golden Line , tantos años incluso desde antes, desde que la agencia se llamaba Rumbo. Tantos años almorzando con sus compañeros en alguno de los tres o cuatro restaurantes de la zona, y de pronto empezaban a pasar cosas extrañas, de pronto todo el mundo desaparecía subrepticiamente de la agencia a la hora de comer y César se descubría súbitamente solo, rezagado, descolgado de todos los demás. Y entonces bajaba a buscarlos por los restaurantes de los alrededores y a veces los encontraba sentados en una animada mesa en la que no sobraba ni una silla. Hola, César, decían entonces sus viejos compañeros, un poco rígidos, un poco titubeantes, un poco ruborosos. Vaya, hombre, César, intenta acomodarte en algún sitio, añadía Nacho con ademanes de anfitrión, rutilante y encantador. Y al principio César se sentaba, y era como si la silla tuviera puntas de cuchillos. Así es que después se fue acostumbrando a comer solo; a veces coincidía con ellos en el mismo restaurante, él devorando cualquier cosa en la barra y ellos comensales alegres al otro lado del salón, sus antiguos compañeros revoloteando ahora con arrobo en torno a Nacho, un chico tan joven, tan guapo, tan bien educado, tan encantador, tan prometedor y tan brillante.

Por ejemplo: el que Nacho se hiciera cargo de la campaña de bronceadores que había empezado él. ¡Pero si al principio César intentó incluso alegrarse! Porque, cuando trajo a Nacho a la agencia, César tuvo que luchar con todo empeño para que lo aceptaran. Los americanos, el propio Quesada e incluso Morton encontraban que Nacho era demasiado moderno; que, viniendo como venía de Alemania, no sabía adaptarse al mercado español; en fin, que no servía. Pensaron echarlo varías veces durante el período de prueba, y fue César quien consiguió que al final se le firmara el maldito contrato. Porque él, César, sabía que Nacho era muy bueno. Así es que, cuando le comunicaron que Nacho iba a quedarse con lo de los bronceadores, César quiso pensar: Esto quiere decir que ya confían en él. Quiso pensar: Estupendo, así se demuestra que yo tenía razón respecto a Nacho. Quiso pensar: Me alegro por él, es tan buen amigo, tan buen chico. Pero a César le palpitaban las sienes, le temblaban las piernas, y sintió que se le escapaba a presión, como el vapor se escapa de una tetera hirviendo, la tenue sustancia que compone la propia estimación; y se iba desinflando por momentos, cada vez más arrugado y más pequeño.

Por ejemplo: los apuñalamientos por la espalda. El que Nacho se hubiera pasado dos semanas trabajando secretamente tarde y noche para presentar un crítica demoledora a su campaña de bronceadores y un proyecto alternativo. Cosa de la que César no se enteró hasta que transcurrieron muchos meses. Y que sin embargo conocía de cabo a rabo todo el mundo. Oh, qué imbécil había sido César, qué ridículo, paseándose durante tanto tiempo por la agencia con sus cuernos laborales y su inocencia, la risible inocencia del cabrón.

¡Por ejemplo! La malevolente astucia de Nacho, su asombrosa habilidad para contaminar el aire. César fue un profesional estupendo, decía Nacho a veces; o quizá: César estuvo entre los mejores de su tiempo; con qué dominio utilizaba Nacho el tiempo pasado de los verbos, qué arteramente le enterraba con sus pretéritos perfectos e imperfectos. Para luego añadir, en la segunda fase de la insidia: Claro que en su tiempo era fácil, casi no había competencia. Cianuro endulzado con almíbar. Era un elegante carnicero. Y ya por último el ensañamiento a sus espaldas: Siento tener que decirlo, pero lo que ha propuesto César esta mañana me parece terriblemente antiguo, en realidad se ha copiado a sí mismo, ya hizo ese tríptico hace diez años para una campaña de aceiteros. Todo el día, todos los días, todas las semanas de todos los meses del último año: Nacho había dedicado todos los instantes de su vida a combatir a César, machaconamente, obsesivamente, sin piedad. Y no se limitaba a perseguirle en el terreno laboral; Nacho quería más, quería arrebatarle los amigos, desprestigiarle también humanamente, arruinar sus relaciones afectivas. Aniquilarle. Como un vampiro que se alimentase de su sangre, como un cáncer creciendo a expensas de sus vísceras. Hace un montón de tiempo que no veo a César, comentaba por ejemplo a sus colegas: Hay que ver qué bien vive, no da ni clavo, no viene nunca por la agencia y seguro que cobra bastante más de lo que estáis cobrando vosotros, que os pasáis el día trabajando. Porque Nacho estaba siempre en Golden Line; temprano por la mañana, por la tarde, por la noche; tomando copas a la salida de la agencia con Quesada, con Pittbourg o Miguel. Nacho ubicuo, perenne, contumaz. Lleno de salud y de energías. Joven verdugo infatigable. Y César, en cambio: César se sentía tan cansado. Cuando César empezó a enterarse de las maniobras de Nacho; cuando comenzaron a llegar a sus oídos los comentarios que el otro hacía a sus espaldas, fue cuando se descubrió a sí mismo en medio de la arena ensangrentada. Quiso retroceder, pero el corro de espectadores lo impedía. Quiso salir huyendo, pero ahí enfrente estaba Nacho con sus espolones plateados, enormes garras artificiales de las que goteaba una sustancia oscura y negra. Él, en cambio, pobre avechucho César, tenía las uñas rotas y las plumas raídas; y el pánico impregnado de pena hacia sí mismo del cobarde que es obligado a combatir. Iba a perder; en realidad ya había perdido. El sol resultaba cegador y el ruido del silencio era terrible.

