«Enigma que duele muy particularmente a nuestra estirpe de Patricios es la unión de doña María Josefa Fabiana con el aventurero carioca-lusitano; algo que no tiene explicación plausible, salvo por la escabrosa fabulilla que corre al respecto, y de la cual también a V. Md., lo considero enterado.

»Una de las versiones según ya he dicho, lo da como hijo de doña Josefa Fabiana, y nacido el 6 de enero de 1766, otra, que el Dictador nació dicho día y mes, pero de 1756, o sea diez años antes, de la unión que mantenía José Engracia, o Graciano, o García Rodríguez, con la barragana o concubina que este sujeto al parecer trajera consigo en su venida al Paraguay, entre el grupo de portugueses-brasileros contratados por el gobernador Jaime Sanjust a solicitud de los jesuitas, en 1750, con destino al beneficio del tabaco.

«Tanto uno como otro enredo ha quedado disuelto en la nebulosa de testimonios y papeles más o menos apócrifos; pues, como usted sabe, nada consta de cierto acerca de estos hechos que atañen al origen y genealogía que el Dictador ha tratado de mantener ocultos hasta su ascenso al Poder Absoluto.

«Pero esto es harina de otro costal».

¿Soy yo el gancho de bitácora de la pestilente brújula? Aferrado a la pértiga del timón el piloto me mira de soslayo y corrige de tanto en tanto el rumbo sobre la sinuosa vía del canal, entre los traicioneros bancos de arena. La masa compacta del hedor, más pesada que la carga, sin embargo hunde la sumaca por debajo de su línea de flotación. ¡Bienvenido salvaje olor ferino si vienes solo! Mi compañero, mi camarada. Inútil recoger los pensamientos en fuga por las malas furias de la vida. Me detengo en una memorable invocación: Por el Viviente que no muere ni ha de morir. Por el nombre de Aquél a quien pertenecen la gloria y la permanencia. Las palabras no son suyas. Las palabras no son de nadie. Los pensamientos pertenecen a todos y a nadie. Igualmente este río y los animales: Desconocen la muerte, los recuerdos. Desertores del pasado, del porvenir, no tienen edad. Esta agua que pasa es eterna porque es fugaz. La veo, la toco, precisamente porque pasa y se repone en el mismo instante. Vida y muerte forman el pulso de su materia que no es figura únicamente. En tanto yo, ¿qué puedo decir de mí? Soy menos que el agua que pasa. Menos que el animal que vive y no sabe que vive. En este momento que escribo puedo decir: Una infinita duración ha precedido mi nacimiento. YO siempre he sido YO; es decir, cuantos dijeron YO durante ese tiempo, no eran otros que YO-ÉL, juntos. Pero a qué acopiar tantas zonceras que ya están dichas y redichas por otros zonzos a-copiadores. En aquel momento, en este momento en que voy sentado sobre el sólido hedor, no pienso en tales barrumbadas. Soy un muchacho de catorce años. Por momentos leo. Escribo por momentos, escondido a proa entre los tercios de yerba y la corambre nauseabunda. Descuido. Diversión. Estoy aún en la naturaleza. Por momentos dejo caer la mano en el agua recalentada.

Ya camina a veinte días el tiempo de este viaje. El que dice ser mi padre, dedicado ahora al tráfico comercial, capitanea su barca. Erguido entre los barriles, como entre las troneras de un fuerte. Se dirige hacia el puerto preciso de Santa Fe, donde reina inexorable el estanco del tabaco, junto con otros leoninos impuestos a los productos paraguayos.

Mi presunto padre ha decidido enviarme a la Universidad de Córdoba. Quiere que me haga cura. Quiere que me haga picaro. Quiere liberarse de mi fastidiosa presencia. Mas también quiere hacer de mí su futuro báculo, curtido el vastago en tanino eclesiástico. Por ahora me ha cargado en la sumaca, entre los cueros y las especias, el sebo y el maíz. Yo, la más ínfima, la más despreciable de sus mercancías.

Alguien, acaso la dama patricia que pasa por ser su esposa, que pasa por ser mi madre, ha pronosticado: ¡Algún día oirán a este oscuro niño condenando el nombre de su padre en la cima del Cerro del Centinela! La dama patricia era muda. Atacada por algún mal en la garganta, perdió el habla. Al menos yo jamás escuché de sus labios voz humana, ruido o rumor que se le pareciese. De modo que el pronóstico hubo de ser escrito por ella en las tablillas que usaba para comunicarse. Mientras dormía, una siesta, escondíle la pizarra y las marcólas de escayola. Las hice polvo a martillazos. Entérrelo en un baldío. La proveyeron de nuevas pizarritas y tizas. Volvió a escribir con letra más firme: ¡Algún día oirán a ese oscuro niño condenando a su padre y a su madre! Luego de escribir esto, la muda quebró la pizarra y rompió a llorar sin parar siete días seguidos. Tenían que mudarle a cada momento las sábanas, las almohadas, los colchones empapados. Nadie supo qué quiso significar. Probablemente alguien allegado a la casa, el coronel Espinóla y Peña (de quien también se murmuraba que era mi verdadero padre), acaso el bellaco de fray Bel-Asco, quién sabe quién leyó en algún libro la sentencia sibilina. La repitió el aya en sus cantares. La cosió al forro de mi destino.

(En el cuaderno privado)

Nunca he amado a nadie, lo recordaría. Algún residuo habría quedado de ello en mi memoria. Salvo en sueños, y entonces eran animales. Animales de sueño, de trasmundo. Figuras humanas de una perfección indescriptible. Sobre todo esa criatura que las cifraba a todas. Visión-mujer. Astro-hembra. Cometa-errante. Ser extramundano de ojos azules. Blancura resplandeciente. Larguísima cabellera de oro, emergiendo de entre los vapores del horizonte, barriendo, cubriendo a fantástica velocidad todo el arco del hemisferio equinoccial.

