No habló más. Me volvió la espalda costrosa de llagas secas por el frote del piso de tierra en las convulsiones de los ataques, en los revolcones de los espasmos alucinatorios provocados por la contrayerba y las drogas. La silueta de es pectro de Raimundo se fue reduciendo a esa espalda encorvada que me miraba. Pero era yo quien contemplaba mi propia espalda. Bajo la raída piel semejante a una corteza cruzada de inscripciones y tachaduras, las vértebras derruidas por la artrosis, me apuntaban con sus picos de loro. ¿Iba a ponerse a sudar y a gritar esa espina cada vez más blanca en la pe numbra, que era mi espina y se me clavaba en los ojos? Me oí respirar a media rienda. Del otro lado, el estertor iba creciendo con ese rui do de hojas secas que la amenaza de tormenta arranca a la calma chicha del verano.

Sólo mucho después he venido a enterarme de que Raimundo murió aquella noche, tal como lo había previsto. Durante toda su vida, por lo menos desde que lo conocí, cultivó el gusto de su muerte con su temor a la muerte. Lo encontraron muerto de varios días. Su cuerpo atrancaba la puerta, que en vida nunca había cerrado puesto que no usaba cerrojo ni llave. Tan liviano era ese cuerpo de hombre semejante al cadáver de un pájaro, que el viento mismo entornó la hoja. Por el hueco salió el olor de Loco-Solo, ya que otra cosa no podía salir de él; largó el aviso de que ya se había internado en su propio Asilo. Instalado en la comidilla del barrio hospitalero Curado en ausencia. Transformado en ese doble apodo que nombraba para siempre la leyenda fatalmente engañosa de un hombre. Unos dicen que lo enterraron en el cementerio del Hospital Militar, lo que resulta improbable teniendo en cuenta las rígidas normas castrenses. Otros dicen que el cadáver fue arrojado al arroyo. Lo que resulta al menos más natural, según lo deseó el propio Loco-Solo. Por otra parte, no hubiera habido gran diferencia entre ambas ceremonias. (N. del C.)

Mientras escribo pone la mirada entre paréntesis. La lleva a otra escala. Interversión de todos los ángulos del universo. Intervención de todas las perspectivas concentradas en un solo foco, Escribo y el tejido de las palabras ya está cruzado por la cadena de lo visible. ¡Carajo no estoy hablando del Verbo ni del Espíritu Santo transverberado! ¡No es eso! ¡No es eso! Escribir dentro del lenguaje hace imposible todo objeto, presente, ausente o futuro. Estos apuntes, estas anotaciones espasmódicas, este discurso que no discurre, este parlante-visible fijado por artificio en la pluma; más precisamente, este cristal de acqua micans empotrado en mi portapluma-recuerdo ofrece la redondez de un paisaje visible desde todos los puntos de la esfera. Máquina incrustada en un instrumento escriturario permite ver las cosas fuera del lenguaje. Por mí. Sólo por mí. Puesto que lo parlante-visible se destruirá con lo escrito. El zumo del secreto se esfumará en humo. No importa que la cachiporrita de nácar transmigrante vaya reflejando las playas soleadas de las carpinterías de ribera donde se construye el Arca del Paraguay. Recoge los gritos, los ruidos, las voces de los armadores, de los artesanos, el brillo aceitoso del sudor de los operarios negros. Sus dichos intraducibies, sus interjecciones, sus exclamaciones soeces. ¿Qué sentido pueden tener ante esto los juegos de palabras? Decir por ejemplo: El Paraíso es un alto bien habitado lugar florecido que vuelve coristas a los justos. O el gallo del invierno patalea cuando tarda la aurora. O como lo afirma el indiólogo Bertoni, la creencia de que el hijo descendía exclusivamente del padre y no hacía más que pasar por el cuerpo de la madre, transformaba al mestizo en un terrible enemigo. O al pueblo se le embrutece mediante su propia memoria.

