Libre por esta vez al menos de la presencia del rábula secretario, insistí en mi tema: Al virreinato le aconteció, por dos veces consecutivas, lo que al Paraguay hubo de ocurrirle una sola. Por lo menos mientras yo viva. Belgrano parpadeó sin entender. Los ingleses, mi estimado general, invadieron el Plata en una típica operación pirata para apoderarse de los caudales que la recaudación alcabalera de Chile y Perú había acumulado en el puerto de Buenos Aires. ¿No es así? Así fue, señor vocal decano. Unos cinco millones de patacones plata más o menos, ¿no? Más o menos, sí. El virrey mandó trasladar y ocultar el tesoro. Los piratas ingleses se apoderaron del dinero. Se repartieron equitativamente las porciones que correspondían a comodoros, generales, brigadieres. El resto fue enviado a su majestad británica. Anglofila pulcritud. Jefes y oficiales invasores son hospedados en casonas de las clases respetables. Se abre la libertad de culto y de comercio con el país pirata. El patriciado se entusiasma con los jabones de olor que vienen de Londres. Magra compensación para los porteños. Naturalmente la perfumada espuma no llega a la chusma de los arrabales. Pardos, mulatos y gauchos no huelen más que la creciente fermentación de su descontento.

La operación de pillaje se convirtió en una empresa política. Vista la facilidad con la que un puñado de hombres decididos, sin exagerados escrúpulos, se apoderó del rico botín, los ingleses debieron pensar que podían reemplazar a los españoles en el gobierno de la Colonia, aunque fuera bajo el signo de la «independencia protegida».

Mientras tanto los arcones con los patacones del situado desfilan por las calles de Londres. Pompa triunfal. Delirante multitud, muy distinta de la que lo vitorea a usted allá abajo. Los carros que transportan el producto de la rapiña son tirados por caballos pintorescamente adornados. Llevan banderas e inscripciones en letras doradas: ¡ ¡TREASURE!! ¡ ¡BUENOS AYRES!! ¡ ¡ ¡VICTORY!!! ¿Los ve usted? ¡Allá van entre una fanfarria de gaitas y tambores! 1

Si nos acercamos a los sudamericanos como comerciantes y no como enemigos, daremos energía a sus impulsos localistas; de este modo acabaremos por meterlos a todos en nuestra bolsa, pensaron/obraron los gobernantes del Imperio británico dando un brillante ejemplo a sus descendientes de la Nueva Inglaterra. Pese a todo esto, pese a la Revolución de Mayo, pese a todos los pesares, la Nueva Junta de Gobierno se comprometió no sólo a dar protección a los ingleses. Haría mucho más. De tal suerte la «dominación indirecta» del Río de la Plata o «independencia protegida» quedó florecientemente asegurada en manos de los nuevos amos. ¿No es verdad, general? A Belgrano se le metió en la boca un trozo de nube de grano grueso que le hizo toser. Ya sé, mi estimado general, que usted no apañó sino que resistió todos estos hechos. Sé incluso que pasó a la Banda Oriental en repudio de los invasores. Su pundonor rechazó este deshonor. Por un amigo que tengo allá, en la Capilla de Mercedes sobre el río Uruguay, sé lo que usted sufrió en esos días. Sé también que durante las salvajadas británicas usted no se mantuvo ocioso, como correspondía a su patriotismo. Después le obligaron a venir para acá.

A mi turno me tocó ser testigo de los hechos/contrahechos que provocaron su expedición. Desde el retiro de mi chacra de Ybyray los observé atentamente, como usted desde su establecimiento en Mercedes. Sin embargo, tuve más suerte. Tres veces más suerte: La de que su invasión terminara en evasión; la que tengo ahora de ser su amigo; la de ir cabalgando con usted por este azul del cielo paraguayo. Jefe honorable de una misión de paz usted, general, viene a proponer al Paraguay no la aberración de una «independencia protegida» sino un tratado igualitario y fraterno. Lector adicto de Montesquieu, de Rousseau, como lo soy yo, podemos coincidir con las ideas de estos maestros en el proyecto de realizar la libertad de nuestros pueblos. Usted, general, es uno de los poquísimos católicos a quienes el papa concedió licencia en la forma más amplia para leer todo género de libros condenados aunque fuesen heréticos, a excepción de los de astrología judiciaria, obras obscenas, literatura libertina. No diré que el Contrato y los otros libros de avanzada encierren toda la sabiduría que nos hace falta para proceder con infalible tino y acierto. Ya es bastante que coincidamos en las principales ideas. Puntos de partida en la lucha por la independencia, libertad y prosperidad de nuestras patrias. Es con este espíritu con el que estoy redactando el borrador del tratado que hemos de firmar mañana.

