Silencio de tres sombras. Tres veces silencio en la penumbría del gabinete. Están sentadas allí hace mucho rato. No se puede decir que tengan buen semblante. Pero para poner buen semblante no hay más remedio que acordarse de todas las contrariedades. Disculpen, nobles señores. De seguro estarán fatigadas sus mercedes con tantas bufonerías. Olvídenlas, se lo ruego. Lo que es necesario recordar es el bien de nuestras patrias. Debemos reflexionar sobre lo que hemos convenido. Sopesar hasta el último grano la justicia de nuestro pacto. Hacerlo cumplir. Sobre todo eso. Hacer cumplir lo hablado, lo escrito, lo pactado, lo firmado. Ustedes dos en su país, por medio de su gobierno, con el respaldo de la soberanía del pueblo en sus honorables asambleas legislativas. Yo a mi vez aquí haré lo mismo. Mejor dicho, denlo ya por hecho, puesto que mi voluntad representa y obra por delegación la incontrastable voluntad de un pueblo libre, independiente y soberano.

Las dos sombras no contestan. El volido de un moscón las atraviesa. ¿Están allí esos señores o no están? Sí, señor vocal decano, aquí estamos, dice Vicente Anastasio Echevarría, retrepándose en su asiento. Me levanto del sillón. Descuelgo a Benjamín Franklin de la pared, grabado en acero. El rábula porteño observa torvamente al inventor del pararrayos. Manuel Belgrano abre los ojos. He aquí, amigos míos, el primer demócrata de estos nuevos mundos. El modelo que debemos imitar. Dentro de cuarenta años puede ser que nuestros países tengan hombres que se le parezcan. Esto, desde luego, si en el gran país del norte continúan surgiendo hombres como Franklin. Si es así, podremos gozar en el futuro la libertad para la cual no estamos preparados hoy. Puede ocurrir, por desdicha, que en América del Norte no surjan más hombres del temple del inventor del pararrayos y que en nuestros países el rayo de la anarquía aniquile a nuestros mejores hombres. Puede ocurrir que allá inventen el Gran Garrote y aquí muramos todos del garrotillo, la mancha y la garrapata, como el ganado de nuestros campos. Debemos cuidarnos de caer en manos de tales amos matarifes. Echevarría levantó la mano llena de dedos agarradores: No es muy optimista usted, señor vocal decano. Al contrario, doctor, repuse. Soy sumamente optimista, pero no amnésico. Un mínimo de memoria es indispensable para subsistir. La anulación de esta facultad comporta la idiotez, y nosotros aquí, en el Paraguay, no bebemos el negro café de cardamomo de los olvidadizos bereberes, sino la infusión de yerbamate o el té de porotillo, que ayudan a conservar la memoria, y dentro de ella los buenos y malos recuerdos. Hemos visto muchas veces la cara de la desdicha. Ahora queremos ver, y para siempre, la cara de la dicha por cara que nos cueste dicha cara. Y así, vea usted, que soy claramente optimista. El verdadero optimismo nace del centro del sacrificio. Libre de todo cálculo egoísta, ¿eh? ¡Ah! El que se sacrifica se entrega sin vueltas y el sacrificador es el que perece. Recuérdelo usted, doctor Echevarría. Franklin lo sabía. Espíritu ahorrativo hasta el último centavo de su energía visionaria, de su rigurosa autodisciplina. Fe, confianza, caridad, esperanza, libertad. Par suyo, entre sus pares, general, ¿eh, eh? No me escuchó bien, abstraído en la delicada soledad central de sus pensamientos. El compadre Benjamín era optimista hasta con respecto a la muerte, dije. A la edad de veintitrés años ya tenía compuesto su epitafio con palabras del Oficio. Lo tengo copiado al reverso. Léalo usted, doctor. La voz leguleya balbuceó:

Aquí yace pasto de los gusanos

el cuerpo de Benjamín Franklin

como el forro de un libro viejo,

descosido, ajado. Mas la obra no

se perderá pues ha de reaparecer,

como él lo espera, en una nueva

edición revisada, corregida por

el Autor.

