8

La asistenta se había despedido, de modo que César se metió en una cama sin hacer. No es que le importara demasiado, pero el enredo de sábanas arrugadas parecía hacer juego con el estado de su ánimo. Que era sucio y cansado. Eran las doce y media de la noche. César tenía el habitual insomnio, paquete y medio de tabaco y su vieja colección de tebeos del Príncipe Valiente. Se los sabía de memoria, pero encendió un cigarrillo y empezó a hojear un ejemplar.

Esa mañana había creído sentir deseos de pintar.

En realidad se había levantado casi eufórico, perseguido por una imagen poderosa: la esquina de una habitación de muros encalados y suelo de baldosas rotas. Todo vacío. Y en medio, protagonizando el cuadro, el aire. Un aire casi tangible, antiguo, mohoso, sin lugar a dudas ominoso, sustancia primordial, fluido vivo. César lo había soñado; había visto, durmiendo, ese rincón eterno. Y por la mañana saltó de la cama excitadísimo, pensando que eso era lo que él ahora quería: pintar luces y espacios, sombras en las que cupiera el mundo entero. Entonces se tomó dos cafés seguidos, y se lanzó a su estudio. Cuando abrió la puerta de la habitación casi se quedó ciego del caudal de sol que entraba por las grandes ventanas. Un sol arrasador que disolvía la densidad del aire, que le quitaba todo secreto y toda enjundia. Incluso el recuerdo de su esquina soñada parecía perder fuerza, empalidecer, banalizarse. Se instaló César ante el lienzo blanquísimo y tuvo que entrecerrar los ojos de dolor. Dolor de la retina, pero sobre todo dolor de entendimiento. Porque no sabía, no podía. Qué locura, él no tenía ni idea de cómo se podía atrapar en un cuadro ese aire metafísico, esa nada tan llena. César no era buen dibujante; jamás había pasado por una escuela; lo suyo era el color y el concepto. Él era un artista pop; o eso era la última vez que se comportó como un artista. Y ahora, de repente, a los cuarenta y cinco años, quería dar un salto mortal y ponerse a pintar como Antonio López García. Resultaba ridículo: nadie podría jamás tomarle en serio.

Desearía irse a plantar patatas, por ejemplo. César era un hombre de ciudad, un producto de barrio, y era incapaz de distinguir un roble de una encima, las lechugas de las malas hierbas. Para él el campo había sido esa extensión plana que se veía al otro lado de las ventanillas del coche cuando se desplazaba de una ciudad a otra. Pero ahora, mientras pasaba sin ver las páginas del Príncipe Valiente y se asfixiaba de melancolía, César sentía unos deseos irrefrenables de mudarse a una vida más sencilla. De refugiarse en la serenidad rural. De abandonar la publicidad y la ferocidad competitiva y dedicarse a plantar patatas, o remolacha, o nabos. El mito del regreso a la Arcadia de los hippies siempre le pareció a César una inmensa tontuna, pero ahora empezaba a considerar que el destripar terrones podía ser el único remedio para la enfermedad ejecutiva. Porque en el campo no necesitabas estar luchando constantemente para mantener tu identidad; en el campo sencillamente eras. Se era labrador o pastor o vaquero desde el nacimiento hasta la muerte; mientras que el directivo tenía que conquistar su espacio y su sustancia cada día. Qué situación tan envidiable: levantarse al alba, atender el ganado, arar los campos, talar un árbol, regresar a casa felizmente cansado hasta los huesos, comer con apetito hogazas crujientes; dormir, en fin, el sueño sin sueños de los justos, el sueño fácil y profundo de aquellos que saben quiénes son. Y tener por enemigos al hielo y al granizo, y no a tus compañeros de despacho.

O incluso: Por qué no una secta, la contemplación meditativa, el monasterio. Sin abandonar su ateísmo anticlerical y militante, César sentía ahora envidia, sin embargo, de todos esos tipos que habían disuelto el yo en una idea. Monjes católicos o budistas, células de un cuerpo colectivo que habían resuelto así, en el amparo de depender de otros, los terrores de lo individual. Si hasta ingresar en los Haré Krishna, esas criaturas azafranadas y pelonas que César siempre había considerado detestables, empezaba a antojársele más rentable, en cómputos de felicidad, que seguir siendo directivo en la Golden Line. Claro que quizá también se diese esa lucha de mutua dominación entre los Krishna; a lo mejor también se encelaban los unos a los otros por ver quién tocaba mejor los crótalos, quién bisbiseaba hare-hare con tono más pesadamente monocorde o quién tenía la pelada cabeza más redonda. No quedaban paraísos en la tierra.

Podría tomarse un valium. Podía tomarse un valium y un par de mogadones y dejar en paz a Val y a Aleta en su reino de Thule. En su tebeo. Que se fueran a la mierda Morton, Quesada y los demás; que no le invitaran a la Convención si no querían. Un valium y dos mogadones era un cóctel irresistible, una combinación perfecta. Pero a César le asustaba un poco su creciente dependencia de la química. Quería poder dormirse sin venenos. La noche era un mundo terrible.

De joven, en cambio, la noche le gustaba. Era su rincón, su espacio. Se quedaba estudiando en su habitación cuando todo el mundo se dormía. Primero se acostaba su padre, si es que ese día se encontraba mejor y se había levantado; y en ocasiones el ahogado y acezante ronquido paterno atravesaba el pasillo y llegaba hasta su cuarto de muchacho. Luego, mucho después, se acostaba su madre. César la escuchaba trastear en la cocina durante largo rato. Lavando platos en la pila de piedra. Reordenando cachivaches a la mortecina luz de la bombilla. Ahora que César lo pensaba, no sabía en qué consumía su madre tanto tiempo, puesto que la casa estaba en condiciones catastróficas y no parecía que los intentos de orden y limpieza dejaran una huella apreciable en el desastre. Aunque quizá también la madre, como él, estuviera buscando unos momentos de intimidad. Con el enfermizo y tiránico esposo ya dormido. Con el saludable y tiránico hijo encerrado en su cuarto. Sola en la noche frente a la vieja pila. A lo mejor era feliz entonces.