A la edad en que Nacho estaba estudiando arquitectura, él, César, trabajaba coloreando letras en una agencia; y tenía que hacer verdaderos esfuerzos económicos para poder ir de vez en cuando a Francia a comprar libros de arte contemporáneo o revistas de diseño. Porque en la España franquista no había nada. Nacho, en cambio, se había librado de la sordidez de la posguerra y se había criado en las vanguardias; hablaba inglés, francés, alemán; había vivido en Nueva York, había trabajado en Hamburgo durante año y medio en el departamento creativo del Stern. No era justo. No era justo. No era justo.

Ahora Paula y Nacho se habían quedado solos; conversaban animadamente allá a lo lejos. Qué tendría que contarle Nacho a Paula. Y por qué escuchaba Paula tan sonriente. A veces, cuando César se quejaba de las humillaciones recibidas, Paula le decía que aún podía darse por contento, que ella y las demás sí que se encontraban relegadas, que por ser mujer nunca conseguiría nada. Y entonces soltaba la vieja retahíla, que si ella era la única persona proveniente de la antigua agencia que jamás había sido ascendida, que si promocionaban a gente incomparablemente más inepta, que sí nunca le daban una oportunidad, que si se apropiaban de sus ideas. Quizá Paula tuviera razón, y además César se apresuraba a concedérsela para calmar sus ánimos; pero de algún modo pensaba en su interior que era distinto, que en el caso de una mujer todo eso no era tan importante, que el drama que él vivía ella jamás podría entenderlo. Porque el que Paula no fuera ascendida a fin de cuentas no era una injusticia tan enorme. Las mujeres carecían de ambición. Ése es el problema, reflexionó César, sintiendo las uñitas del teckel rasguñándole la pierna. Ésa era la clave del asunto: que él no tenía ambiciones. ¡No tenía ambiciones suficientes! Se espantó de la enormidad que estaba pensando. ¡Un directivo sin ambiciones! Como un guerrero sin coraje, un santo sin fe, un trapecista con vértigo. Al principio se lo decía a Nacho. Nacho, decía César, ten cuidado con ellos; ten cuidado con Quesada, con Miguel, con todas esas aves de rapiña; a mí me odian porque yo no voy asesinando por el poder como asesinan ellos, y seguramente te odiarán a ti del mismo modo. Y Tessa sacudía su melena mineral y exclamaba: Eres maravilloso, César. Hasta que un día César se enteró de que Nacho repetía sus conversaciones a Quesada. No, César no asesinaba por poder, pero desde luego deseaba ver a Nacho muerto. Nacho muerto y él refulgiendo como primera estrella de la agencia; Nacho muerto y remuerto y él obteniendo el Globo de Oro. Aunque no: mejor sería que se desprestigiara. Que abusara de la confianza de la empresa, y lo pillaran. Que hiciera unas campañas desastrosas. ¡Que cometiera un desfalco! Que se peleara con el mejor cliente. Que, cegado por su ambición, intentara ocupar el puesto de Morton, y Morcón, en justa defensa, le arrojara sin más miramientos a la calle. Nacho despedido, Nacho deshonrado, Nacho muerto y dejándole vivir.

Ahora Nacho y Paula se habían callado. Simplemente estaban el uno ante el otro y se miraban. ¡Deberían prohibir que la gente se contemplara así, tan impúdicamente frente a todos! Agarrados a sus copas vacías se miraban. El perrito seguía trepando por la pierna de César, persiguiendo un placer imposible. Años después de que su padre muriera, César se enteró de que había estado en la cárcel, de que había sido un rojo: en casa nunca se hablaba de política. En medio de toda la gente se miraban. César pegó una patada al teckel, lo lanzó volando por los aires a más de un metro de distancia. Smith miró, Quesada miró, la señora Smith miró, Pittbourg miró, Miguel miró, Morton miró, incluso Matías miró, mientras Paula y Nacho se seguían contemplando mutuamente. Cómo has podido hacer una cosa así, exclamaba Tessa mientras recogía del suelo el puñado de pelos gimoteante, nunca te creí capaz de comportarte de este modo. Y vosotros, calló César con sobrehumano esfuerzo, Y vosotros.