10 figuras de tambores uniformados con sus cajas, y resortes para tocar, diferentes tamaños desde 5 y ½ pulgadas de alto, cada uno sobre un cajón en que está el resorte.

1.000 figuras de un centinela en su garita, de la cual sale y entra por medio de un resorte, de 3 pulgadas de alto la figura.

600 cañoncitos de a 3 y ½ pulgadas de largo sobre cureñas.

12.000 fusiles de a 12 y ½ pulgadas de largo el cañón, empavonados de colores diferentes.

100 cornetas pintadas de diferentes colores de a 13 pulgadas

de largo.

20 figuritas de mujeres de a 6 y ½ pulgadas de alto, vestidas de blanco tocando guitarra y paradas cada una sobre un cajón en que tiene el resorte.

20 cómicos con sus cómicas valseando sobre una rueda puesta sobre un cajón donde está el resorte, de 5 pulgadas de alto.

20 figuras de mujeres sentadas en sillas, tocando piano, de a 9 pulgadas de alto, y puestos sobre cajones donde está el resorte.

40 muchachas sentadas en cuclillas sobre cajones de a 3 pulgadas de alto, dando cada una de comer a dos pajaritos.

30 muchachas de a 3 pulgadas de alto sobre cajones de resorte enseñando a sus perritos.

30 muchachas de a 3 pulgadas sobre cajones con resorte, dando de comer a un pajarito cada una.

50 muchachas de a 2 pulgadas de alto sentadas sobre fuelles con un pajarito en las faldas.

400 figuras de mujer de a 4 pulgadas de alto, vestidas de colores con sus hijitos en los brazos, paradas sobre cajones donde está el resorte para caminar.

50 muchachas sentadas sobre fuelles, con sus pajaritos en las faldas de a 2 y ½

pulgadas de alto.

120 mujeres de a 6 pulgadas de alto con sus hijitos en las manos con resorte.

200 mujeres como labradoras de a 9 y ½ pulgadas de alto.

7 frailes de a 3 y ½ pulgadas de alto, parados sobre fuelles (descalzos).

4 ancianos de 3 y ½ pulgadas cada uno con una mula por delante cargada de fruta sobre cajones con resorte.

80 niños sentados en hamaca.

77 guaikurúes a caballo cada uno con sus lanzas de a 3 y ½ pulgadas de alto.

20 tigres colorados de a 3 y ½ pulgadas de alto y 7 y ½ de largo, colocados sobre fuelles.

20 gatos de 2 y ½ pulgadas de alto sobre fuelles.

20 conejitos sobre fuelles.

20 zorros con un gallo encima de cada uno, colocados sobre cajones de resortes de a 9 pulgadas de largo.

60 matracas de a 3 pulgadas de largo, y 1 y ½ de ancho.

(En el cuaderno privado)

Cojo otra vez de entre los papeles la flor-momia de amaranto. La froto contra el pecho. De nuevo vuelve a surgir de sus profundidades el hedor débil; un olor, rumor más que olor. Irradiación magnética que comunica directamente sus ondas al cerebro. Tenue corriente que está allí desde ANTES. Sólo en apariencia aroma-fósil. Nebulosa fuera del tiempo, del espacio, propagándose a una fantástica velocidad a la vez en varios tiempos y espacios simultáneos, paralelos. Convergentes-divergentes. Los objetos no tienen los aspectos que encontramos en ellos. Oigo con todo el cuerpo lo que las ondas están susurrando eléctricamente. Radiaciones acumuladas vibran en el tímpano-amaranto. La tela de la memoria vuelve hacia atrás proyectando al revés infinitos instantes. Escenas, cosas, hechos, que se superponen sin mezclarse. Nítidamente. Momentum. Onda luminosa. Continua. Constante. Basta pues que uno se resguarde detrás de un espejo para contemplar sin ser destruido. Aunque el choque de ese rayo infinitesimal de energía, más tremenda que la de diez mil soles, podría hacer añicos el mundo del espejo. El espejo del mundo.

