Se trata de una pluma cilindrica de las que fabricaban los presos a perpetuidad para el pago de su comida. Se nota que este objeto no salió de la simple inventiva del preso, sino que fue hecho con instrucciones precisas. Es de marfil blanco, material del que no disponían los prisioneros. El extremo superior termina en una paleta; lleva una inscripción borrada por huellas de años de mordiscos. «¡Qué gana un diente dando en otro diente!», era una de las expresiones preferidas de El Supremo. «Borrar inscripciones con la superposición de otras más visibles, pero más secretas», se habría respondido Él mismo. La parte inferior de la pluma termina en una chapa de metal manchada de tinta, de forma alveolada acaparazonada. Engastado en el hueco del tubo cilindrico, apenas más extenso que un punto brillante, está el lente-recuerdo que lo convierte en un insólito utensilio con dos diferentes aunque coordinadas funciones: Escribir al mismo tiempo que visualizar las formas de otro lenguaje compuesto exclusivamente con imágenes, por decirlo así, de metáforas ópticas. Esta proyección se produce a través de orificios a lo largo del fuste de la pluma, que vierte el chorro de imágenes como una microscópica cámara oscura. Un dispositivo interior, probablemente una combinación de espejos, hace que las imágenes se proyecten no invertidas sino en su posición normal en las entrelineas ampliándolas y dotándolas de movimiento, al modo de lo que hoy conocemos como proyección ci nematográfica. Pienso que en otro tiempo la pluma debió también estar dotada de una tercera función: reproducir el espacio fónico de la escritura, el texto sonoro de las imágenes visuales; lo que podría haber sido el tiempo hablado de estas palabras sin forma, de esas formas sin palabras, que permitió a El Supremo conjugar los tres textos en una cuarta dimensión intemporal girando en torno al eje de un punto indiferenciado entre el origen y la abolición de la escri tura; esa delgada sombra entre el mañana y la muerte. Trazo de tin ta invisible que triunfa sin embargo sobre la palabra, sobre el tiempo, sobre la misma muerte. El Supremo era muy aficionado a construir (él mismo habla de la bizquera de su antojó) estos artilugios como la cachiporrita de nácar, los fusiles-meteóricos, los tiestos-escucha, los abacos de cálculo infinitesimal hechos con semillas de coco, los chasques-voladores, telares capaces de tejer tramas hasta con vedijas de humo («la lana más barata del mundo») y muchos in ventos más de los que se habla en otra parte.

Por desgracia, parcialmente descompuesto en su sensible me canismo, el portapluma-recuerdo hoy sólo escribe con trazos muy gruesos que rasgan el papel bo rrando las palabras al tiempo de escribirlas, proyectando sin cesar las mismas imágenes mudas, despojadas de su espacio sonoro. Apatecen sobre el papel rotas por el medio, a la manera de varillas sumergidas en un líquido; la mitad superior enteramente negra, de suerte que si se trata de figuras de personas dan la impresión de encapuchados. Bultos sin rostro, sin ojos. La otra mitad se diluye bajo la línea del líquido en la gama de un gris aguachento. Manchas de colores que fueron vivos en todos sus tonos, de una visibilidad centelleante en cada uno de sus puntos, se deslíen desmadejándose en todas direcciones, igualmente inmóviles todas. Fenómeno óptico que únicamente podría definirse corno un movimiento fijado en absoluta quietud. Estoy seguro de que bajo el agua lactescente, caolinosa, las imágenes mantienen sus colores originarios. Lo que las Jebe de tornar gris hasta hacerlas invisibles, es el cegador deslumbramiento que todavía ha de persistir en ellas. Ningún ácido, ningún agua puede quemarlas, apagarlas. La otra posibilidad es que se hayan vuelto del revés mostrando el reverso necesariamente oscuro de la luz. También estoy seguro de que las imágenes retienen bajo el agua, o lo que sea ese plasma gris, sus voces, sus sonidos, su espacio hablado. Estoy seguro. Pero no puedo probarlo.

