Tengo entendido sin embargo, señor vocal decano, insiste insidiosamente el rábula, que S. E. es sólo un miembro de la Junta Gubernativa del Paraguay. Aquí, señor jurisconsulto, más que una Junta de parada, tenemos una Revolución en marcha. El Director de la Revolución soy yo. Los traicioneros golpes thermidorianos nos acechan a cada paso. Hace falta una mano de hierro para conjurarlos. De modo que no se preocupe usted de los figurones. Si mis palabras no le bastan para darle razón de los hechos, los hechos me darán la razón. Victorioso en el campo de batalla, mis estimados amigos, el Paraguay no se niega a un acuerdo. Se resiste a ser vencido por un tratado. La Junta, el Cabildo en pleno aplaude mis palabras. Al ofrecerles las bases de una Confederación les estoy abriendo las puertas para una solución nacionalista a la vez que americanista. Ecuánime. Fraternal. En el interés de la generalidad. Esto es hablar del porvenir en los términos más concretos posibles. No echemos a suertes la suerte. Repartámosla equitativamente, pero no en pruebas de equitación. No aceptemos la iniquidad de la inequidad. Tengamos todos una bolsa común sin meternos en ella como en una bolsa de gatos. Busquemos juntos el camino más justo. Ya es bien triste que nos veamos reducidos a envasar en palabras, notas, documentos, contradocumentos, nuestros acuerdos-desacuerdos. Encerrar hechos de naturaleza en signos de contranatura. Los papeles pueden ser rotos. Leídos con segundas, hasta con terceras y cuartas intenciones. Millones de sentidos. Pueden ser olvidados. Falsificados. Robados. Pisoteados. Los hechos no. Están ahí. Son más fuertes que la palabra. Tienen vida propia. Atengámonos a los hechos. Tendamos con todas nuestras fuerzas a conformar la Confederación. Mas yo no veo posible su establecimiento sino por medio de un proceso verdaderamente popular y revolucionario.

En nuestro paseo a caballo por el Camino Real y los barrios bajos de la ciudad, acuden en tropel los pobladores vitoreando. El general Belgrano sonríe y saluda desde la aureola que envuelve su imagen. Santo vivo con uniforme de general. Vamos por las calles de Asunción, no entre una multitud hostil de judeznos, sino de un pueblo de fervorosos adeptos; los hijos de esta roja Jerusalén sudamericana: nuestra Jerusalén Terrenal de Asunción. Echevarría, inquieto, picándole el alma leguleya en las varices de la lengua: Sin el eje de un centro ordenador como es Buenos Aires, y sin la órbita del derecho, esa constelación de Estados libres e independientes que usted propone, señor vocal decano, nacerá muerta e informe. Vea, ilustre doctor, ni usted ni yo debemos oponernos a lo que está inscripto en la naturaleza de las cosas. Vea usted, contemple a este pueblo sencillo que ansia como todos la libertad, la felicidad, ¡cómo rebulle en el horno de su fervor! Esos seres reales, esos seres posibles nos interrogan, nos aclaman, nos reclaman, nos imponen su mandato inocente a nosotros que somos seres probables ya sin padres ni madres, montados orgullosamente en nuestras ideas que son ideas muertas si no las llevamos a vías de hecho. Ellos están vivos. Nos aplauden pero nos juzgan. Esperan su turno. Cierran el círculo por la vuelta. ¡Vea usted, doctor, contemple esas manos callosas, negras! ¡Se agitan quemadas por el sol completamente blancas! Quieren hacer de nosotros sus candiles. Procuran encendernos con su fervor. En medio de la luz no echamos más que sombra, no echamos más que humo. No entiendo muy bien, señor vocal decano, qué quiere usted significar. No me entienda a mí, doctor Echevarría. Entiéndalos a ellos. El general Belgrano ya los ha entendido.

Hablamos a gritos en medio del tumulto sin escuchar nuestras palabras, sólo viéndolas formar su hueco en nuestras bocas. Ya estoy acostumbrado a que no me entiendan los doctores, doctor Echevarría. Vuestro Tácito dirá que esta doctrina de la Con federación será explotada siniestramente en los bosques del Paraguay por el más bárbaro de los tiranos. Me calumnia. Los calumnia a ustedes hablando de vuestra total ceguera, de vuestra sordera total. Esa palabra consignada en un tratado, dice vuestro Tácito, tomando una forma visible no debía tardar en poner en conmoción a todos los pueblos del Río de la Plata dando un punto de apoyo a la anarquía y una bandera a la disolución política y social que comprometerá el éxito de la revolución y aniquilará las fuerzas sociales aun cuando después se convierta en la forma constitucional sintetizando los elementos de vida orgánica de nuestros pueblos. Vuestro Tácito con defectuosa sintaxis lo reconoce y lo niega al mismo tiempo, amparado en la tutela colonial inglesa. No es ésa la tela que debemos cortar para hacer el sayo que a todos nos venga bien. Si tal ocurre, el tal sayo, pese a lo que dice el Tácito Brigante, pasará de mano en mano, convertido en una bolsa-engañabobos hasta no ser más que una piltrafa ensangrentada, pestilente. Su imagen del sayo, señor vocal decano, es muy gráfica. Pero como toda imagen, ilusoria, mendaz. Nosotros no manejamos imágenes ni sayos, sino realidades políticas. No somos sastres. Somos hombres de ideas. Hemos de gobernar y establecer las leyes, según ya lo sabían los sabios legisladores de la antigüedad. Discúlpeme, doctor, pero el congreso de Buenos Aires o de Tucumán no pensará reunirse en la antigüedad. No querrá usted que la Confederación envejezca dos mil años antes de haber nacido. Hoy día, señor jurisconsulto, en esta bolsa de gatos de nuestras provincias colonizadas, nosotros los intelectuales «alumbrados», según lo proclama usted, hemos de establecer primero las instituciones a fin de que a su vez ellas hagan las leyes, eduquen a los hombres a ser hombres, no chacales agarradores de lo ajeno. Aplique usted su carácter insinuante, su espíritu sagaz, su conocimiento de los hombres, de las cosas, no para malbaratar nuestros designios sino para desbaratar las intrigas en que quieren enredarnos los enemigos de nuestra independencia. No es tener honor de buena opinión de nuestros pueblos el considerarlos nacidos para el sometimiento y la esclavitud sin fin. Contemple a este pueblo que nos ovaciona, que todavía cree en nosotros. ¿Cree usted que nos están rogando clamorosamente que los convirtamos otra vez en esclavos de una minoría de privilegiados para explotarlos en su particular beneficio como hasta aquí lo vinieron haciendo los amos extranjeros?

