La cosa culminó una noche, cuando César se despertó súbitamente con la sensación de que se avecinaba una catástrofe. Boca arriba en la cama, escuchó durante unos instantes el pulso de la oscuridad: no se alcanzaba a oír ningún tronar de agua. Y sin embargo en el silencio había algo líquido y terrible; más que un sonido, una intuición. Que se convirtió en certidumbre en cuanto que César saltó de la cama y metió ambos pies en agua helada. Empezó a gritar, despertó a Clara; los dos, trepados a la balsa de emergencia que era el lecho, contemplaron con estupefacto horror cómo les rodeaba un palmo de mar, cómo la casa entera era un naufragio. Armándose de valor, chapoteando entre las aguas, acudieron al cuarto de baño y comprobaron que el tapón de la bañera se encontraba alevosamente puesto y el grifo abierto al máximo. La tina estaba llena y rebosaba ahora mansamente, sin apenas ruido, convirtiendo el piso en un océano. Tardaron horas en achicar la inundación, y desde luego la moqueta jamás llegó a recuperarse del todo. Ni la moqueta ni el ánimo de César. El día anterior, se enteraron luego, se había matado uno de los obreros en la casa vecina; estaba cortando algo con sabe Dios qué máquina, cuando la hoja saltó y se le clavó en el corazón. Había sido ahí, pared con pared; quizá sucedió mientras Clara y él hacían el amor; quizás escucharon su último estertor y lo confundieron con un estornudo. Se había tratado de un accidente impensable, francamente imposible. Un verdadero asesinato de la Providencia. Una de esas cosas inexplicables que se atraviesan en la comprensión del mundo, del mismo modo que una espina de pescado que se atraviesa en la garganta y llega a asfixiar al comensal. Era el horror que se escondía en las horas vulgares.

La madre de César ya estaba gravemente enferma por entonces; apenas si duró unos meses más. Todo se acumuló en un año, como un ataque conjunto y programado que incluyera desembarco, rebelión interna y bombardeo. La marcha de Clara. La muerte de su madre. La imposibilidad de pintar. La llegada de Nacho.

Ya eran casi las tres. La madrugada avanzaba con un aburrimiento inexorable. En el cenicero no cabían más colillas; la maldita neuralgia volvía a morder su ceja izquierda. Si movía demasiado deprisa la cabeza los sesos parecían estrellarse dolorosamente contra las paredes de la caja craneal, como si su cerebro hubiera decidido suicidarse a golpes, harto de esa jaqueca inaguantable. Ya le dolía por la tarde, cuando Paula llegó. Pero se tomó un puñado de optalidones y se alivió bastante. Paula apareció a eso de las seis; venía buscando, dijo, un ejemplar de las normas internas de la agencia, ¿acaso César poseía una copia? Los analgésicos habían dejado a César algo acorchado, pero así y todo supo al momento y sin ningún género de dudas que deseaba a Paula desesperadamente. Ahí estaba, frente a él, morena, un poco gordita, los ojos muy negros y brillantes, tan saludable y comestible toda ella. Vamonos a la cama, dijo. Pero Paula cambiaba de conversación, ponía pretextos. Llevaban varias semanas casi sin verse. Qué te pasa conmigo, por qué no quieres, se exasperaba César. Y ella. Pero no, no pasa nada, lo que ocurre es que en este momento me preocupan otras cosas. Y volvía a retomar el tema de las normas internas, ese librillo directamente traducido de la casa central americana, tan absurdo y humillante en sus precisiones laborales. Las empleadas deberán vestir siempre falda e ir provistas de medias, sostenía el panfleto, por ejemplo; aunque, a decir verdad, la Golden Line española no aplicaba el reglamento a rajatabla. Que necesitaba un ejemplar de las normas, insistía Paula. Que si ya estaba harta de que en la agencia la explotaran. Que si lo peor de no ser jamás ascendida era que todos los imbéciles acababan siendo jefes suyos. Y a César se lo llevaban los demonios, se le nublaba la vista, los bajos le pesaban como el plomo, se abrasaba de hambre paulina: Olvídate de todo eso y ven a la cama, le imploraba. Ella, sin embargo, se mantenía implacable: Déjame, nunca me has tomado en serio cuando se trata de hablar de mi trabajo. Pero César sólo podía pensar en la bola de angustia que tenía instalada en el estómago y que él intentaba empujar hacia su sexo: Vamos a echar un polvo, anda; y sus manos se alargaban hacia los senos de ella, hacia su cuello, sus caderas, la redonda carne de los brazos. Entonces Paula se desasía, se ponía en píe y empezaba a dar grandes zancadas por la habitación con la mirada centelleante, esta vez se van a enterar, esos fascistas, porque son unos fascistas, he hablado con un periodista amigo mío que trabaja en la sección de economía del Noticias Hoy y va a sacar un artículo sobre las irregularidades de la agencia; pero para completarlo necesitaría esas normas internas tan ridiculas. Y a César le entraban ganas de llorar, porque lo único que él quería era sentirse dentro de ella y menos solo. Cómo era posible que hubiera habido épocas en las que era ella, Paula, quien más le perseguía, y él, César, quien se dejaba querer cómodamente, cuando ahora Paula se le antojaba la mujer más fervientemente deseable. Cásate conmigo, Paula, soltó César sin venir a cuento, de repente. Pero ella no le hizo el menor caso y siguió hablando de lo suyo. Cásate conmigo, lo estoy diciendo en serio. Paula se detuvo en mitad de una frase, abrió mucho la boca, se la tapó con una mano, se echó a reír con grandes carcajadas y luego se quedó mirándole muy seria, casi se diría que furiosa. Te has liado con Nacho, eres su amante, dijo entonces César. Pero qué tontería, tú estás loco, contestó ella.