(Escrito al margen)

Junto a la pila de agua bendita va desplazándose la larga caravana de los que traen en brazos a sus crios para la ceremonia del bautismo en la que el general Belgrano hace de padrino general. Se lo han suplicado colectivamente. Él ha aceptado la imposición con su natural bondad, y ahora la procesión de padres legítimos y naturales está allí. Van depositando en sus brazos millares de párvulos que por virtud de las aguas los convierte en ahijados y a sus padres y/o madres en compadres y comadres del general. Hace horas que está de pie junto a la pila, en el atrio. La catedral, reclinada como una nueva torre de Pisa, amenaza a cada momento desplomarse. Cruje, rechina amenazadoramente la iglesia matriz por las contrabocas de sus grietas. Impávido Belgrano, va alzando a las criaturas sobre el redondo Jordán. La primera ha sido María de los Ángeles, recién nacida. José Tomás Isasi y su esposa derraman lágrimas sobre el bultito de su hija pataleando entre las puntillas.

En el teatro armado en los bajos del Cabildo se representa Fedra. 1 Petrona Zabala está admirable en el papel de la hija del rey de Creta y de Pasifae. Se hubiera dicho que es la esposa de Teseo en persona, enamorada incestuosamente de su hijastro Hipólito Sánchez. En la escena en que, acosada por los remordimientos se ahorca en el Monte de Venus con su propio cíngalo de reina virgen, la verosimilitud de lo real raya en lo alucinante. Desde lo alto de las barrancas, sentados bajo el naranjo, contemplamos este cuerpo delgado, interminable. Espectral blancura oscilando sobre el espejo negro del agua entre el resplandor de las teas. Los cabellos removidos por el viento cubriéndole el rostro.

Cuarto intermedio de la decimotercera sesión, levantada a pedido de Echevarría, sudoroso, malhumorado, con cara de oler mal el mate que va corriendo de boca en boca. El presidente de la Jun ta ha hecho traer una canastada de chipá mestizo. Todos chupan y comen ávidamente. Nada más que el ruido de las bocas, los sórbeteos de la bombilla en la espuma. Por decir algo, insisto en la refundación de Buenos Aires que quiere refundir a los paraguayos. Siempre es un buen tema. Por lo menos evito las bobadas de mi pariente Fulgencio, que desde hace rato está amagando por ensartar uno de sus pésimos chascarrillos. En 1580 hacía casi cuarenta años que la ciudad-puerto había desaparecido. Incendiados los últimos ranchos, avanzó el pasto y, cubriendo las cenizas, la borró del mapa. ¡Cuánto habríamos ganado todos, señores, de haber dejado el borrón! Pero Asunción, la madre prolífica de pueblos y ciudades, había nacido para amamantar lechones. De Asunción salieron los fundadores de la segunda Buenos Aires. El gobernador Juan de Garay decidió establecer en el Río de la Plata un puerto para unir España a Asunción y al Perú. Se levantó, pues, el estandarte de las levas. Al toque de trompeta y tambor salió el pregonero a llamar a todos los habitantes que quisiesen tomar parte en la jornada. Se alistaron 10 españoles y 56 nacidos en la tierra. Partieron de Asunción acompañados de sus familias, sus ganados, sus semillas, sus instrumentos de labranzas, su esperanza. Garay y sus compañeros bajan el río en bajel. Algunos salen por tierra arreando 500 vacas. Buen tropel, ¿no? Buen plantel. El 11 de junio de 1580 se produce el segundo parto de la ciudad-puerto. Todo se efectúa tranquilamente. Armoniosamente. Se acabó la epopeya. Uno es el que mata la fiera, otro el que adereza la piel y aforra el capisayo. No hay que omitir la liturgia de la fundación. El gobernador corta hierbas y tira cuchilladas, como lo prescribe la antigua costumbre. El escribano Garrido ahueca la voz. El buen vizcaíno Garay sonríe para sus adentros. Su sonrisa se le refleja en la hoja de la espada. Vean cómo inventan los cronicógrafos. Buenos Aires queda fundada definitivamente. Cabildo. Rollo. Cruz. Su plano, en pergamino de cuero. Suelo llano, no había por qué meterse en gambetas, dijo Larreta. Se trazan de norte a sur, «leste/ueste», calles perpendiculares. Damero honrado, franco. Dieciséis cuadras de frente sobre el río, nueve de fondo. Seis manzanas al Fuerte, entre ellas la que mordisqueó Adán. Tres conventos. Plaza Mayor. Un hospital. Predios para las chácaras de los pobladores. En fin, ya gatea la ciudad, ya comienza la chachara. El cuento de nunca acabar. Entre la cincuentena de mancebos de la tierra paraguayos hay una manceba paraguaya, Ana Díaz. El rábula da un chupetazo a la bombilla y suelta una risita. ¿De qué se ríe usted, señor jurisconsulto? Por nada, señor vocal decano. Su relación de aquel segundo parto, como usted dice, hace más de dos siglos, me ha hecho recordar de pronto el homenaje rendido hace poco a esa mujer Ana Díaz por las damas paraguayas residentes en Buenos Aires. ¡Hermoso colofón de la fundación! A ver, doctor Echevarría, cómo fue eso, dice Fulgencio Yegros. El otro se toma su tiempo. Sorbe largamente la bombilla, hasta que la panza del mate empieza a quejarse en seco. Bueno, dice el rábula, el homenaje de las damas paraguayas a Ana Díaz tuvo un final inesperado. ¡No, no!, claman los miembros de la Junta, ¡Empiece usted por el principio! Nada, que las damas residentes se pusieron a buscar desde por la mañana muy temprano, antes aún de la salida del sol, el solar que Juan de Garay adjudicó a Ana Díaz como participante en la fundación. Querían rendirle el homenaje a la misma hora en que se supone que la espada de Garay dio el papirotazo fundador. Entre quintas, saladeros, pulperías y baldíos neblinosos, el centenar de damas patricias peregrinó toda la mañana y toda la tarde en busca del solar fantasma de la paraguaya, sin acobardarse ante la fría ventisca que soplaba desde el estuario. Al anochecer llegaron al sitio que, según los borrosos planos, correspondía al buscado solar. Allí se levanta un caserón mezquino, mezcla de convento, saladero y pulpería. Una de las damas, amiga mía, razón por la cual reservo su nombre, subió a un montículo de basuras y comenzó el discurso de circunstancias. La interrumpían a cada instante hombres de toda calaña que entraban al local cruzándose con otros que salían borrachos y jacareros. Cuando mi amiga, la dama del discurso, clamó solemnemente por tres veces el nombre de Ana Díaz, apareció en la puerta una mujer en paños bastante menores. Aquí estoy, ¿qué buscan misias?, dijo que la mujer inquirió destempladamente. La casa de Ana Díaz, replicó la dama. Hemos venido a hacerle un homenaje. Ana Díaz soy. Ésta es mi casa y hoy es justamente el día de mi cumpleaños, de modo que si gustan pasar. Las damas se horrorizaron. Entonces aguarden un momentico, que voy a llamar a mis compañeros y a mis parroquianos, para que también ellos se diviertan un poco. Ya habrán adivinado ustedes de qué local se trata: Un vulgar Templo de Eros, se creyó obligado a clarificar el rábula lo que ya estaba más claro que el agua. Aparecieron en vocinglero tropel un centenar de mujeres y hombres, inclusive los músicos con sus instrumentos. Consultaron las damas el plano, nuevamente. No había duda. El solar era ése; juguetón, el destino había puesto allí a otra Ana Díaz. Lo cierto es que el discurso continuó con nuevo y distinto ímpetu. Tan elocuente y emocionada o confusa estuvo mi amiga, que al poco rato damas matricias y mancebas meretricias lloraban abrazadas a lágrima viva, mientras los músicos ponían un fondo de acordes marciales a esa ceremonia de imprevista e irrepetible confraternidad femenil. Mintió el rábula porteño como siempre. Grosera patraña. Inventada insidia. Todo por llevarme la contraria y demorar el jaque del Tratado que venía cabalgando en el humo del mate. Mis averiguaciones sobre el hecho ni remotamente lograron confirmarlo. En el solar adjudicado por Garay a Ana Díaz, no existe tal Templo de Eros sino una vulgar talabartería.

