Bonpland se marchó del Paraguay sin querer, a principios de febrero de 1831, adonde llegó diez años atrás. El delegado Ortellado, que lo tuvo bajo su protección durante todo este tiempo, cuenta que cuando se abrazaron y lloraron juntos a la hora de la separación, Bonpland le dijo: Vea, don Norberto, me trajeron a la fuerza. A la fuerza me voy. ¡Pero no vaya a decir eso, don Amadeo! S. Md. sabe muy bien que si quiere quedarse nuestro Supremo no le negaría licencia de permanecer aquí. Este pobre Ortellado fue siempre un imbécil sensiblero. Bonpland le dio una lección: No, don Norberto. Le agradezco mucho sus palabras, pero sé muy bien que El Supremo es inexorable en su rigor como es implacable en su bondad. Cuando él no quiso, no hubo fuerza en el mundo que me arrancara de aquí. Ahora Él cree que debo marcharme, y tampoco hay fuerza en el mundo que vaya a revocar su decisión. Así fue, don Amadeo. Las páginas de esta tierra algo le enseñaron. Hace diez años que sólo tengo vagas noticias de su persona y sus trabajos. Dejó el Paraguay poco tiempo después de la muerte del orgulloso Bolívar. Bonpland marchó al exilio en medio de las bendiciones y lágrimas de un pueblo que no era el suyo, pero que él hizo que lo fuese. Bolívar huyó al exilio en medio de sus retratos rotos por la multitud de un pueblo que era el suyo, que él liberó y que luego lo expulsó. Muerto también, olvidado, despreciado, el deán Gregorio Funes, agente y espía de Bolívar en el Plata. Cuando el Grimorio Fúnebre tanto instigó a Bolívar con la quimera de la invasión al Paraguay, le dije: Déjese de chanfainas, padre Grimorio. Se puede o no se puede. Usted sabe que lo que usted quiere no se puede. De todos modos, si ha de venir su Bolívar, sepa que va a morir mucha gente, y es lástima que hombre tan principal y de muchos méritos se quede aquí a limpiarme los zapatos y ensillarme los caballos. Venga su paternidad a instalar aquí una empresa de pompas fúnebres que haga honor a su ilustre apellido y sepulcrales intenciones. Aquí hay muy buena madera para ataúdes y los mejores artesanos del mundo que le fabricarán primores de cajas. Le saldrán casi de balde y usted podrá venderlas al por mayor a los deudos porteños de los que vengan a querer pisar esta tierra sagrada, ¿me oye usted? ¡Sagrada! Si el negocio va bien, podría ampliarlo incluso a un tráfico de contrabando con las Desunidas Provincias. Los impuestos de alcabala, contribución fructuaria, los tributos de anata y demora, de remo y anclaje en el ramo de guerra, más el arancel a la exportación, no sumarían en total más de un 50 % sobre cada unidad puesta en destino. El transporte de los ataúdes podría efectuarse en flotillas boyantes o jangadas, lo que le ahorraría incluso, mi estimado deán Funes, los gastos de flete y alijo. Y no sólo esto. Las flotillas de ataúdes, convertidos en canoas, salvo los que ya vayan ocupados por sus dueños finados con honor en los campos de batalla, podrían conducir de pacotilla varios géneros de mercaderías del tamaño y peso de un hombre. No sé si me explico, reverendo deán, pero lo que digo es lo que quiero decir: Mediante este último expediente, el empresario de pompas fúnebres podría reembolsarse con los fletes cobrados por el transporte feretral… ¿Cómo? No, padre Grimorio, me oyó mal. No dije federal. Dije feretral. De féretro. ¡Vamos, con esta maldita costumbre mía de inventar o derivar palabras! Aunque lo feretral es hoy, con respecto a las Desunidas Provincias, verdadero sinónimo de federal, y no un bárbaro neologismo para designar una realidad imaginaria. Vuelta todavía más bárbara, funeraria e irreal por obra y gracia de hombres como usted, reverendo Grimorio Funes.

