El obispo se ha hincado de rodillas apuntando la cruz pectoral hacia la deslumbrante aparición. ¡Vade retro Satanás! El gobernador aulla órdenes, gritos que parecen chillidos de ratón entre los rugidos del tigre. A una nueva descarga, el lengendario aborigen castañetea los dedos. El tigre se eleva de un salto por encima de la aterrada concurrencia. Convertido ahora sí en meteoro, en cometa. Transpone el río y se pierde en el cielo hacia las cordilleras del Naciente.

La sortija en forma de una serpiente que se muerde la cola creció en la falda de la hija del gobernador. 1 Pronto envolvió en su círculo a la muchacha, al enloquecido padre, al obispo, a los cabildantes, regidores, corregidores y miembros del clero. La víbora-virgo seguía creciendo. Cubrió la plaza, los edificios con sus balcones cuajados de mujeres de la aristocracia. Al mismo tiempo el metal de la sortija parecido al iterbio, el duro metal de las tierras vírgenes, fuese ablandando, transformando en materia viscosa-escamosa. Las escamas volaban y quedaban suspendidas en el aire, más livianas que el vellón-de-la-virgen. De pronto el inmenso viborón estalló en irisadas partículas. En el palco oficial hubo una barahúnda. La hija del gobernador yacía sobre las alfombras que recubrían el tabladillo, desangrándose. Las albas polleras habían tomado el color de la cenefa carmesí de la sortija. La multitud prorrumpió en un clamoreo de supersticioso pavor: ¡Castigo de Dios! ¡Castigo de Dios! En medio de la batahola, el gobernador y el obispo discutían acaloradamente sobre si se debía mandar traer al médico o el viático.

El Príncipe de la Paz y Gran Ayuntador salió del Retrato, atravesó el arco de la Inmortalidad y abrazó al consternado Lázaro de Ribera. ¡Muy bien, muy bien, mi querido gobernador! ¡Un verdadero cuento de hadas! Permitidme congratular a vuestra hija por su maravilloso trabajo en el papel de cisne. ¡Es algo en que se ahoga uno! ¡El matador de cisnes es algo que siempre me ha hecho delirar! ¡Ese extraño asesino que mata a los cisnes para oír su último canto! ¡Ah ah ah! ¡Indecible, inconmensurable, imponderable maravilla! El valido de la reina se inclinó sobre la cabeza de la serpiente. ¡Ved, ved esto! ¡Los animales conservan en sus ojos la imagen de quien los ha matado y dura hasta la descomposición! Y ahora, mi querido Lázaro, vuelvo al retrato, dijo el Gran Ayuntador. Proseguid la función.

Los festejos continuaron hasta el décimo día y uno más.

El relatorio del Cabildo acerca de estos festejos expresa: «Jamás podrá citar esta provincia una época más brillante que la presente. Su poder era hasta hace poco tiempo ilusorio y precario; su comercio lleno de trabas y embarazos, estaba sin movimiento; su erario sin consistencia; sus fronteras indefensas eran insultadas; sus recursos, aunque fecundos, sólo existían en el nombre; y las fiestas que se celebraron en homenaje al Príncipe de la Paz, cuando concedió a este Cabildo el insigne honor de aceptar su nombramiento como Regidor y Ayuntador Perpetuo de Mayor Preeminencia y Autoridad, su Celador y Sublime Príncipe del Real Secreto, constituyen cabal prueba de este brillante presente de poderío, prosperidad y grandeza».

Los anales y fastos de la Provin cia del Paraguay que registran hasta las últimas minucias de una época monótona y monotonal -bodas, bautizos, óbitos, extremaunciones, primeras comuniones, exequias, funerales, novenarios, enfermedades, recetas de cocina y hasta fórmulas herbolarias para aumentar o neutralizar el vigor genésico de las parejas- refieren asimismo con lujo de detalles las festividades ya mencionadas. Nada dicen, sin embargo, acerca del extraño episodio protagonizado por la hija del gobernador y el alado caballero axé-guaya-kí, que es como ahora denominan los etnólogos a la tribu de los antiguamente llamados ceratos, kaaiguás, barbudos, gualachíes, y otros diversos nombres.