Ojalá podamos cada uno de nosotros redactar nuestros epitafios con palabras tan sencillas y tan sabias ¿no? Aunque si yo hubiera de escribir el mío no gastaría más de dos palabras:

Estoy bien.

El general Belgrano sonrió. Le entregué el retrato, que recibió con emoción. El alambre de cobre pierde-fluido del minúsculo pararrayos puesto en la cima del grabado, se enganchó a los pies del rábula. Lo pialó y volteó. Se levantó semicarbonizado por la ira. Interjectuando. Puse entre sus arañudos dedos una historia manuscrita del Paraguay. Llévela como recuerdo. Mándela imprimir si lo desea, sin comprimirla, ¿eh? La realidad de este país es más rica que la que está encuadernada en esos in-folios. El futuro lo es más aún. Guardémoslo del rayo.

El melenudo don Benjamín, sobre el pecho del general, me guiñó un ojo. Alcé la vista hasta el rostro de Belgrano. Vi reflejado en él a través de imágenes sombrías el fragor de los desastres futuros. Lo oí sudando sangre. Elefantiásica agonía de su Huerto de los Olvidos: ¡Ay Patria mía ! Treno apagado por la infernal cabalgata que estremece la tierra americana. Murmullos de lenguas que atormentan al que es vencido. Bocas que fabrican resbaladeros de falsos testimonios. Me veía a mí mismo. Aunque los años de tu vida fueren tres mil o diez mil veces tres mil, ninguno vive otra vida que la que pierde. El término más largo y el más breve son ¡guales. El presente es de todos. Nadie pierde el pasado ni el porvenir, pues a nadie pueden quitarle lo que no tiene. Razón por la cual, compadre Marco Aurelio, estaríamos todos, según eso, abrochándonos siempre los botones en casa ajena y en tiempo equivocado. Apuesto mi última muela contra la pala del sepulturero a que la eternidad no existe. ¿Eh? ¿No basta aún? Apuesto entonces la falsa mitad de mi cráneo, ¡qué embromar! Vamos, cálmate. Me exalto fácilmente en los casos límite, cuya gracia principal consiste en que no tienen límite.

El general Manuel Belgrano me mira con sus ojos muy claros. Mueve la cabeza. Algo contristado. Se adelanta unos pasos. Nos estrechamos en silencio las manos.

Apenas llegado de regreso a Buenos Aires, el rábula Vicente Anastasio Echevarría, negoció bajo cuerda con los miembros de la Junta la venta de la imprenta de los Niños Expósitos, única por aquel entonces en la esclusa porteña. La primera edición americana del Contrato Social, fue impresa en ella, en traducción de Mariano Moreno. Una reliquia. El rábula manotorcida de Echevarría no se limitó a querer venderla; ofreció también poco menos que en almoneda la biblioteca del propio Moreno. Confirmé entonces mis sospechas acerca de cuál era el rábano que el rábula y los miembros de la Junta mordían en sus conciliábulos; cuáles los verdaderos motivos del apuro por regresar a su país.

Mi ex cuñado Larios Galvan, secretario de la Junta, le escribe: Aceptamos desde luego la imprenta en la suma convenida de 1.800 pesos. A fin de librar a Vmd. el dinero, sírvase decirnos si hay algún otro más que pagar, y si la máquina ha de venir con todos los útiles necesarios. Sírvase también Vmd. tomarse la molestia de mandarnos una nota de la biblioteca del finado Doctor don Mariano Moreno informándonos sobre el precio a fin de finiquitar su compra. Tomaremos a cualquier precio todos los que traten de materias de derecho público, política, bellas letras y obras curiosas, joyas para bibliómanos; sobre todo, aquellas de mucho valor material por sus encuademaciones de orfebrería en metales y materiales preciosos. No haremos reparos en los costos.

