Encendió la pequeña radio estereofónica y se sentó en la taza. Sus juguetes electrónicos, como decía Paula. Debajo del lavabo, al alcance de la mano, se apilaba una torre inestable de libros y revistas. Cogió distraídamente la primera. Era un número viejo de Al Día, una de esas publicaciones femeninas; probablemente estaba ahí por lo de la campaña de compresas. Empezó a hojearla: bodas, divorcios, novios, escándalos. Yo soy muy romántica y el día que encuentre a un hombre será para siempre, decía una joven starlet Con un cuerpo de gacela y su sonrisa de ángel, Blanca nos franquea la puerta de su bonito chalé en la sierra, decía el entrevistador de la romántica. Seguro que después se la tiró, se dijo César. Al principio, Morton incluso venía a su casa. No estaba tan desordenada como ahora, desde luego. A veces venía, cuando estaba nervioso; o cansado; o preocupado. Sin avisar llamaba desde abajo. Soy Morton, ¿estás ocupado?, decía por el interfono con su castellano de acento perfecto, ¿puedo subir? Fue así desde el primer día, sin que Morton se rebajara nunca a soltar una de esas zafias disculpas del tipo es que pasaba por aquí. César siempre le admiró por eso: por ese elegante silencio en el que él creyó ver la sensibilidad de Morton. Aunque ahora, quién sabe, ahora César empezaba a pensar que quizá se comportaba así porque era jefe; que poseía esa naturalidad para la invasión que proporciona el mando. Porque en realidad Morton invadía su casa, su territorio, sus dominios; lo hacía sin previo aviso y convencido de que sería bien recibido. Y siempre lo fue, en efecto. Por ahí andaba aún la última botella de JB que César le había comprado, todavía con la mitad del contenido; porque César prefería el Black and White. Un día de esos tendría que beberse el JB , o verterlo por el sumidero de la pila; Morton no había venido por casa en los últimos tres años, y era muy improbable que volviera. ¿SABÍA USTED… que, según el doctor Kedar Adour, la modelo que inspiró la enigmática sonrisa de la Mona Lisa de Da Vinci pudo haber padecido una parálisis facial por la contracción de un nervio del oído? Ahí estaba el anuncio de compresas. A doble página, con la foto a sangre. La modelo saltando como una gacela, mejor dicho volando, en mitad de un firmamento cuajado de estrellas que, poco a poco, hacia la parte superior de la foto, se convertía en un cielo azul y soleado. Simplex: de la Noche al Día, Y nada más, tan sólo este texto en todo el anuncio, el muy cabrón. Sólo el logotipo de Simplex, y el pantalón ajustado hasta parecer una segunda piel, y las piernas abiertas de par en par de la modelo, como una primera bailarina en el salto más prodigioso y descoyuntante de la Historia. Y ese firmamento tan bien hecho, ese fondo perfecto, esa imagen a medias mágica, a medias hiperrealista, que atrapaba inmediatamente el ojo del lector, con la chica flotando en el líquido y hondo mar de estrellas. El muy hijo de perra. Era un buen anuncio. Era una campaña formidable. Y con esa modelo que se había sacado de quién sabe dónde, a la que el público había adorado en cuanto asomó la cara por televisión. De la noche al día. Desde luego el cabrón de Nacho tenía ideas. Consejos prácticos: Si quieres que tus jerséis de angora no pierdan pelo, mételos durante un par de horas en el congelador de la nevera antes de estrenarlos. No ya angora, sino auténtico cachemir, ése era el tejido que Nacho solía usar; soberbios chalecos, y chaquetas, y jerséis, convenientemente desgastados y arrugados, resplandecientes de elegancia natural. Prendas empapadas