Hay quien habla de los pelos, huesos y dientes de la tierra. Gran animal es. Nos lleva sobre su lomo. A unos más tiempo, a otros menos. Un día se cansa, nos voltea y nos come. Otros hombres, que son los hombres-dobles, salen de sus entrañas. El Primer-Abuelo de los indios monteses, según el sueño hablado y cantado de sus tradiciones, salió de las entrañas de la tierra arañándola con sus uñas. Osos hormigueros salieron de la tierra comedora de hombres en busca de la Tierra-sin -Mal. Salieron a comer miel. Unos se transformaron en osos mieleros. Otros en jaguares blancos. Éstos se comen la miel y a los comedores de miel. Pero a la tierra, pelos, huesos y dientes colorados, le importa un pito de todos estos perendengues. Ella siempre acaba por comerse a los que entran y a los que salen de su entraña. Está abajo esperando. ¡Muy cierto, Señor!

(Escrito a la madrugada. Cuarto menguante)

Disfrazado de campesino llegué esa noche a Santa María. Hice esperar a mis hombres a una legua, escondidos en el monte. Cubierto por mi sombrero de paja a dos aguas, me metí en la fila de los enfermos que esperaban frente a la choza en la falda del cerrito. Me tocó estar entre un paralítico y un leproso, echados en el suelo; el uno con sus llagas y el aviso de su mal en un sombrero coronado de velas; el otro, sepultado media res en la inmovilidad total. Me eché yo también, haciéndome el dormido, la cara pegada a la tierra pelada con olor a mucho trajín de enfermedades. Los dejé pasar. Cuando abrí los ojos me vi frente a un hombre rechoncho, lozano, fresco. Melena canosa, casi platinada. Pelo muy fino barriéndole el hombro. Idéntica a él, su voz me dijo: No se saque el sombrero. No se descubra. No me tocó. No me auscultó. No preguntó por mis males. En seguida, sin hablar, sin preguntar, supo más de mí de lo que yo mismo sabía y podía contarle. Tome esto. Me tendió un manojo de bulbos y raíces. Parecían mojados por una resina muy gomosa. Mande hervirlos y poner la infusión al sereno durante tres noches seguidas. Sacó una petaquita parecida a la que yo uso para el rapé. La abrió. Adentro fosforileó un polvillo con la verdosa luminosidad de los lámpiros. Eche esto en la infusión. Tendrá su tisana de Corvisart. Casi sin aliento, guardé los bulbos y la cajetilla en mi matula de peregrino. Intenté sacar unas monedas. Puso su mano sobre mi mano. No, dijo, mis enfermos no pagan. ¿Me conoció? ¿Me desconoció? Vida no es entendida. No me reconoció visual. Puede que no. Puede que sí. Lo que respetó fue el secreto contado sin palabras, a la sombra del sombrero que celaba mi sombra. Salí tropezando de puro contento en la infinidad de bultos tumbados en el suelo. Gentío semejante en la obscuridad a quejumbroso muerterío. Avancé pisando manos, pies, cabezas que se levantaban y me insultaban con el tremendo rencor de los enfermos. Pero aun esos insultos me hicieron más feliz todavía. La salud no conoce el lenguaje de la cólera. Yo la llevaba en mi bolsa.

Bebí la tisana por tres días. Durante tres años mi cuerpo desbebió todos sus males.

Sin ninguna añoranza de la Malmaison, del fausto de la corte napoleónica, olvidado de su propio renombre, don Amadeo continuó disfrutando de su paradisíaco rincón en la campiña paraguaya, cada vez con mayor acomodo. Protegido, querido, venerado. Mientras se aprestaban ejércitos, conjuras, papeladas, emisarios de todas partes del mundo, científicos de prestigio cierto, mas también inciertos rufianes políticos que buscaban atraerlo al servicio de sus intereses, el compadre Amadeo me enviaba yuyitos para mis achaques; los bulbos gomosos y el polvo fosfórico de Corvisart.