Murió el pobre Simón Bolívar en el destierro. Enterraron al intrigante deán, su agente y espía en el Plata. Entregaron a los gusanos, lectores neutros y neutrales de probos y de reprobos, el libro viejo y descosido de su malvada persona.

(Escrito a medianoche)

Sólo el viejo Bonpland sobrevive milagrosamente. Digo milagrosamente, lo que no es rendir ningún elogio a la mal llamada divina providencia, sino simplemente reconocer la secreta ley del azar. Salido apenas del Paraguay don Amadeo cayó en el remolino de la anarquía. De vicisitud en visicitud, de infortunio en infortunio, de desgracia en desgracia, ha debido añorar los apacibles años de su retiro en Santa María. He sabido que hace poco, en la sangrienta batalla de Pago Largo entre las tropas de Rivera y de Rosas (mis vicheadores idiotas e ignorantes no saben informarme sobre la disposición general de las fuerzas en pleito), Bonpland escapó con unos pocos de morir degollado entre los mil trescientos prisioneros que cayeron en manos del general Echagüe. Me dicen que nuevamente anda por San Borja, en las costas del río Uruguay, en Santa Ana de Misiones, o en el Yapeyú. Don Amadeo fue siempre hombre de estar en varios sitios a la vez. Lo que es una manera de tener varias vidas. Unos lo ven por Levante; otros por Poniente. Alguien asegura haberlo visto en el norte; alguien en el sur. Parecen muchos, distintos y distantes, pero uno solo y único hombre son. Ojalá mis bombeadores lo ubiquen y el chasque regrese con los bulbos de granadilla y el polvillo de la mágica tisana. Pero sobre todo con sus noticias. Lo imagino como siempre, aun entre el fragor de los galopes, bosques de lanzas, arroyos de sangre, ocupado en hojear capa tras capa el Gran Libro. Veo sus vivos ojillos celestes interrogando huellas y recuerdos de antiguas existencias.