de distancia y señorío hasta la última de sus fibras, ropas que Nacho vestía fácilmente con el mismo sentido de clase con que el caballero medieval se embutía en su armadura labrada. El cachemir era su coraza de niño de Neguri, de cachorro de la alta sociedad. Guardaba unas extravagantes propiedades internas, el cachemir. Si se lo ponía él, por ejemplo; si se vestía con el par de chalecos de este género que se habla comprado, el resultado no era el mismo. Por eso él prefería seguir usando los vaqueros, y los jerséis informes, y las chaquetas amplias de la época hippy, aquel paréntesis de la Historia durante el cual todos querían parecer pobres, incluidos los señoritos de Neguri. Así, cuando menos, César resultaba anticuado, pero no plebeyo. Echó una ojeada medrosa al reloj de pulsera: las cinco. Dios-dios-dios-dios. Con la de cosas que tenía que hacer; y además quería darse una vuelta por la agencia. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN PASAR HAMBRE. César movió los pies de sitio en un intento de desentumecer las piernas, acorchadas por la incomodidad de la postura. Aunque en realidad, ¿para qué quería ir a la agencia? Para que le vieran: hacía tres días que ni tan siquiera se asomaba por allí. Pero, ¿servía de algo, engañaba a alguien por el hecho de pisotear un poco la mullida moqueta de la empresa? Las pantorrillas le hormigueaban horriblemente a medida que la paralizada corriente sanguínea iba recuperando territorio. Tenía que presentar ideas para la campaña de los cafés. Eso sería en el brainstorming de mañana, de todos los jueves. ¿Y tú qué opinas, César?, había preguntado Morton el jueves pasado. César había tragado saliva, sabiéndose amenazado por todas esas miradas que súbitamente convergieron en él. Hacía un tiempo inmemorial que Morton no le consultaba para nada, de modo que la pregunta le pilló con la guardia baja y las defensas rotas. ¿Y tú qué opinas, César? Dios mío, si ni tan siquiera estaba atento, si no sabía bien de qué estaban hablando. Quesada escrutándole, Nacho contemplándole, Miguel taladrándole y los ojos de Morton como brasas. Y ese repentino y ávido silencio en la sala de juntas, ese paladear de la tragedia ajena. Titubeó unos instantes, luchando contra el pánico, sintiéndose como el escolar que no se sabe la lección y que es pillado en falta. Perdona, pero no estaba atento, balbució al fin. Parece que últimamente andamos bastante despistados, comentó Quesada en tono glacial. Sí, eso parece, rubricó Morton con una sonrisa pequeña y afilada. Y luego pasaron a otra cosa, olvidándose de él, dejándole a solas con el incendio que se le había declarado en las orejas: una hoguera auricular y abochornada. Estuvo a punto de hacer un gesto disparatado a su vecino de mesa, algo así como girar las pupilas dentro de las órbitas, o poner los ojos en blanco, o hinchar los carrillos y luego soplar el aire suavemente: algún guiño feroz y aturullado ejecutado a espaldas del maestro. Pero pudo controlarse justo a tiempo. Así es que se limitó a quedarse ahí hundido en la desesperación y en el asiento, echando humo por las orejas e incapaz de entender las palabras que oía. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN PASAR HAMBRE. Lo había probado todo para adelgazar sin resultado alguno. Cada día estaba más gorda y mi angustia iba en aumento. Entonces probé NOFAT y perdí DIEZ KILOS EN DOS SEMANAS. Un mes más tarde había adelgazado 15 kilos más, consiguiendo ESA FIGURA IDEAL QUE SIEMPRE HABÍA SOÑADO. Gracias a NOFAT ahora SOY FELIZ. Señora de Benigno, Manila, Filipinas.