En los últimos meses de la enfermedad su madre ya no salía de casa, es decir, del piso antiguo y oscuro que había heredado de sus padres, con las paredes empapeladas y desvencijados muebles de madera negra. Se pasaba las horas sentada en el sillón frente al televisor; o bien dormitando en esa cama tan grande como una barca en donde había nacido y en donde iba a morir. César le había puesto una enfermera para que le administrara las dosis cada vez más fuertes de calmantes y para que le hiciera compañía; porque él se sentía incapaz de estar con ella. No podía soportar el ver a su madre ahí, tan amarilla y consumida, malgastando sus últimos días frente al televisor del mismo modo que había malgastado su existencia. Moría igual que había vivido: como un animalito. Y a César le espantaba su docilidad, la pasividad con la que se enfrentaba a la desgracia, y que se manifestaba incluso en los estoicos suspiros con que aguantaba un dolor, él lo sabía, cada día más insoportable. Y aun siendo todo esto horrible -la consunción, el sufrimiento físico, la agonía-, lo que en verdad llenaba a César de zozobra era la absoluta inutilidad de la vida de su madre, su existencia gris y sin sentido, ya sin redención posible frente al cercano fin.

No siempre fue así; es decir, no siempre consideró César a su madre como la culminación del desperdicio. Porque, siendo él un niño, ella era un personaje formidable. Recordaba César ahora el mundo de prodigios que ella sabía crear; cómo el oscuro pasillo se llenaba, a su conjuro, de caballeros y dragones; cómo merendaban los dos, en ocasiones, en el espléndido palacio del Rey Midas, que era la mesa del comedor cubierta de mantas e iluminado su interior por una vela; o cómo el padre enfermo, agriado y casi siempre en cama, era el mago Merlín, de todos conocido por su mal carácter y su sabiduría inmensa. Aunque para el niño César quien poseía de verdad la llave del saber era la madre. Era ella quien conocía cómo curar un resfriado; o cómo hacer, en la cocina, deliciosos pastelitos de huevo y azúcar para comer después en los salones del Rey Midas; y cómo pintar, con lápices de colores, los cartones con los que tapaba los cristales rotos, convirtiendo esas ventanas en las más bonitas que César había visto. Para su madre, para esa madre superlativa de la primera infancia, todo era posible: ¿Que César quería ser de mayor explorador y descubrir lo más secreto de África? ¡Pues claro que sí, nada más fácil! ¿Que César sería capaz de enfrentarse y vencer a una manada de leones? Su madre no lo dudaba lo más mínimo. ¿Qué quizá cuando creciera un poco César podría casarse con Liz Taylor? Desde luego: en cuanto que Liz le conociera lo amaría. Todas las maravillas del mundo estaban ahí, al alcance de la mano; bastaba desear algo con suficiente intensidad para obtenerlo.

Luego, cuando César creció y llegó a la altura de los picaportes de las puertas, empezó a darse cuenta de que los cartones pintarrajeados que cubrían las ventanas no eran en realidad un adorno original, sino un producto de la más pura miseria; algo a ocultar, avergonzado, en las escasas ocasiones en que venía a casa un amiguito. Y descubrió que, en contra de lo que decía su madre, no bastaba con desear las cosas ardientemente. Nada era posible: su madre había mentido. Esa madre que no era ya una criatura fabulosa, sino una mujer cansada y con ojeras a la que el padre vociferaba todo el día; un ser incapaz de rebelarse ante un destino injusto. Por eso César empezó a tratarla del modo dictatorial que la trataba el padre: por mentirosa, por derrotada, por sumisa. Y a los catorce años ya le gritaba con el mismo desprecio masculino, avivado por la dócil resignación de ella. Así se fue construyendo un abismo insalvable entre la madre y César.