Decir, escribir algo no tiene ningún sentido. Obrar sí lo tiene. La más innoble pedorreta del último mulato que trabaja en el astillero, en las canteras de granito, en las minas de cal, en la fábrica de pólvora, tiene más significado que el lenguaje escriturario, literario. Ahí, eso, un gesto, el movimiento de un ojo, una escupida entre las manos antes de volver a empuñar la azuela, ¡eso, significa algo muy concreto, muy real! ¿Qué significación puede tener en cambio la escritura cuando por definición no tiene el mismo sentido que el habla cotidiana hablada por la gente común?

En la sala de sesiones el presidente de la Junta, no sabe qué hacer con los poderes y credenciales de los enviados porteños. Finalmente los mete en su bolsillo, y torciéndose los mostachos dice a Belgrano: Señor General, puede usted comenzar su perorata.

Buenos Aires no pretende subyugar a los pueblos del virreinato, comienza diciendo Belgrano, y ofrece desde luego la más amplia satisfacción al Paraguay por el envío de la expedición auxiliadora. Se siente desde ya recompensada de su sacrificio con la revolución del 14 de mayo y el establecimiento del nuevo gobierno. Es necesario ahora que el Paraguay se integre y acate al gobierno central pues hay que formar un centro de unidad sin el cual será imposible concertar y ejecutar planes. La amenaza portuguesa es seria y no sólo está dirigida contra Buenos Aires sino también contra el Paraguay. El medio de contener en sus límites al príncipe del Brasil no puede ser otro que el Paraguay conforme su opinión, conducta y movimiento con el gobierno de Buenos Aires. Las provincias deben aunar sus esfuerzos frente al enemigo común, y la separación paraguaya sería un ejemplo funesto para todas ellas. En el gobierno de Buenos Aires está representado en la actualidad todo el interior; es decir las provincias que formaban el antiguo virreinato. Sólo faltan los diputados paraguayos y urge su incorporación. (Aplausos de la recua de la Junta. Yo me mantengo callado. Imperturbable silencio.)

Don Fulgencio se avanzó a querer contestar. Trataba de agarrar las palabras apoyándose en el retiñir de sus espuelas mientras trasteaba el piso. Agarré al vuelo su balbuceo. Dije: Para empezar, señores comisionados, la tal expedición no fue auxiliadora sino invasora, como consta en el acta de capitulación firmada en Takuary.