Cuando me enteré del complot puse el pie sobre las negociaciones. Mi obligación de síndico procurador general era impedir el negociado imprenteril. Lo impedí. Corté además la cuerda del otro, referente a los libros de don Mariano, quien de todos modos ya no los leería más. Dicté al bribón de Larios Galvan la cancelación del cohecho: Por ahora nos excusamos el mandar traer la imprenta y los libros, pues con las luces que tenernos aquí, no hemos menester de más ni mejor.

Los caballeros de lazo y bola de la Junta, los areopagitas de las Veinte clamaron que esto era una gran pérdida para la cultura del país. ¡Lo es para vuestros bolsillos y bellacas intenciones!, les enrostré. Mientras yo pueda y puedo, no permitiré latrocinios clandestinos. Les barrí el piso. Sobre suelo barrido no picotean gallinas. Hicieron algo peor: Privados de la Imprenta de los Niños Expósitos, fundaron el Garito de los Tahúres Expósitos. Con los restos de la imprenta de palo de las reducciones jesuíticas, los patriciales tahúres se amañaron para fabricar una impresora de barajas. Del pueblo de Loreto, donde estaban sepultadas, los ruines trajeron las ruinas tipográficas que arruinaron la civilización de los indios. De Buenos Aires hicieron venir al maestro impresor Apuleyo Perrofé. Muy pronto y también muy clandestinamente comenzaron a salir y circular los primores estampados. Fueron inundando el país, que se quedó sin libros, sin almanaques, sin devocionarios. Apuleyo metió en la máquina hasta los legajos del archivo de la Junta.