Había un placer sombrío, un fulgor de harakiri en esa manera de asesinar el tiempo, de estrangular las horas; en la incalculable estupidez de consumir la tarde sentado en el retrete, fumando como un suicida y machacándose las entendederas con la lectura de una revista horrenda. Aunque más que leerla la devoraba, la apuraba hasta la última coma de sus textos como quien apura la cicuta. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS Y SIN, ¡Gracias, NOFAT! He conseguido adelgazar 16 kilos FÁCILMENTE en un TIEMPO RÉCORD cuando ya había perdido las esperanzas de dejar de ser gorda. Ahora MI MARIDO ME QUIERE COMO EL PRIMER DÍA. Y lo mejor es que NO SE VUELVE A ENGORDAR. Señora de Brown, Miami, Florida. SIN PÍLDORAS, SIN HACER EJERCICIOS. Ahí estaba él, César, hundido en la insensatez de esas hojas impresas, ahora releyendo morosamente la revista de atrás hacia delante, mientras el reloj galopaba, y se le escapaba la vida, y él, César, sentía la dolorosa satisfacción de quien ejerce el mal conscientemente. Así es que aguantó un tiempo infinito repasando los reportajes y eternizándose con cada pie de foto, hasta que al fin, GRACIAS NOFAT, miró la hora y comprobó que eran las siete menos cuarto. Mierda, ya no le daba tiempo a pasarse por la agencia. Le dolían las nalgas, a estas alturas sin duda profundamente repujadas con los perfiles de la tabla del retrete. Pasó las páginas con desaliento. Ahí estaba de nuevo el anuncio de compresas de Nacho, en medio de un centelleo de estrellas. Se estremeció: se le habían quedado los riñones fríos. La primavera es una estación de clima traicionero. Eso, y el haber agotado el paquete de cigarrillos, fue lo que le decidió al fin a levantarse.

Metió la mano en el montón de ropa que había en el suelo, a los pies de la cama, y sacó unos pantalones vaqueros y una camisa y una camiseta medio sucias. Tampoco merecía la pena ponerse ropa completamente limpia, puesto que no se había duchado. Si Paula quisiera salir esa noche con él, entonces sí se ducharía. Ahora que lo pensaba, era una idea estupenda lo de cenar con Paula. En un buen restaurante. De repente sentía un hambre insoportable. Las siete y veinte; todavía podría encontrarla en la agencia. Se abalanzó sobre el teléfono, marcó, consiguió localizarla. Lo siento, César, pero he quedado para ir al cine, dijo ella. Pero mujer, con quién, dale una excusa. Lo siento, César, pero no. Estaba muy rara Paula últimamente. Un año atrás jamás le hubiera dicho que no. Anda y que te den por el culo, pensó, furioso, mientras colgaba el auricular. Pero inmediatamente después se dijo: Tengo que cuidar a Paula un poco más.

En la nevera sólo había huevos, así es que César escalfó cuatro en la sartén. Ahora, después de comer algo, podría ponerse a leer un buen libro. O esas revistas italianas de diseño que tenía tan atrasadas. ¡O el periódico, coño! Llevaba tres días sin saber qué desastres pasaban por el mundo. Encendió la radio de la cocina, porque en el silencio le parecía oír el jadeo asfixiado de las horas. Cálmate, César, se dijo: Cálmate. En realidad no es tan terrible; todos los jueves presentas tus ideas y algunas de ellas no están mal y son aceptadas. Es verdad que son ideas viejas, antiguas ocurrencias tuyas remozadas, o incluso hábiles copias; siempre fuiste bueno en el copiar, y los demás no se darán cuenta de que es copiado. Pero había otra parte en él que decía: Eso se nota, eso siempre se nota.

Se fue a comer los huevos frente al televisor, para echarle una ojeada al telediario y consolarse con las desgracias mundiales. Después vino un aburridísimo debate entre representantes de la administración, de la patronal y de los sindicatos sobre la negociación salarial. Luego un programa concurso familiar tan entretenido como estúpido; un telefilm abominable; el resumen de noticias del día; la meliflua charla de un cura; el himno nacional y una bandera flamígera tras la efigie del Rey; la carta de ajuste; una sopa de puntos grises acompañada por un pitido desquiciante. En total, casi cinco horas meritoriamente desperdiciadas ante la pantalla. El plato que había contenido la comida estaba cubierto de colillas y apestaba a grasa quemada. César volvía a tener hambre. Se puso en pie, apagó el aparato y fue a la cocina a freírse otro par de huevos y a tomarse una aspirina.