Tampoco el Diario de Sucesos Memorables , maniáticamente minucioso, contiene la más ligera alusión al hecho relatado por El Supremo. Hay que remontarse a las más añejas crónicas de la Colo nia para hallar alguna que otra pista sugeridora. Du Toict, 1651, habla de los gualachíes: «Gente salvaje cuya ferocidad sobrepuja a la de los bárbaros del Guayrá. Probablemente antropófagos, se alimentan de la caza, comen de todas las sabandijas, pero lo principal de su alimentación es la miel de abejas de los montes por la que sienten verdadera pasión. Nunca fueron sometidos por los conquistadores y menos reducidos por los Misioneros a las ventajas de nuestra santa religión, para ser inseminados de cristiana humanidad. Ni creo que lo serán jamás. Una característica común de esta tribu es el color claro de su piel, lo que ha dado pie al absurdo mito de su descendencia europea. Por el contrario, son los salvajes más salvajes que pueblan esas salvajes regiones. Están regidos desde tiempo inmemorial por un famoso cacique, brujo y terrible tirano al que sus subditos atribuyen el don de la inmortalidad. Han difundido la no menos absurda leyenda de que no solamente es inmune a las armas de los europeos, sino de que puede también cambiar de aspecto a voluntad en las más extrañas metamorfosis y hasta volverse invisible. Dicen que recorre sus dominios por tierra o por aire montado en un tigre azul, uno de los mitos zoomorfos de su cosmogonía». (Relación sobre la Gente Caaiguá, passim .)

He cotejado hasta el cansancio no sólo la correspondencia de Lázaro de Ribera (el gobernador que mandó quemar el único ejemplar del Contrato Social que existía en el Paraguay); también sus referencias genealógicas y biográficas. Estos documentos coinciden en afirmar que el incendiario gobernador tuvo dos hijas: una con su esposa legítima y otra con alguna de sus mancebas indias. Una de estas hijas murió de muy corta edad; la otra alcanzó la pubertad y, si el Preste Juan no miente, parece que incluso llegó a la vejez. No he podido precisar, sin embargo, cuál de ellas. Por otra parte, en la tradición oral existe el mito del jinete alado que se robó a la hija de un Karai-Ruvichá-Guasú, Gran-Jefe-Blanco . (N. del C.)

El día undécimo, alentado por las visibles muestras de confianza y apoyo del Príncipe de la Paz, Lázaro de Ribera firmó los decretos que mantenían la encomienda de indios y abolía la dispensa del servicio militar a los tabaqueros: Sus dos obsedentes aspiraciones. Al fin había podido concretarlas, eludiendo el cumplimiento de la real voluntad.

1840

Congresos. Paradas militares. Procesiones. Representaciones. Torneos caballerescos. Desfiles. Mojigangas de negros e indios. Funciones patronales. Exequias dobles. Triples funerales. Conspiraciones, muchas. Ejecuciones, muy pocas. Apoteosis. Resurrecciones. Lapidaciones. Júbilos multitudinarios. Congoja colectiva (sólo después de mi desaparición). Festividades de todo orden. Eso sí, con todo orden. ¡Y todavía hay pasquinarlos que se atreven a presentar la Dictadura Perpetua como una época tenebrosa, despótica, agobiante! Para ellos sí. Para el pueblo no. ¡ La Primera Re pública del Sur convertida en Reino del Terror! ¡Archifalsarios felones! ¿No les consta acaso que ha sido, por el contrario, la más justa, la más pacífica, la más noble, la de más completo bienestar y felicidad, la época de máximo esplendor disfrutada por el pueblo paraguayo en su conjunto y totalidad, a lo largo de su desdichada historia? ¿No lo merecía por ventura después de tantos sufrimientos, padecimientos e infortunios? ¿Esto es lo que entenebrece y entristece a mis antiguos enemigos y detractores? ¿Es esto lo que los colma de odio y perfidia? ¿De esto me acusan? ¿Esto es lo que no me perdonan ni me perdonarán nunca? ¡Bien frito estaría si necesitara de su absolución! Por de pronto, la memoria de la gente-muchedumbre, los cinco o seis sentidos más comunes abogan, testimonian a mi favor. ¿No tienen ustedes, consignatarios de calumnias y necedades, ojos para ver, oídos para oír?

Por de pronto, el primer testimonio. ¿No escuchan los sones marciales que aturden los tímpanos de los más sordos? Me enorgullezco de haber hecho de Asunción la capital con más bandas de músicos en el mundo entero. Son exactamente cien las que atruenan en la ciudad en este momento, casi al unísono. Sólo con una infinitesimal diferencia de tono, de ritmo, de afinación, regulados con matemática precisión. Infinitos ensayos. Paciencia infinita de maestros y ejecutantes hasta la producción de sonidos, síncopas y silencios en relieve. Volúmenes estereofónicos (no estercóreos como el zumbido pasquinario), hacen de la comba del cielo su caja de resonancia y de la tierra y del aire sus medios naturales de propagación. Tal si los elementos mismos fueran las bandas de músicos. Callan los instrumentos y las secciones cónicas del silencio continúan vibrando llenas de música marcial. Parábola del sonido que se sobrevive circularmente, al igual que la luz, en el punto en que el círculo se abre y se cierra al mismo tiempo. Escuchen. Aún está sonando la charanga del mismo, solo y único desfile que brindé a la turbamulta de enviados imperiales, directoriales, provinciales, urdemales. En desagravio del país. Años 1811, 1813, 1823.