Luego César la escuchaba chancletear por el pasillo; detenerse un momento ante su puerta cerrada para decirle buenas noches; y entrar de puntillas en el dormitorio en donde su marido ejecutaba un estruendoso solo de bronquios. Cómo podría dormir su madre con semejante ruido. Era entonces cuando César se sentía a sus anchas, rey de su vida y de la noche; encendía un par de cigarrillos clandestinos comprados por la tarde a la pipera, dibujaba en un bloc, estudiaba un poco y alguna que otra vez se masturbaba. En aquella época estaba convencido de que la vida le iba a deparar aventuras tremendas. El solo misterio de poder algún día conocer carnalmente a una mujer le dejaba las piernas flojas y la ansiedad estremecida. Ahora, en cambio, se libraba de las chicas dándoles colacao con un somnífero.

Estaban una vez en casa de unos amigos, Clara y él. Los amigos tenían jardín, y una pequeña piscina circular; y por encima de las tapias se veía el campo. Era verano, atardecía; Clara estaba en sus rodillas, en traje de baño y con la piel recalentada por el sol. Ea, ea, decía César, acunándola como si fuera una niña pequeña, ea, ea, y ella le seguía el juego, repantigándose en sus brazos y sonriendo. Alrededor de ellos revoloteaban torpemente las avispas, atraídas por el agua de la piscina. La carne de Clara ardía como un pan recién horneado; su cuello olía a crema de broncear y a cloro. Esto es la felicidad, pensó César entonces: permanecer así, con ella entre los brazos, mientras el campo que se extendía ante ellos amarilleaba y luego llegaba el invierno y se volvía duro y gris, y después estallaba con los primeros brotes de la primavera, y pasaban así los años y la vida.

Poco antes de que las cosas acabaran entre ellos empezó a suceder lo de los grifos. Una noche César se despertó de madrugada, sacado de su ligero sueño por el sonido, inusual a esa horas, de un gorgoteo acuoso. Se mantuvo un buen rato en la cama, sin decidirse a espabilarse, intentando adivinar a qué podría deberse semejante ruido. Descartó la lluvia: sonaba demasiado a riachuelo; y a los vecinos: se escuchaba desde muy cerca, justo en casa. Al cabo se levantó y entró en el cuarto de baño; uno de los grifos del lavabo estaba abierto. Pero abierto del todo: el agua fluía abundante y sonoramente, se arremolinaba en la pileta de porcelana, se escapaba desagüe abajo con gran profusión de flatulencias. Imposible no haber escuchado nada la noche anterior, en el larguísimo lapso de tiempo que César empleó en dormirse. Y además, ¿quién se había dejado el grifo abierto? Él estaba casi seguro de haber sido el último en usar el cuarto de baño y de haber cerrado convenientemente el agua. César contemplaba el rebotar del chorro, tan escandaloso en el silencio de las horas pequeñas, y se sentía cada vez más desconcertado. Cerró el grifo: funcionó perfectamente, de modo que no se pudo consolar con la hipótesis de una rotura en las tuercas, en las arandelas, en el simple interior del mecanismo. Contempló el lavabo durante largo rato y pudo comprobar que ni tan siquiera goteaba. Resultaba absurdo, pero lo cierto era que el incidente le dejó desasosegado, inquieto; era una de esas cosas inexplicables que se atravesaban en la razón del mismo modo que una espina de pescado quedaba atrancada en el gaznate. Tardó horas en retomar el sueño.

Volvió a suceder días más tarde. Esta vez era el grifo de la bañera; el del agua caliente, así es que cuando César entró en el cuarto de baño la habitación estaba saturada de vapor y el empañado espejo no devolvió imagen alguna de él. Cortó el agua, regresó al dormitorio y despertó a Clara, un poco histérico: en esa ocasión estaba seguro de no haberse dejado el grifo abierto. Clara refunfuñó adormilada y le miró entre légañas como se mira a un loco. Por supuesto que no he utilizado el baño desde ayer por la mañana, gruñía ella: Y además el dejarse un grifo abierto no es cosa para montar tal cirio. Ciertamente César se sentía ridículo; así es que se calló y se acostó de nuevo. Pero no pudo volver a retomar el sueño en esa noche.

Desde entonces adquirió la maniática costumbre de revisar los grifos de la casa varias veces antes de irse a la cama; e incluso había ocasiones en que, tras llevar ya un buen rato acostado, la inquietud le traicionaba y se volvía a levantar para comprobar una vez más que todo estaba en orden. Además, bastaba con que Clara se diera media vuelta en sueños para que César despertara de un brinco, temiendo que ella pudiera haberse levantado para ir al baño y olvidado de cerrar convenientemente las espitas. Y había veces en que Clara regresaba a la cama en mitad de la noche y César tenía que esperar a que se durmiera de nuevo para poder ir a hacer las comprobaciones necesarias. Con todo ese trajín César apenas descansaba, porque al amanecer, cuando los terrores empalidecían con el sol, los vecinos de la casa de al lado, que estaban de reformas y con obreros, empezaban a dar martillazos en los muros, impidiendo cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Fueron unas semanas agotadoras.