Las cinco menos cuarto de la mañana. César se levantó, se fue al cuarto de baño, bebió un vaso de agua, meó un poco. El ruido de la cisterna fue un escándalo. Rebuscó en el armario de las medicinas hasta que encontró unos supositorios de cibalgina bastante derretidos; se puso dos, porque la mitad se le quedó en los dedos, y volvió a la cama sujetándose las doloridas sienes con las manos. La habitación olía a guarida de tigre fumador; y las sábanas estaban húmedas de insomnio.

No te da vergüenza, le había dicho por la tarde a Paula. No te da vergüenza, tanto hablar de feminismo y de progresismo y luego te lías con ese hijoputa de Nacho. Y ella insistía que no, que no era cierto. No sabía muy bien César por qué le indignaba tanto esa sospecha. Dolerle sí, claro, cómo no; pero ¿indignarse así? ¿Por qué le parecía que, si abría sus piernas para Nacho, Paula estaría traicionando sus más altos principios, cuando además César jamás había tomado muy en serio los principios de Paula? Teniendo en cuenta que él, César, no era guapo, no era joven, no tenía éxito, carecía de dinero y estaba deprimido y amargado, ¿no resultaba lógico que Paula se enamorara de un hombre que sí era guapo y joven y rico y triunfador y por supuesto alegre, porque cómo no estar alegre teniendo todo lo demás? Y sin embargo, ¿no le parecía a César que Paula le debía a él, y sobre todo se debía a ella, la dignidad de ser fiel a sí misma? ¿No decía siempre Paula que le repugnaban los hombres competitivos y machistas, que no soportaba a los ejecutivos agresivos, que estos tiburones de empresa eran unos tipos deleznables, que ella prefería con mucho al perdedor? ¿Y no era él, César, el perdedor más absoluto que Paula podía soñar en encontrar? Pero, claro, todo ese fárrago teórico debía de ser mentira. Porque las mujeres, a fin de cuentas, siempre se enamoraban del triunfador tradicional. ¿Acaso no había sucedido lo mismo con Clara? ¿No era razonable pensar que Clara le había abandonado por ser poco competitivo, poco luchador, poco agresivo? Y entonces, ¿era posible que la trampa laboral fuera tan amplia y tan maléfica? ¿Y que al fracasar en la empresa fracasaras también en lo sexual, en lo afectivo, en lo sentimental; con los hijos, con los amigos, con la familia, con la amante? ¿Como Matías y su botella de lejía? ¿No se apresuraban todos a adquirir las mujeres apropiadas a su estatus? Como la rubia teñida de Miguel, frescachona y repintada porque al enclenque Miguel le encendían las mujeres ostentosas y un poco putas. O como la rubia teñida de Quesada, asténica y más bien lánguida porque el tosco Quesada quería alardear de esposa fina. ¿No eran ambas, no eran todas esas mujeres un derivado del cargo, un beneficio añadido al salario, pura materia laboral, equiparables a una paga extra o a un trienio? Cómo podía haberle hecho Paula una faena semejante, sabiendo bien, como sabía, el maquiavélico comportamiento de Nacho hacia él. Había algo infinitamente más doloroso que el hecho de que tu novia te traicionara con tu mejor amigo, y era que se fuese con tu peor enemigo. En su obsesión por acabar con César, Nacho había dinamitado su posición en la agencia, había envenenado sus relaciones amistosas y ahora le arrebataba a Paula, como el procónsul que, en el desfile del triunfo, encadenaba a su carro a la esposa del caudillo bárbaro vencido. Pensando en estas cosas, a César se le revolvían las entrañas. Cómo has podido hacerme esto, le repetía a Paula, ya gritando. No es cierto, no es verdad, insistía ella muy bajito. Hasta que al fin se calló y le miró muy seria. Entonces César sufrió un vértigo, un mareo, un ataque de pánico. Está bien, te creo, te creo, no tienes nada que ver con Nacho, soy un idiota, farfulló apresuradamente; espérate, perdóname, quédate conmigo un poco más. Pero Paula ya se marchaba, quizá triste, quizá furiosa, sin lugar a dudas pensativa: Dejémoslo por hoy, César, ya hablaremos otro día. Y César no quería hablar ni ese día ni nunca, tan sólo deseaba creerle y poder guarecerse en el cobijo de su vientre. Así es que la acompañó, desolado y solícito, hasta la puerta, y, ya en el umbral, le regaló la hermosa pitillera de diseño italiano que acababa de comprarse el día anterior. Como quien sacrifica un preciado bien a un dios pagano. Ya sabes que yo no fumo, dijo Paula, desconcertada. No importa, quédatela, a mí me encanta, dijo César.