Grandsire fue distinto. Vino en busca de Bonpland. Vio y se convenció. Dijo con toda claridad lo que debía decir sin faltar excesivamente a la verdad. Al otro lado del mar, los hombres de ciencia más conspicuos de la época esperaban sus informes. Todos seguían viendo en Bonpland desde lejos al Bonpland que ya no era: Humboldt, al Bonpland que lo salvó de los caimanes en el naufragio de las canoas en el Orinoco, o sobre las nieves del Chimborazo, o buscando en plena noche a su compañero en la espesura de la selva ecuatoriana. Los otros, con sus ojos de pavos reales, al sabio cortesano de la Malmaison y de Navarra, el artista jardinero de Josefina. Los más águilas, al águila caudal de la ciencia; al naturalista, que luego de recorrer con Humboldt más de nueve mil leguas por toda América, regresó a París con una colección de sesenta mil plantas y cerca de diez mil especies desconocidas. Humboldt y Bonpland, el Castor y el Pólux de la Naturaleza no se volverían a encontrar bajo las constelaciones equinocciales.

¿Cómo le va en Misiones, don Amadeo?, le mando decir. ¡Prodigiosamente bien, Excelencia! Raro que no dispare su frasecita en francés. Se cuida de hacerlo, aleccionado por lo que le pasó a Grandsire cuando vino, según él, a «rescatarlo de su cautiverio». Devuélvele a ese venido, ordené al mayordomo de Itapúa, su impertinente oficio, diciéndole de mi mandato que su frivolo papel, el estilo ridiculamente altanero y su confusa escritura y mala tinta lo hacen incomprensible y despreciable. Di, mayordomo, a ese supuesto y seguramente falso enviado del Instituto de Francia, que aquí no admitimos la internación de personas que puedan ser sospechosas de alterar la seguridad, tranquilidad e independencia de esta República. ¿Qué es la ridicula especie con que se avanza el francés a pretender encubrir sus propósitos de venir a buscar en el Paraguay esa juntura o unión del río de las Amazonas con el de la Plata? Aun cuando la hubiese, que todo el mundo sabe que aquí no la hay, no se permitirá a estos naturalistas o desnaturalizados espías que bajo disfraz de científicos entren en nuestros territorios a observar, escudriñar y practicar otras cosas más de lo que declaran, manifiestan o aparentan, ocultando sus verdaderos fines. Demás de todo esto, ¿qué es eso de alegar el enviado del Instituto de Francia su ignorancia del español? ¿Qué cree que pueden hacer aquí los ignorantes? Si él no sabe nuestro idioma, el Gobierno tampoco está en la obligación de saber el suyo. Di pues a ese caballero Grandsire que aquí no hablamos francés y que el Gobierno del Paraguay no está dispuesto a pagar un intérprete para atender ni entender sus engañosas pretensiones, de modo que no sólo no será recibido sino que se le emplaza a poner los pies en polvorosa. Esto quiere decir, mi estimado mayordomo, que el nuevo espía o lo que fuere, debe marcharse de inmediato, no que lo quemes a cartuchos de pólvora, o sea que lo fusiles sin más, como estás acostumbrado a hacer con los intrusos de la otra orilla.

El compadre Amadeo sabe que yo hablo francés, pero a él se le escapan sólo por descuido esas frasecitas e interjecciones que los pedantes ponen adrede en sus escritos para aparentar que saben lo que no saben. ¿Cree usted que llegará a recoger aquí por lo menos unas seiscientas mil plantas? ¡Oh creo que oui oui, Monsieur le Dictateur si Dieu y Vuecencia me lo permiten! Oigo la risa fresca de don Amadeo. La tierra del Paraguay, Excelencia, es el cielo de las plantas; las tiene en mayor número aún que estrellas el firmamento y granos de arena los desiertos. He interrogado con perseverancia las capas de nuestro planeta. Las he abierto como las hojas de un libro donde los tres reinos de la naturaleza tienen sus archivos. En cada una de sus páginas, cada especie, antes de desaparecer, ha depositado su huella, su recuerdo. El hombre mismo, el último venido, ha dejado las pruebas de su antigua existencia. ¿Ha leído usted todas esas páginas, don Amadeo? ¡Imposible, Excelencia! ¡Llevaría millones de años y sólo estaríamos al comienzo! ¿Qué le parecen las páginas del Libro en el Paraguay? Aquí tengo que profundizar, Excelencia. Hurgar capa tras capa hasta lo más hondo. Leer de derecha a izquierda, del revés, del derecho, hacia arriba, hacia abajo. No sólo eso, don Amadeo. Aquí debe leer estas páginas con una pasión desinteresada. Absolutamente desinteresada. El que lograra esto iniciaría una especie única en este planeta. Conformados en lo que somos, no podemos saberlo ni adivinarlo siquiera. Tiene razón, Excelencia. Yo he recogido cerca de cien mil plantas y doce mil seiscientas especies, absolutamente ignoradas, de los tres reinos que en esta República son en extremo prolíficos y variados. Quisiera quedarme aquí, Monsieur le Dictateur, hasta el fin de mis días, si S. E. me da licencia. Por mí, don Amadeo, puede quedarse todo el tiempo que quiera. Aquí, la perpetuidad es nuestro negocio. Yo en lo mío. Usted en lo suyo. Pero él estaba enredado en una maraña de conspiraciones, asechanzas, astutas emboscadas de los enemigos del país. No digo que él se prestara a ser usado, sino que los falsarios mirmidones se aprestaban a usarlo de todos modos.