Es cierto, asintió en ese momento Belgrano. Lo reconoció después en sus Memorias: Este error sólo pudo caber en unas cabezas acaloradas que sólo veían su objeto, y a quienes nada era difícil porque no reflexionaban ni tenían conocimiento. Bien, señor General, dejemos entre paréntesis este triste episodio. Pasemos a otro punto, primero y principal: El Paraguay ya no es una provincia. Es una República independiente y soberana a la que vuestra Junta ha dado pleno reconocimiento. El virreinato es una fea palabra, señores. Inmenso cadáver. No vamos a perder el tiempo en la restauración de ese fósil. Estamos haciendo nacer nuestras patrias de las provincias rebajadas en los Reinos de Indias a simples colonias de un poder opresor. Al amparo del orden debe surgir la hermandad de las nuevas sociedades. Ni opresores ni siervos alientan/donde reinan unión e igualdad, cantan aquí hasta los niños de las escuelas. El Paraguay ha ofrecido a Buenos Aires el proyecto de una Confederación, la única forma que hará viable esta confraternidad de Estados libres, sin que la unión signifique anexión. El leguleyo Echevarría metió su cuchara ad-hiriendo a la idea de que muy bien podría celebrarse un tratado ad-referéndum sobre la incorporación del Paraguay y el envío de sus diputados, para someterlo luego a la aprobación de un congreso. Puedo adelantarle, señor comisionado, que el congreso no celebrará ni aprobará este tratado ad referéndum. Nada podemos hacer a espaldas de la voluntad soberana del pueblo. Menos aún someterle una idea que nos someterá de nuevo a un poder extranjero. ¿Tiene usted presentes las instrucciones de puño y letra de Mariano Moreno? Claras y terminantes. No se anduvo con vueltas. La unión suponía para él poner al Paraguay en completo arreglo, remover el Cabildo y a las autoridades, colocar en su reemplazo a hombres de entera confianza, y expulsar del país a los vecinos sospechosos. El fogoso tribuno de vuestro Mayo, señores, dictaminó: Si hubiese resistencia de armas morirán el obispo, el gobernador y todos los principales causantes de la resistencia. No, señores; no se deben resucitar estas ideas de muerte y destrucción. Nosotros estamos tratando de poner en completo arreglo al Paraguay sin tanto aparato ni gasto de sangre; de acuerdo con nuestras propias ideas y necesidades; independien teniente y no al compás de instrucciones ni mandatos de extraños. Echevarría picotea con lengua bífida la deliberación. Diálogos de sordos. De muertos. De semimuertos. Discursos. Contradiscursos. Belgrano está ahora callado; cierra sus ojos sobre el presente. Recuerda de seguro punto por punto las exaltadas instrucciones de Moreno. Con aquel hombre sí, no con el pedante impostor de Echevarría, me habría gustado discutir en este momento los principios del Contrato Social aplicados a nuestros países. Mas la espectral corona monárquica ambicionada por los «republicanos» porteños ya lo ha sepultado bajo su peso en el légamo del mar. Por ahora no me queda más remedio que sufrir las boberías, los jugue-teos chinos de forma, las absurdidades, las extravagancias del rábula porteño.

Por ahora el Paraguay, cierro yo, se encuentra exclusivamente concentrado en la organización de su administración pública y de sus fuerzas armadas. No puede emplearlas en otro objetivo que no sea su propia defensa. Amenazado en lo interno por el españolismo y en lo externo por el ejército portugués, debe enfrentar estos riesgos con la totalidad de sus medios y recursos. Bastarse a sí mismo. No contar con la desayuda ajena. Las engorrosas negociaciones entraron a un cuarto intermedio con bonete de espera; para mí entraban ya al desván de los trastos viejos. Si vienen a golpear a tu puerta con malas intenciones, me dije, contéstales con la llave. Era preciso sin embargo aguardar todavía; llevar esa inconsecuencia hasta sus últimas consecuencias. Quedó fijado el 12 de octubre, Día de la Raza, para la discusión final y firma del tratado.

Los huéspedes son objeto de delicadas atenciones por parte de las principales familias. Muchas fiestas en su honor. Saraos, paseos, mareos, envites, convites. Con el presidente de la Junta a la cabeza, los porteñistas están que bailan en una pata. Preparan una gran parada militar que se llevará a efecto el mismo día de la firma del tratado. Los más conspicuos faccionarios de la «unión» visitan asiduamente a Belgrano y Echevarría. Nada bueno puede salir de estos conciliábulos, pese a la discreta vigilancia que mando establecer. Los tiestos-escuchas colocados subrepticiamente en los lugares de reunión registran alarmantes chacharas. Decido pues acompañar a los huéspedes personalmente a todas partes, a toda hora. Sobre todo a Belgrano. Me convierto en su sombra, y no diré que lo sigo hasta la puerta del común (todo lugar se ha vuelto sospechoso), ni que me convierto en ángel guardián de su sueño, porque también debo preparar la minuta del tratado. Palabra por palabra. Detalle por detalle. El tratado es mi hermoso gorro de piojos; no deja a la almohada el cuidado de despertarme. Velo todo el tiempo en desvelo. Más flaco que una parra, a la sombra de mi única hoja puedo colarme en todas partes. Exprimir las uvas que me importan. Las más verdes ya están para mí maduras.