Por obra del azar, la pluma-recuerdo (prefiero llamarla pluma-memoria) vino a parar a mis manos. La «cachiporrita de nácar» está en mi poder. ¡El maravilloso instrumento me pertenece! Comprendo que decir esto es mucho decir. Para mí incluso resulta increíble, y muchos no lo creerán. Pero es la pura verdad aunque parezca mentira. El que quiera salir de dudas no tiene más que venir a mi casa y pedirme que se la muestre. Está ahí sobre mi mesa mirándome todo el tiempo con el diente mordisqueado del extremo superior, mordiéndome con el ojo-recuerdo empotrado en la pluma. Me la dio Raimundo, apodado Loco-Solo, chozno de uno de los amanuenses de El Supremo. Prácticamente, se la arrebaté a mi antiguo condiscípulo de la escuela primaria, a quien visitaba con cierta asiduidad en el sucucho que habitaba sobre el arroyo Jaén en las cercanías del Hospital Militar, el antiguo Cuartel del Hospital. En sus últimos tiempos, Raimundo no abandonaba su misérrima vivienda sino para ir en busca del escaso sustento que necesitaba para sobrevivir, pero especialmente del aguardiente y las yerbas estupefacientes que consumía en gran cantidad. De tanto en tanto yo caía con algunas botellas de caña Aristócrata y latas de carne conservada. Nos quedábamos horas en silencio, sin mirarnos, sin movernos, hasta que la noche emparejaba nuestras sombras. Raimundo conocía mi ávido, mi secreto deseo de posesión de su tesoro. Hacía como que no lo sabía, pero sabía que yo lo sabía, de modo que entre los dos no existía francamente ningún secreto. Esto se vino arrastrando así desde el año 1932 en que nos conocimos en la Escuela República de Francia. Compañeros de banco en el 6.º grado. Primera sección varones. Me acuerdo bien porque ese año la ciudad se llenó de músicas de bandas y cantos patrióticos. La guerra con Bolivia reventó en el Chaco. Comenzó la movilización que se llevó al frente hasta a los enanos. Para nosotros la guerra era un festejo continuado. Que durara toda la vida. Hacíamos la rabona y nos íbamos al puerto a despedir a los reclutas. ¡Adiós los futuros te'ongués (cadáveres)! ¡Vayanse y no vuelvan más, pelotudos!, les gritaba Raimundo. ¡Guarda, que también nos va a tocar a nosotros!, le hacía callar encajándole un codazo. ¡Ya nos tocó y nos jodio!, dijo. ¡Cuántas guerras ya nos tocaron y nos jodieron! ¡Y nosotros todavía en la escuela con los putos libros! ¡Pero a mí no me van a llevar al Chaco, ni aunque vengan a pedirme de rodillas! ¡Voy a irme al África! ¿Por qué al África, Loco-Solo? Porque quiero impresiones fuertes, no esta mierda de guerrita con los bolís. ¡Que se jodan!

En los exámenes de ese año lo ayudé en las pruebas escritas. Rendí por él los orales, los anales. Todo. Desde la primera hasta la última materia. La escuela ya era un quilombo. Las maestras todas excitadas por el furor patriótico, meta escribir cartas a sus ahijados de guerra, y nosotros metiendo la mula en el examen. Raimundo, sin moverse de su asiento, sacó un diez y yo que saqué la cara por los dos un tres. En compensación, como premio consuelo me mostró por primera y única vez la fabulosa pluma que el cuarto nieto de Policarpo Patiño había «heredado» a través de una enmarañada madeja de pequeños azares, más allá de los derechos de una dinastía amanuéntica: -Aquí está la cosa-dijo-. Yo apenas alcancé a tocarla. Me la arrancó en seguida de las manos. ¡Te la compro, Raimundo! -grité casi-. ¡Ni loco!-dijo Loco-Solo-. Te vendo si queréis lo que soñé anoche, pero esto no. ¡Ni muerto! Me quedó en la yema de los dedos el picor de la cachiporrita de nácar.