Las impresiones de Perrofé eran casi perfectas. Los más afamados tahúres de la época no sabían distinguir los anversos y reversos de los naipes, como no se distingue un huevo de otro huevo. La disimilitud se mete por sí misma en las obras del hombre. Ningún arte puede llegar a la semejanza perfecta. La semejanza es siempre menos perfecta que la diferencia. Diríase que la naturaleza se impuso no repetir sus obras, haciéndolas siempre distintas. Perrofé, en cambio, las hacía al mismo tiempo iguales y diferentes. Sabía pulimentar, blanquear y pintar tan cuidadosamente el envés y hasta las figuras de sus cartas, que el más consumado jugador se engañaba siempre al verlas deslizarse y escurrirse en las manos de sus antagonistas en el ruedo. Hasta a mí me engañaron las barajas de Apuleyo Perrofé. Con la misma perfección compuso y mimó también el Breviario del obispo Panes; libro que a su muerte pasó a poder del Estado; allí está entre mis libros más raros. Tan raro es, Señor, que la última vez que lo vi ya estaba completamente blanco. No es raro que los libros también encanezcan, Patiño, y más si son Libros de Horas. Las letras se cansan, se borran, desaparecen. Les pasa lo mismo que al azogue, eh. Eso lo sabes, eh, ¿eh? Cuanto más lo amasan, lo comprimen, lo dividen, tanto más huye y se desparrama. Lo mismo les ocurre a todas las cosas. Subdividiéndolas en sutilezas, lo único que se consigue es multiplicar las dificultades. Es hacer cundir las incertidumbres y las querellas. Todo lo que se divide indefinidamente se vuelve confuso hasta quedar reducido a polvo. Es lo que hacía el maldito Apuleyo Perrofé. Sólo después de años de pesquisas y rastreos pudo el Gobierno echar la uña a la imprenta clandestina. Estoy viendo aún, Señor, el momento en que el verdugo empujó al aire de una patada en el traste con la soga al cuello a Perrofé. Hombre retacón, más redondo que una pelota de miel, el cuerpo del maestro impresor se hamacaba a punto de reventar dentro de su ropa llena de remiendos de colorinches. En medio del ventarrón que barría la plaza se fue deshinchando el ahorcado. De entre sus ropas de colores salían al viento bandadas de naipes que pronto llenaron la ciudad. Al pronto se pensó en la suelta de cien mil mariposas, que se suele hacer todos los años en homenaje a su Excelencia, el fausto día de su natalicio. Pero en el silencio que siguió, como no se oyeron las salvas de los cañones, ni el resonar de las cien bandas de músicos de los cuarteles, ni el griterío de las murgas de negros, pardos y mulatos, el gentío cayó por fin en la cuenta de que no era el día de los Reyes Magos. El ajusticiamiento del mago criminal hacedor de barajas terminó. Descolgaron el cadáver. No encontraron más que la bolsa desfondada de sus ropas, que había descargado el diluvio de barajas, estampas de santos, figuras de mujeres desnudas, estampitas de primera comunión. Pesia este escarmiento, pesia que las fuerzas de seguridad se han propasado en sobremedidas de vigilancia, Excelentísimo Señor, desde entonces se ha venido jugando más que nunca en Asunción, en todas las villas, pueblos, villorrios, guarniciones, puestos fronterizos; hasta en el último retén y la más infeliz ranchería del país, hasta en las tolderías de los indios se juega, Señor. Es inútil que los efectivos de urbanos se larguen al barrer contra los malandrines jugadores. Al rato están meta a la baraja, como si nada hubiera pasado, y hasta los mismos urbanos se ponen a jugar en los garitos. Cierta vez, conversando con el ministro Bení-tez antes de que él también cayera en desgracia, me dijo que si él hubiera sido Primer Magistrado, no hubiera prohibido el juego ni mandado ahorcar a Perrofé. Lo que hubiera hecho de ser yo El Supremo, me dijo, habría sido legalizar el juego y nombrar a Apuleyo Perrofé administrador general de la Productora de Juegos del Estado. Una especie de gran garitopatria que cubra todo el país a través de las agencias y sucursales de Impuestos Internos, instaladas en las receptorías de rentas y hasta en las barberías, dijo Benítez. Así como hay chacras y estancias de la patria, el impuesto al juego hubiera producido mucho más riqueza que todas ellas juntas; recaudado más que la alcabala, el diezmo, el estanco, la contribución fructuaria; más que el papel sellado, los aranceles de exportación e importación, los derechos de vendaje y el ramo de guerra. Un impuesto fructuario al juego, dijo el ex Benítez, hubiera formado el caudal de mayores ingresos en pro de las arcas del Estado, en pro del bienestar y prosperidad del pueblo. Hubiera trocado un vicio colectivo en una superior virtud cívica, devolviendo en multitud de servicios públicos la secreta plaga de la timba, haciendo de ella la fuente más limpia del Ahorro Nacional. La pasión del juego, se fue entusiasmando el ex ministro, es la única que no muere en el corazón del hombre, dijo, Señor. El juego no es como el fuego, dijo. No es hijo de dos pedazos de madera que apenas nacido devora al padre y a la madre, como entre las tribus; o como entre los cristianos, el fuego nacido de la yesca y del eslabón, de una triste cabeza de fósforo; el fuego que sirve para hacer el puchero, para quemar y fertilizar los campos, los sembríos, para quemar el rozado en el monte… También, Patiño, para cremar nuestros cadáveres, conforme nos ha amenazado el pasquín. ¡Vea usted, Excelencia, eso se le escapó a Benítez! Nosotros no escaparemos del fuego, Patiño. No es estornudando a más y mejor ahora como vas a apagar después la hoguera que ha de consumirnos. Perdón, Excelentísimo Señor. No puedo atajar los estornudos. Debe ser mi manera de llover. Más, en agosto que es mes de lluvias y romadizos. Lo que Benítez agregó, Señor, es que ni el fuego ni el juego deberían ser prohibidos. En sí mismos llevan su utilidad y su prohibición. Lo primero que se sabe del fuego es que no debe ser tocado, dijo. Lo último, que sirve para cocer los alimentos. Muy bien, dijo el ex ministro Benítez, pero el juego puede y debe ser tocado, y es más útil que el fuego porque da dinero al pobre. No se lo puede prohibir entonces. Sería una crueldad…