No amé a Clara Petrona Zavala y Delgadillo. Por lo menos bajo la forma de amor normal que no se da a un ser anormal como yo. ¿No entiendes que lo imposible no se da en un mundo normal?, me digo y repito. Especialmente para un espíritu como el que he tenido toda la vida. Siempre alerta contra mí mismo; desconfiando siempre, hasta de lo más confiable.

De pronto estas furias cegadoras. Súbitas violencias. ¿Por qué estos arrebatos salvajes? Esta cólera, esta feroz exaltación levantándose de repente en mi interior con la saña de un viento devastador. Sin más causa y razón que su propia sinrazón. Estas terribles erupciones que han hecho de mi vida un infierno. Un tan largo morir para la fatiga de haber nacido dos veces. Una sola es ya demasiado. ¡Tan cansado a la larga!

En cierto sentido puede que haya sido una lástima. No haber encontrado, merecido una buena esposa que me ayudara a ser un hombre calmo. Un marido. Resignado a no ser más que eso. Tal vez estaría sentado al sol fumando mi cigarro, palmoteando el trasero de las terceras o cuartas generaciones. Dando vueltas en el caletre, en la punta de la lengua, el regusto de lo que habrá para cenar entre los olores que vienen de la cocina, los ruidos de los cubiertos. Considerado, respetado por todos. Chancletario placer, en lugar de arrastrar gastados zapatos sobre los mismos viejos o nuevos caminos. Estar. Quedarse. Permanecer. A un espíritu como el que siempre he tenido, nunca le han gustado los viajes, contratiempos trajinadores.

Ah si no fuera por esta horrible desazón que siempre he tenido, habría pasado mi vida encerrado en una gran habitación vacía, llena de ecos. No en este agujero de albañal. Sin nada más que hacer que escuchar el silencio mucho tiempo guardado. Un gran reloj de péndulo. Escuchar, amodorrarse. No los ruidos del espíritu traqueado, enfermo. Las flatulencias intestinales. Oír el tic tac del péndulo. Seguir con los ojos el vaivén que va de lo negro a lo blanco. Ver las pesas de plomo colgando cada vez más bajas, hasta que me levanto de mi silla. Subo las pesas una vez a la semana.

Según el proverbio latino Stercus cuique suum bene olet, a cada cual le gusta el olor de su estercolero, ¿habría aguantado mi buena esposa, por sufrida que hubiera sido, las miserias de una vida conyugal? Supongamos que le hubiese tocado en suerte aquel hombre, del que habla el obispo de Hipona, forzado por los gases de su vientre a peer incesantemente durante más de cuarenta años hasta que bajó al sepulcro, puede decirse en alas de esos vientos de sus interioridades.

Pongámosnos sin embargo en el mejor de los casos. Imaginemos la variante optimista propuesta por Vives, el glosador del santo, con otro ejemplo de su época; el del hombre que mantenía el poderío de su voluntad sobre el trasero, el más rebelde, el más tumultuario de nuestros órganos. A tal obediencia lo habría sometido, que lo obligaba a expeler esos gases en forma de aires musicales variando cada tanto la partitura; de tal suerte que muchos lo visitaban deseosos de deleitarse con esos odorantes conciertos. Vives afirma que el virtuoso se hallaba a veces tan inspirado en el solitario retiro de su cámara, que la calidad de sus ejecuciones rayaba a la altura de los mejores gaiteros, de los más renombrados dulzaineros del país. Son excepciones. Mas pensemos por un momento en la pobre mujer del hombre con trasero músico. ¿Habría soportado sin enloquecer oyendo por más de cuarenta años sin cesar un solo minuto, los solos de ese clarinete?

Mas no solamente los gases. También el reumatismo, el mal de piedra, los incontables trastornos de la edad, de la salud. No son estas inevitables goteras las únicas que enmohecen, deterioran, agrietan la unión conyugal. Hay que contar sobre todo con el peor de los achaques: la soledad de dos en compañía. El tener que verse, frotarse, soportarse de grado o por fuerza, un día, todos los días sin más término que la muerte misma. Estar el uno al acecho del otro. Soportar sus respectivos caprichos, manías, antojos. El grío tiránico de no poder aceptar un pensamiento diverso al propio. Entonces no hay más remedio que no dejarse ver nunca en las comidas. Huir del otro. No hablarle jamás. Sobre todo cuando el otro pertenece a la especie de gente fanática que cree rendir culto a su propia naturaleza desnaturalizándose; que se enamora de su menosprecio; que se enmienda empeorando. ¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza, para quien sus propios placeres son dura carga! La compañía de un perro es más humana en estas condiciones que la de un marido estrafalario, que la de una histérica mujer. Nostri nosmet poenitet . Nosotros mismos somos nuestra penitencia, decía Terencio con razón.

Hay quien oculta su vida.

No; no amé a ninguna mujer que no fuera ese cometa-mujer.

No pude haber amado a Clara Petrona Zavala y Delgadillo. Si por un instante ocupó el lugar de mi Dulcinea celeste, lo fue sólo por un instante.

En todo caso formaba una sola persona con Clara Petrona su madre, doña Josefa Fabiana. La hija, sombra crepuscular de esa mujer, a quien yo di, no los porteños, el nombre de Estrella del Norte. Mas este nombre corresponde en verdad a un astro de mi cosmos secreto que yo mismo no conozco.