En vísperas del Éxodo que comenzó en marzo de 1947, fui a visitar por penúltima vez a Raimundo. No le quedaban ya sino la piel y los huesos. -Dentro de poco se va a poder hacer botones de vos-le dije por hacerle un chiste. Me miró con sus ojos de degollado que parpadeaban sanguinolentos en las bolsas de los párpados.-Hée. Eso mismo luego es lo que me espera -dijo, y tras un largo silencio: -Mirá, Carpincho, yo te conozco demasiado bien y sé que sos un desalmado-desarmado. Un desalmado-amansado. Desde hace mucho tiempo, yo más bien te diría que desde la eternidad y un poquito más, no sólo desde el banco de la Escuela República de Francia y nuestras puterías por los quilombos de la calle General Díaz, sino antes mismo luego de nacer. Lo único que querés es la Pluma de El Supremo. La boca se te hace agua. Las ideas se te mojan de pensar en ella. Se te derrite el seso y tus manos tiemblan más que mis manos de borracho, de epiléptico, de bebedor de polvos de güembé y de cocaína que me dan las enfermeras, que me traes vos mismo. Me has rondado, me has sitiado, me has ayudado a morir con una paciencia más porfiada que el amor. Pero el amor no es más que amor. Tu deseo es otra cosa. Ese deseo, no de lo que soy, sino de lo que tengo, te ha encadenado a mí. Ha hecho de vos un esclavo, un perro que viene a lamer mi mano, mis pies, el piso de mi rancho. Pero no hay amistad, amor, ni afecto entre los dos. Nada más que ese deseo que no te deja dormir, ni vivir, ni soñar más que en eso. Día y noche. No te envidio. Estás mucho peor que yo. Pensá un poco, Carpincho. Yo he nacido lentamente y también he venido muriendo de a poco. Lo hecho, hecho. Por mi voluntad. Algunos buscan la muerte y no la encuentran. Quieren morir y la muerte se les escapa. Tienen dientes de león, pero son como mujeres. Mujeres que no saben que son putas. Vos sos uno de ellos. Peor tal vez, mucho peor. Te esperan muy malos tiempos, Carpincho. Te vas a convertir en migrante, en traidor, en desertor. Te van a declarar infame traidor a la patria. El único remedio que te queda es llegar hasta el fin. No quedarte en el medio. Anda ya haciéndole punta al palito. -Se calló jadeando, tal vez más que por el esfuerzo de las palabras por el esfuerzo del largo silencio que había reventado al fin. Sus pulmones comidos por la tisis hacían más ruido que un carro lleno de piedras. Escarró un cuajaron de sangre contra la tapia. Con voz de enano continuó: -Va a llover por lo menos otro siglo de mala suerte sobre este país. Eso ya se huele luego. Va a morir mucha gente. Mucha gente se va a ir para no volver más, lo que es peor que morirse. Lo que no importa tanto porque las gentes como las plantas vuelven a crecer en esta tierra donde vos pegas una patada y por uno que falta salen quinientos. Lo que importa es otra cosa… pero en este momento ya no me acuerdo, se me fue lo que te iba a decir-. Quise interrumpirle. Levantó la mano: -No, Carpincho, por mí no te preocupes más. Los milicos van a internarme en el asilo porque dicen que además del mal ejemplo que doy aquí cerca de su hospital, yo apesto el lugar. ¿Y entonces las putas de los burdeles que se apilan en toda la cuadra? Yo aquí soy el único Ángel del Abismo. El Lázaro Exterminador. Las familias de los oficiales internados han puesto el grito en el cielo. Han mandado cartas al presidente, al arzobispo, al jefe de policía. Pero yo no voy a ir al asilo. Al asilo no me van a llevar ni muerto. ¡Ni muerto! Soy Loco-Solo. Seré Loco-Solo hasta el final. ¡No me encerrarán en el asilo! Prefiero enterrarme en el arroyo que arrastra los algodones sucios, las inmundicias y porquerías del Hospital Militar, los trapos sucios de las prostitutas, los fetos de sus abortos… -Un nuevo gargajo humeó al estrellarse en los adobes. -No sé si voy a pasar esta noche. Sé que no voy a pasar. Allí, en el solero del rancho dentro de un tubo de lata, está la Pluma. Agarra y llévala y ándate con ella al mismísimo carajo. No es un regalo. Es un castigo. Esperaste mucho tiempo el tiempo de tu perdición. Yo voy a ser libre esta noche. Vos nunca más vas a ser libre. Y ahora ándate, Carpincho. Agarra la Pluma y ándate rapidito. No quiero volverte a ver. Ah, espera un tranco. Si llegas a escribir con la Pluma, no leas lo que escribas. Mirá las figuras blancas, grises o negras que caen a los costados, entre los renglones y las palabras. Verás amontonadas en racimos cosas terribles en lo sombrío que harán sudar y gritar hasta a los árboles podridos por el sol… Mirá esas cosas mientras los perros del campo aullan en medio de la noche. Y si sos hombre borra con tu sangre la última palabra del pizarrón… -¿Qué palabra, Raimundo?