Lo primero que vio fue una masa de carne blanquecina semioculta entre unos paños verdes. Luego escuchó un gritito, las carnes retemblaron y un hombre se volvió hacia él con rostro enojado. Qué hace usted aquí, salga inmediatamente, empezó a gritarle una enfermera súbitamente materializada junto a César. Pero él no podía apartar la mirada de la caverna rojiza y vegetal que ocupaba el centro de la montaña de carne. Dónde están mis ropas, balbució; y la enfermera le empujaba, el ginecólogo fruncía el ceño con disgusto, la gordísima paciente intentaba de modo infructuoso apearse de la camilla paritoria. Vayase, fuera, insistía la chica, y el pasillo se encontraba ahora tan lleno de gente como si fuera el metro, y todos le contemplaban del mismo modo que contemplarían a un sátiro en calcetines, zapatos y bata hospitalaria. ¿A dónde iba usted?, exclamó el joven médico, que también formaba parte del tumulto. Como tardaba usted tanto, se excusó César, tironeándose del mandil por detrás para taparse el culo. Pero hombre, si sólo he estado fuera unos minutos, se me habían acabado los formularios, decía el tipo con cierta irritación, arrastrándole por el corredor hacia el despacho, sentándole en la silla, instalándose de nuevo frente a él. Bueno, acabemos de una vez, dijo el joven doctor cogiendo un impreso y desenroscando la pluma. ¿Tiene usted pesadillas? ¿Descansa bien por las noches? César sentía ganas de vomitar y estaba harto. ¿Cómo duerme?, insistía el tipo. Y el siempre insomne César, temiendo que le considerara loco, respondió con aplomo total: Como los ángeles.