Me acerqué al galope al general Belgrano que iba bordeando peligrosamente los taludes de la Chacarita donde antiguamente se encaramaban las rancherías de la parroquia de San Blas. ¡Apártese, General, de esas barrancas! ¡Son peligrosas por los desmoronamientos! ¡No tenga cuidado!, respondióme a los saltos sobre el precipicio. ¡Conozco bien las tierras que ceden y las que no ceden! Cierto. El general tiene razón. Cuando vino al Paraguay la primera vez tuvo que formar su ejército con efectivos sacados de la gente-muchedumbre. Seres vivos. Poderosos. Profunda sabiduría natural. Iguales en todas partes a iguales condiciones e iguales destinos. De entre esta gente se hizo la leva de hombres que fueron a Buenos Aires para ayudarles a combatir las invasiones inglesas, un poco antes de que usted viniera a invadirnos, general. Así es, señor vocal decano. Los paraguayos arrimaron sus hombres, sus hombros, sus brazos, su denuedo, sus vidas en aquella primera patriada contra los extranjeros. Luego mis tropas vinieron también al Paraguay en misión de auxilio. Cuando comprendieron que los paraguayos no comprendían que la cosa no era contra ellos sino contra el poder español que seguía rigiendo en estas alturas, mis soldados prefirieron ser derrotados con honor a la falsa gloria de seguir derramando sangre de hermanos.

La conversación se estaba volviendo espesa. Liberados de la pesantez, los jinetes deben ser parcos. Las sillas de montar no permiten disquisiciones de alto vuelo. Salvo en corceles como los míos, alimentados con el piensotrébol y la alfalfa aeromóvil que cultivo en mis chacras experimentales. Sobre todo, el moro y el cebruno, los más comilones, en que íbamos montados Belgrano y yo. Una noche de pastar este forraje los provee, durante la digestión, de gas volátil suficiente para un vuelo de varias horas. Aristóteles logró animales de aire. El Vinci fabricó artefactos voladores, robando a las aves el secreto de propulsión y planeamiento de sus alas. Julio César daba de comer a sus caballos algas marinas infundiéndoles neptúnico vigor. Yo, basado en el principio de que el calor no es otra cosa que una substancia levitante más sutil que el humo, fuente de energía de la materia, hice algo mejor que el estagirita y el florentino: En lugar de fabricar aparatos mecánicos y aerodinámicos, logré cultivar pasturas térmicas. Pienso mágicamente útil. Usinas de fuerzas naturales de incalculables posibilidades en el perfeccionamiento de los animales y el progreso de la genética humana. Construcción de la super raza por medio de la nutrición. Alfa y omega de los seres vivos. He aquí Eldorado de nuestra pobre condición real. ¿No cree usted, general, que el plankton almacenado en los océanos podría solucionarnos la cosa? ¡Viveros inagotables de energía! Yo no conozco el mar, pero sé que es posible. Ustedes se hallan a sus bordes y deberían iniciar los experimentos. En secreto, pues de no hacerlo así podrían desencadenar la guerra de los ganaderos y matarifes, la avisordidez todavía más inagotable de los mercaderes portuarios.

Íbamos ya cabalgando entre las nubes en nuestros caballos mongolfieros. El mapa bermellón de la ciudad parecía aún más bermejo desde lo alto. El verde de los bosques más verdes. Las palmeras más empenachadas y esbeltas, enanas, enanísimas. Las sombras de las hondonadas, más obscuras. Fuego líquido derramaba la caída del sol sobre la bahía, sobre el caserío apiñado en las lomadas. ¡Oh qué bello paisaje!, exclamó Belgrano aspirando aire a todo pulmón. Remontó un poco sobre su silla. ¿Dónde anda Echevarría? No pude disimular mi sonrisa de satisfacción. Veía al entrometido secretario cabalgando entre las zanjas excavadas por los raudales y las inundaciones. ¡Véalo allá, general! ¡En lo más bajo del Bajo! ¡Qué mala suerte la de don Vicente Anastasio!, se condolió. ¡Perderse este espectáculo! Mala suerte en verdad, general. Su secretario va montado en el rocín de Fulgencio Yegros, apto Únicamente para los juegos de sortija y las cuadreras.

Hagamos descender ya, dijo Belgrano, a nuestros bucéfalos aerostáticos. ¿Cómo se hace? ¿Se los pincha en alguna parte? ¿Tienen alguna válvula de escape? No, general. Todo sucede naturalmente. No se aterre usted. Son seres térmicos. Cuando se les acaba el gas, los caballos atierran. Todo sucede muy naturalmente. Las luces del ocaso son incomparables en esta estación del año. Contémplelas usted, general.