Archivos secretos: Esos escondrijos donde la naturaleza se sienta junto al fuego en las profundidades de su laboratorio. Donde espera pacientemente durante millones de años trabajando en lo mínimo. Fabricando sus jugos, sus chispas, sus piedras. Seres extraños. Presencias ya pasadas. Presencias aún no llegadas. Invisibles criaturas en tránsito de época en época. ¡Eh don Amadeo! ¿Qué ve usted en esas páginas? A las cansadas su voz: Poca cosa, Grand Seigneur. Mucho polvo en este salmigondis. Remolinos de polvo. Desiertos enteros diez veces más grandes que el Sahara arrancados de cuajo ocupan el sitio de las nubes. Galaxias de arena ocultan el cielo, tapan el sol. ¡Esto pesa, esto pesa! Sobre las dunas millares, millares y millares de chuzas galopan cada una con un hombre degollado en ristre entre el simún de los relinchos. Hay que esperar que baje todo esto, que se aquiete, que se aclare un poco, para que se pueda volver a leer. Luces, digo fuegos, ¿ve usted fuegos? ¿Hogueras no ve su aguda vista brillar? Mais oui, Monsieur Grand Seigneur! Fuego, sí. Veo fuegos por todas partes. ¿Vivaques dice usted? También, también, esos rescoldos de los combates. Fuegos fatuos zigzaguean por los montes, por los campos de batalla. Se encienden, se apagan. Mas la llama de la vida está ahí. ¡Oh, sí! Siempre fija en un mismo lugar y en todos los lugares. Ardiendo, ardiendo. A la luz de esa hoguera leo a ratos. Veo, velo, revelo enigmas obscuros que sólo se pueden ver bien del revés… ¿Qué, ahora el franchute se me pone a copiar a Gradan? Bien, don Amadeo, entonces nada está perdido. Salvo que… ¡Espere! Escuche, escúcheme bien lo que voy a decirle. Lo escucho con toda atención, Grand Seigneur. Salvo que ese fuego, dígole don Amadeo, salvo que ese fuego sea el fuego del infierno, ¿no? Oigo de nuevo la risa fresca de Bonpland que me llega desde los cuatro puntos cardinales. Mais non, mon pauvre sire! Si hay infierno, como nos hemos habituado a pensar, el infierno no puede ser otra cosa que la ausencia eterna del fuego. Este viejo franchute, más candido que Cándido, príncipe del optimismo universal, quiere consolarme, alentarme, reanimarme. Aunque quizá tenga razón. Tiene muchísima razón. Si hay infierno, es esta nada absoluta de la absoluta soledad. Solo. Solo. Solo, en lo negro, en lo blanco, en lo gris, en lo indistinto, en lo no creado. El bastón de hierro, quieto en el punto del cuadrante; ese punto en que principio y fin al fin se juntan. Aquel viejo campesino, sentado bajo el alero de su choza, en Tobatí, fuma su cigarro, completamente inmóvil en medio del humo caolinoso de la tierra. Su no-vida tiene cien años. Pero está más vivo que yo. No ha nacido todavía. No espera, no desea nada. Está más vivo que yo. ¡Eh don Amadeo! ¡Eh! Usted es quien ahora me permite partir. Me deja partir, liberado del sobreamor excesivo de la propia persona, que es la manera de odiar mortalmente en uno a todos. Si por ahí, como quien no quiere la cosa, encuentra por azar la huella de la especie a que pertenezco, bórrela. Tape el rastro. Si en alguna grieta perdida encuentra esa cizaña, arránquela de raíz. No se equivocará usted. Debe parecerse a la raíz de una pequeña planta con forma de lagartija, lomo y cola dentados, escamas y ojos de escarcha. Planta-animal de una especie tan fría, que apaga el fuego al sólo tocarlo. No me equivocaré, mi buen Señor. La conozco muy bien. Surge en todas partes. Se la arranca y vuelve a brotar. Crece. Crece. Se convierte en un árbol inmenso. El gigantesco árbol del Poder Absoluto. Alguien viene con el hacha. Lo derriba. Deja un tendal. Sobre el gran aplastamiento crece otro. No acabará esta especie maligna de la Sola-Persona hasta que la Persona-Muchedumbre suba en derecho de sí a imponer todo su derecho sobre lo torcido y venenoso de la especie humana. ¡Eh don Amadeo! ¿Habla usted ahora con mis palabras? ¿Me está copiando? ¿O es mi corrector y comentarista el que vuelve a interrumpir nuestra charla? ¡Eh don Amadeo! ¡Eh! Ya no me contesta. Se hace el callado. Se hace el muerto. ¿No habrá muerto él también? ¡Eh franchute, contéstame! ¡Ah! Il n'y a pas de mais qui tienne! Meto yo también mi frasecita. Ensayo un poco otra vez mi pésimo francés. No sé si está bien escrito, pero ya no tengo el diccionario a mano. ¡Eh franchute! ¡Si no has muerto, si no han metido todavía tu cabeza en una jaula, habíame! ¡Ah! ¡Callarte ahora, justamente ahora, cuando en este silencio sepulcral necesito oír una voz, cualquier voz, aunque más no sea el croar de un miserable batracio!

Amadeo Bonpland regresó al Paraguay en 1857 en el barco Le Bisson, de la armada francesa, con el propósito de coleccionar plantas en Asunción, la ciudad capital que no pudo conocer durante su benigno cautiverio de diez años en las Misiones, bajo el gobierno de El Supremo. Resultó evidente que tanto como la recolección de especies naturales, le interesó vivamente saber qué había sucedido con los restos mortales del Dictador Perpetuo. El monolito que indicaba el emplazamiento del sepulcro frente al altar mayor del templo de la Encarnación había desaparecido y se había profanado la tumba. Todos sus esfuerzos por averiguar algo tropezaron con una impenetrable consigna de silencio, tanto en las esferas oficiales como populares.