1 Estos fragmentos sobre la primera invasión de Buenos Aires en 1806, por las tropas británicas al mando de Beresford y bajo la dirección de Popham y Baird, están entresacados de los apuntes que bosquejó E1 Supremo en los primeros años de su gobierno. Aunque no cita ni menciona a los hermanos Robertson -ni éstos tampoco lo hacen en sus escritos-, es evidente que el joven Juan Parish Robertson, «testigo presencial» de los hechos, tanto de la llegada de los caudales porteños a Londres como del comienzo de la dominación británica de Buenos Aires, fue el informante oficioso de El Supremo, durante su estada en Asunción. Hay en estos apuntes referencias muy precisas -verdaderas o no- sobre hechos significativos o nimios, hasta de las sumas que tocó a Baird, a Popham y a Beresford en la repartija del botín pirata capturado en Lujan, tras la huida del virrey español. El Supremo anota, por ejemplo: «La conquista de la colonia holandesa del Cabo parece haberles abierto el apetito a los ingleses». Luego, «a Baird le tocaron 24 mil libras (exactamente 23 mil libras, cinco chelines, nueve peniques), a Beresford más de once mil, a Popham siete mil, y cada uno pudo comprarse una finca con su parte». Pero no deja de anotar tampoco que, por la misma época, al otro extremo del continente, Miranda intentaba con dinero británico [que le permitió contratar mercenarios y comprar armas] la «independencia» de Venezuela. «¿Qué es esta mierda?», exclama indignado E l Supremo. «En agosto de 1806 Miranda desembarca en La Vela. No encuentra a nadie. Los patriotas escapan de los libertadores, creyéndolos piratas. ¡En setiembre, los ingleses desembarcan en Buenos Aires, y aquí los piratas la saquean con aire de libertadores!» (N. del C.)


1 No es Fedra sino Tancredo lo que se pone en escena esa noche, la única obra conocida por entonces en el Paraguay. (N. del C.)