Superpuestos los enviados plenipotenciarios de Buenos Aires, Herrera y Coso, y del Imperio del Brasil, Correia. Transpuestos a la dimensión que les obligo mirar. Sentados unos encima de las rodillas de los otros. En el mismo lugar aunque no en el mismo tiempo. Miren, observen: Les ofrezco el despliegue de la parada que cubre dos primeras décadas de la República, incluida la última década de la Colonia. Distingan lo ilegítimo de lo legítimo. Lo puro de lo impuro. Feo es lo bello y lo bello feo. ¡Pásmense zonzos! Vean los límites. Las líneas divisorias de las aguas. El lado de aquí y el lado de allá de lo real. Realeza de la realidad emitiendo destellos en la neblina del papel entre los renglones de tinta. Pluma-espina, éntrales por los ojos y por los oídos. Y vosotros, distinguidos huéspedes, fijad en vuestras retinas, en vuestras almas, si es que las tenéis, estas visiones feas/bellas. La tierra tiene burbujas como las tiene el agua, murmura el jacarero Echevarría. Pero ellas se han esfumado. No, mi estimado doctor. Las burbujas continúan allí. Si no las ve, aspírelas. La respiración invisible también es corpórea. Si usted deja de respirar se muere, ¿no? ¡Nunca he visto una manhá mais hermosa!, exclama Correia. ¿Existen de veras esos seres que vemos?, pregunta el brasilero. Herrera, que ha dado alguna vez la mano a Napoleón, le replica humillado, rencoroso: ¿No ve que son fantasmas? Nos habrán dado de comer alguna raíz dañina, de esas que encarcelan la razón. Correia se estremece. No se preocupen, mis estimados huéspedes. Un temor real es menos temible que uno imaginario. Pensar en un crimen, cosa todavía fantástica es. Cometerlo ya es cosa muy natural. ¿No sabían, señores, que sólo existe lo que aún no existe? Los ojos bisojos de Echevarría parpadean en los présbites de Correia. Los bigotes de gato del Coso, en la cara de sapo de Herrera, que se ha comido su vieja piel. Perdonen, nobles señores. Sus actuaciones figuran en un registro cuyas páginas leeré todos los días hasta el fin de mi vida. Suceda lo que suceda, el tiempo y la ocasión ayudarán a sortear los escollos. Ahora no nos perdamos la parada.

1 «A poco de la llegada de Lázaro de Ribera a la Provincia, sucedió un hecho terrible. En el distrito de la Villa Real, ciento cincuenta hombres se armaron con el pretexto de reconvenir a los indios por la infracción de la paz, sorprendieron una toldería y mataron 75 indios rendidos y sin defensa. Fueron atados por las cinturas y unidos a caballos que llaman "cincheras", siendo todos muertos a golpes de macanas, sables y lanzas. Todo consta en los cinco autos que se elevan. El principal responsable fue el comandante José del Casal. El bárbaro acto tuvo lugar el 15 de mayo de 1786. Ribera se había recibido del gobierno el 8 de abril. Ha nombrado como juez de la causa al comandante José Antonio Zabala y Delgadillo.

»La carnicería con resabios de la muerte de Tupac Amaru en el Cuzco, con la nota sobresaliente del descuartizamiento por caballos conmovió a toda la Provincia. Casal, mediante influencias y sus riquezas, escapó al castigo.» (Julio César, op. cit.)

Sin embargo, algún tiempo después, el etnocida Casal cayó en desgracia. Por todos los medios, según consta en las instancias del juicio, José del Casal y Sanabria trató de obtener la defensa de El Supremo quien, por entonces, ejercía su profesión de abogado sin detentar aún ningún cargo público ni influencia oficial alguna. «Entre todos los papelistas que defienden pleitos -escribe el matador de indígenas al juez- es el único que puede sacarme a flote. Le he ofrecido la mitad de mi fortuna, y más también, por tan señalado servicio. Mas todo ha sido en vano. No sólo el orgulloso abogado se ha negado tenazmente a patrocinar mi causa y por lo mismo me hallo inerme e indefenso; también se ha atrevido a calificar injuriosamente mi proceder contra esos salvajes de los montes afirmando, como es público y notorio, que ni por todo el oro del mundo movería un dedo a mi favor, cuando por el contrario, como Dios y nuestro Exmo. Sr Gobdor saben, mi susodicho proceder sólo ha sido en bien de toda la sociedad.» (N. del C.)