Los rayos del sol caen a plomo sobre la sumaca de dos palos en que vamos navegando rumbo a Córdoba. Remonta sus aguas el río. No hay una brizna de aire. La vela cangreja cae lacia a botavara. El agua hiede a limo de playones recalentados. Brilla en los reverberos. Puedo distinguir cada uno de esos reverberos. Veo lo que va a pasar en el instante siguiente o un siglo después. La embarcación va atravesando un campo flotante de victorias-regias. Los redondos pimpollos de seda negra chupan la luz humeando un olor a coronas fúnebres. Cojo uno de esos pimpollos. Abro la cálida bola. En el interior de la esfera pulida, marfilina, descubro lo que busco. Redondo espejo de puntos fríos de un gris azulado, parpadeando en las pestañas sedosas más negras que las alas del cuervo. Al anochecer los pimpollos se sumergen a dormir bajo el agua. Reflotan al alba pero aun bajo la luz del mediodía, como en este momento, su plumaje permanece nocturno. Absoluta inocencia. Puedo sujetar al tiempo, volver a empezar. Elijo uno cualquiera de esos instantes de mi niñez que se despliegan ante mis ojos cerrados. Estoy muy dentro aún de la naturaleza. Después de borrar la última palabra del pizarrón, mi mano no ha llegado aún a la escritura. Mi mente de niño toma la forma de las cosas. Busco mis oráculos en los signos del humo, del fuego, del agua, del viento. Los remolinos de tierra me echan a los ojos su polvo matemático. El báculo camina solo, muy despacio. El yáculo viene por el aire más rápido que una flecha. Voy bogando en mi canoa. Consulto aquí y allá esos nidos naturales donde empolla lo-que-no-es. Pronósticos. Vaticinios. Hago aguas sobre el agua barrosa. El temblor de las olitas es una nueva fuente de presagios que ya se han cumplido. Cuando los acontecimientos, el más mínimo hecho, no sucede como uno ya ha visto que sucederá, no es que las cosas-profetas hayan errado. La lectura que uno hace de esas profecías es la que se equivoca. Es preciso releer, corregir hasta el último pelo de error. Únicamente así, a las cansadas, cuando ya uno ni siquiera lo espera, surge el filo sobre el cual resbala, tras la última gota de sudor, una primera gota de verdad. El único que podría decir esto sin mentir sería el último hombre. Pero quién puede saber que es el último hombre si la humanidad misma carece de un fin. Y si esto es así, ¿no será que todavía no hay humanidad? ¿La habrá alguna vez? ¿No la habrá nunca más? ¡Qué humanidad más inhumana nuestra triste humanidad si no ha comenzado todavía!

(En el cuaderno privado)

¿Por qué quieres ahorcar el tambor, Efigenio Cristaldo? Ya estoy viejo, Su Excelencia. Ya no me dan más las fuerzas para sacar del cuero el sonido que conviene al redoble de un Bando, de un Decreto, de una Orden, de un Edicto. Especialmente en la escolta de Su Excelencia. Sabes que ya no salgo a paseo. Será también por eso entonces, Supremo Señor, que no me sale el son. Yo estoy más viejo que tú y seguiré batiendo el parche del Gobierno, salga o no salga el son. Lo más oíble no es lo más oído, Efigenio. Yo continuaré redoblando mientras me reste un hilo de vida. Su vida será larga sin segundo, Excelentísimo Señor. A Vuecencia nadie lo puede reemplazar; a mí, cualquiera de esos jóvenes tamboreros a quienes yo mismo enseñé. Me permito recomendar muy especialmente al trompa Sixto Brítez, oriundo del cerro Ñanduá de Jaguarón. Es el mejor trompa del batallón Escolta, pero su ele es el tambor. Nació luego nomás para tamborero, Supremo Señor, y en eso sí nadie le gana. Sabe llenar de viento la barriga, el pecho, y a golpe de puño sacar cualquier redoble, que se escucha hasta una legua y más, cuando no hay viento. Sobre todo después de la rancheada en que se llena de poroto-jupiká y se come él solo una cabeza entera de vaca. No me vengas con recomendaciones, Efigenio, y menos a favor de ese insigne comilón que tiene además el vicio de meterse la mano en las bragas en plena marcha para ir regalándose con la hedencia recogida en los dedos. ¿Qué es esto de ir oliéndose sigiladamente los efluvios prepuciales? ¿Qué es esto de ir tocándose el pito mientras toca la trompa? Ya recibió varios palos por esta fea costumbre. Se le mandó hacer un pantalón especial, sin bragueta. Ahora lleva descosidas por dentro las faltriqueras. Menos mal que será un buen alférez en la guerra contra la Triple Alianza. A un héroe futuro pueden dispensársele algunos vicios presentes.