Es un gran error tanto en París como en Londres, dijo el propio Grandsire, pensar que el Dictador del Paraguay retiene a Bonpland por un motivo de enemistad personal contra él o por un capricho. No, señor, no es así, y sin la posición en extremo delicada en que se encuentra colocado el Dictador hacia las turbulentas repúblicas que le rodean; sin su vivo deseo de hacer respetar su país y ponerlo en libre comunicación con el resto del mundo, M. Bonpland no tendría que gemir, desde hace cinco años, en la cautividad que comparte con otros franceses, italianos, ingleses, alemanes y americanos que sufren la misma suerte. Por fin alguien entendía algo: Esos pocos particulares presos, aparte de los traidores y conspiradores, lo están en calidad de rehenes de la libertad de todo el pueblo. Es conocer muy poco el genio y el carácter del Dictador Supremo el creerle susceptible de ceder al temor, o a una amenaza, agrega Grandsire. Sí, señor; es conocerme muy poco. Si no, que lo diga el propio Bolívar, a quien ni siquiera contesté su nota, mezcla confusa de súplica, querella y amenaza. También Parish, el cónsul general del imperio británico en Buenos Aires, y otros aventureros menores que osaron meter las narices en el Paraguay, pueden decir algo sobre esto. Grandsire escribió al barón de Humboldt conceptos ciertos. En honor a la verdad debo decir, dice el francés, que por todo lo que veo aquí, los habitantes del Paraguay gozan desde hace 22 años de una paz perfecta, bajo una buena administración. El contraste es en todo sorprendente con los países que he cruzado hasta ahora. Se viaja por el Paraguay sin armas; las puertas de las casas apenas se cierran pues todo ladrón es castigado con pena de muerte, y aun los propietarios de la casa o de la comuna donde el pillaje sea cometido, están obligados a dar una indemnización. No se ven mendigos; todo el mundo trabaja. Los niños son educados a expensas del Estado. Casi todos los habitantes saben leer y escribir. (Omito su juicio sobre mi persona, pues aunque sean sinceros me molestan los elogios de particulares.) Este país puede llegar a ser un día de la mayor importancia para el comercio europeo. El Dictador está muy irritado por los vituperios que el gobierno de Buenos Aires esparce a su respecto en los periódicos europeos. Ayer he tenido ocasión de ver a un cultivador, vecino de Bon-pland, con quien éste se encuentra todos los días. Afirma que aquí sigue muy bien, que posee tierras que le ha ofrecido el Dictador, que ejerce la medicina, que se ocupa de la destilación del alcohol de miel, y que continúa siempre con pasión recibiendo y describiendo plantas que aumentan sus colecciones de día en día. El «prisionero» Bonpland escribió a su colega, el botánico Delille: Estoy tan contento y vigoroso como me habéis conocido en Navarra y Malmaison. Aunque no tengo tanto dinero, soy amado y estimado por todo el mundo, lo que es para mí la verdadera riqueza. Dejé que se llevara todo lo suyo, ganado, dinero, colecciones, papeles y libros, su fábrica de licores y aguardiente, su taller de carpintería y aserradero, los enseres y camas de su hospital y maternidad. Los campesinos paraguayos acompañaron al francés hasta la frontera. Lo despidieron con cánticos, lamentaciones y vítores. El batallón de Itapúa escoltó la flotilla del viajero en el cruce del Paraná. La algarabía no cesó hasta que la multitud lo perdió de vista. Los de la escolta a su regreso refirieron que apenas pisó tierra del otro lado, le robaron cuatro caballos. ¡Cómo se ve que ya no estamos en el Paraguay!, contaron que dijo don Amadeo volviendo hacia nuestras costas los ojos arrasados de lágrimas. Descuido que aprovecharon los correntinos para robarle el resto de su caballada y equipaje.