Policarpo Patiño trabajó aquí entre estos papeles hasta su último día. Acabó copiando su propia sentencia de muerte. Tu padre, maestro de cantería, labró piedras hasta el último día de su vejez. Era su oficio, Excelencia, como el suyo es ser Gobernante Supremo. Cada uno nace para un oficio distinto, Señor. ¿Cómo dices? ¿El tuyo no es tocar el tambor? Uno nunca sabe, Excelencia. ¿De modo que ahora quieres abandonar el servicio? Acaso tú también piensas que soy el Finado. ¡Nunca jamás he pensado ni pensaré eso, Excelencia! Únicamente me he permitido pedir a Su Merced me releve del puesto para el cual ya no sirvo, por viejo y porque el tambor está cada vez más lejos de mí. En nuestras cortas relaciones con la existencia todo consiste en que hayamos entretenido un poco el ritmo, Efigenio. Vea esto, Supremo Señor. ¿Qué es eso? El callo que me ha formado el tambor de apoyarlo en el pecho. Tan grande como una joroba de cebú, tan duro como una piedra. Necesito palos muy largos, Señor, y el son me sale sin fuerza. En ese callo debe estar enterrado todo el sonido que no te salió afuera. Te has jorobado, Efigenio. Tú también cargas tu piedra, eh. ¿Y qué oficio es el que te gustaría desempeñar ahora? Yo, Señor, lo que desde muy chico quise mucho ser es maestro de escuela. ¿Y has esperado treinta años para decírmelo? Hubiera esperado más también, Excelencia, de haber podido seguir sirviendo de tamborero sin la disconveniencia de esta joroba que me ha salido en el pecho, además de la que también cargo en el lomo. En la solicitud que has presentado dices que quieres reintegrarte a tu trabajo de chacrero como plantador de maíz-del-agua en el lago Ypoá. También es cierto eso, Señor. Pero el oficio para el que he nacido es el de maestro de escuela. No has dicho eso en tu oficio. No me animaba, Excelentísimo Señor, proponerme yo mismo para un oficio tan alto como el de maestro, aunque las dos cosas sean para mí la misma y única razón que me ha traído al mundo. Esto sin demeritar en lo más mínimo el honor de haber servido a las órdenes directas de su Excelencia. Aquí he enseñado a los indiecitos músicos; pero ellos lo único que necesitan aprender son los palotes de las primeras letras. Todo lo demás, que es lo más, ya vienen sabiendo de los montes donde nacieron. ¡Basta! Quedas relevado de tu puesto en el que has estado lastando provisoriamente con el tambor durante treinta años. A cada día le basta su pena, a cada año su daño. Vete a tus flores acuáticas. Dales un cariñoso saludo a esos pimpollos que reflotan a la primera luz del alba con un sonido muy dulce que no está entre las siete notas de la escala. Mira esas flores con mis ojos, si es que puedes. Tócalas con mis manos, si es que puedes. Verás que el cedazo de esas aterciopeladas ruedas flotantes recogen muchas nubes. Moisés hubiera querido nacer en una de esas canastillas. Llévate ese tricornio colgado en el perchero. Póntelo en la cabeza. Vamos. ¡Pomelo! Coge esa flor petrificada que está sobre la mesa, allí junto al cráneo. Póntela bajo el tricornio. Más arriba. Bien pegada al cuero cabelludo. Ahí, ahí. Apriétala más. Antena igual a la de los insectos ciegos. En ella escucharás la voz que continúa. Brasita de todo es el carbón de uno mismo. Uuu, Ah. ¡Cuánto tiempo ha pasado o ninguno! ¿Dónde estás, Efigenio? ¿Me escuchas? ¡No muy bien, Excelencia! ¡Lo escucho como si su voz estuviera bajo tierra! ¡No bajo tierra sino en una lata de fideos! ¿Dóóónde estááás túúú? ¡Aquí en el lago, entre los cedazos verdes con sus pimpollos de seda negra! Tú tampoco estás bueno de salud, Efigenio. ¿No lo has pasado bien últimamente? ¡Viviendo mi suerte con luchas y guerras, Señor! ¡No me puedo quejar! ¡Los niños envejecen muy pronto! ¡Las flores también! ¡No hay tiempo de darse cuenta de nada! Doy fe y sigo!