Está ahí, con fuerte custodia, presenciando enfurruñado, engurruñado, la parada que él supone he mandado dar en su honor y desagravio, sin darse cuenta de los verdaderos fines que ella persigue.

En plan de sumar individuos afines, pongo junto al porteño Herrera al brasileño Correia da Cámara, nuestro conocido enviado imperial. En los días de aquella época aún no lo conocíamos, pues vendrá al Paraguay sólo diez años y pico después. Mi diversión favorita es meter dos alacranes en una botella. No hay dos sin tres. Metamos pues a otro alacrán porteño en el frasco. El último, el Coso éste, al igual que el cascarrabias de Herrera y el tunante de Echevarría, es afecto a escribir cartas. El Coso García 1 se queja contra mí a sus comitentes de Buenos Aires. Me adula al mismo tiempo con porteña desfachatez. No sé por qué todos estos bribones creen que van a poder arruinar al Paraguay con epistolarios. Allá ellos.

Aquí los pongo en la botella. Tres alacranes. Cuatro escorpiones. Los que sean. A voluntad. Entrelazan sus colas, sus pinzas. Secretan sus jugos venéficos. Agitar bien el frasco. Ponerlo al sereno, hasta que los bichos se serenen del todo. El veneno se vuelve entonces bebedizo benéfico. Tomarlo en ayunas, bien de madrugada. Dosis homeopáticas. Por tiempos seguidos. La continuidad-simultaneidad es lo que hay de mejor en la cura de las obstrucciones de todo tipo.

Nicolás de Herrera, Juan García Coso, Manuel Correia da Cámara, alacranes diplomados, me sirven de corrial. Me han querido usar. Yo los he usado a ellos.

Correia se muestra aún engurruñado y temeroso. Siempre anda de costado. Sólo muestra un ojo, una mejilla, una mano, una pierna, medio corazón, ninguna cabeza. Figura de cangrejo. No se sabe si camina hacia atrás o hacia adelante. Talones dobles. Sólo le han crecido las plumas del sombrero y pelos por todo el cuerpo. Sobre su capa de armiño, en pleno verano, se le ensancha en el lomo la negra mancha de sus intenciones con la forma del mapa del imperio, doblado también por el medio. Sólo se ve la mitad que crece hacia el oeste. Por ahora, media mancha de tinta en el rastro de las bandeiras. Después veremos.

A Cámara le obsesiona la posible interferencia porteña. Cosa que me conviene a mí. Sospecha que Coso impedirá a costa de intrigas mis negociaciones con el imperio. Teme, además, un atentado contra su vida por parte de los porteños y de los porteñistas de Asunción. Anoche, durante la cena, me ha referido lo que se ha tramado contra él. Acusa directamente al gobierno de Buenos Aires de querer hacerlo asesinar. Vea, Excelencia, la carta que el doctor Juan Francisco Seguí envió a Bonifacio Isaz Calderón, y que mis agentes han logrado interceptar: El Emperador ha destinado como agente suyo ante el gobierno paraguayo a un atolondrado que está en Montevideo próximo a partir rumbo a Asunción. Conviene que se le sorprenda en el tránsito y se lo traiga a Buenos Aires donde será bien recibido como se merece, o que sea asesinado en el mismo Campo, si posible fuese por algún Paysano que quiera aprovecharse de Seis Mil pesos. O si no, que se emplee una buena carga de arsénico en la sopa. ¿Es auténtica esta carta, Correia? ¡Certissimamente, Excelentísimo! ¿No es fabulada? ¡Nao é! ¡Es carta muy verdadera! ¡No se preocupe, mi sentenciado Correia! Usted está ahora comiendo conmigo tranquilamente, y yo le aseguro que esa sopa de carne pisada, que nosotros llamamos so'yo, es la más sana y nutritiva del mundo. Tómela sin cuidado. En el Paraguay usted está a cubierto de todo peligro. ¡Certissimamente, Excelencia! ¡Mais me he salvado so por un pelinho!

He resuelto, pues, juntar estos festejos en uno solo. Y ya que estamos de parrandas, arranquemos de la que se celebrara en Asunción, inaugurando estos desmanes fiesteros, antes aún de la Independencia. Retrocedamos un poco. Mi trato con cangrejos ha contagiado a mis apuntes de vicios tornatrases.

Lo malo de los festejos populares es que siempre huelen a circo, a trampa. Leoneras preparadas. El pobre pueblo acude queriendo divertirse, olvidar sus penurias, desahogar a gritos su humillada existencia. ¿Cómo? Con el espectáculo de los señores de campanillas en los tablados. Cualquier cosa sirve de pretexto. La más baladí. La caída de una uña encarnada en el dedo del pie de un monarca. La fecha del natalicio de una delfina menarca. La caída de un imperio. El surgimiento de otro en su reemplazo. El cumpleaños de un favorito. La firma de un tratado. Cualquier cosa. El pueblo acude a estas costosas y miserables quimeras. Lo engañan, lo enardecen al cohete con fuegos artificiales. Le roban horas de su trabajo. Dilapidan los dineros del Estado. Se diría que sólo atizando el fanatismo colectivo pueden esconderse las miserias que lo entrampan. Qué se va a hacer, qué se va a hacer. Es la costumbre más antigua, desde los romanos. Algún día volveremos a vivir austeramente en catacumbas como los primeros cristianos. Enjaulados los tigres, los emperadores, los cónsules, los señorones. Entretanto, dejar vivir al pueblo. Matar de a poco las malas costumbres.

Decididamente, lo peor de lo malo en cuanto a pretextos, las fechas. Ésta del 12 de octubre, Día de la Raza, una de ellas. En la tabla de los calendarios parecen inmortales. Rigen la ilusión de realidad. Menos mal que, por lo menos en el papel, el tiempo puede ser comprimido, ahorrado, anulado.

1804

El favorito de la reina, Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, ha aceptado el cargo honorario de Regidor Perpetuo de la ciudad. Asunción es la primera Capital en el reino de Indias que merece semejante distinción. El recibo simbólico del Príncipe de la Paz en el Ayuntamiento da lugar a los antedichos festejos. Los de más pompa que se recuerdan. Comienzan con un gran banquete de setenta y cuatro cubiertos ofrecidos por el odiado gobernador Lázaro de Ribera y Espinoza de los Monteros, 1 en vajilla de plata. A lacabecera de la mesa, recostado contra un copón de oro, el valido Manuel Godoy; es decir, su retrato lleno de guirnaldas. Bajo inmenso sello de lacre la cédula real que lo ha consagrado Gran Ayuntador. Desde el retrato nos saluda con lentos ademanes, los dedos cuajados de sortijas. Luego del banquete, que dura seis horas, el Príncipe de la Paz es llevado en una carroza tirada por ocho caballos negros y ocho yeguas blancas, al son de la banda de músicos. Un cuerpo de miñones custodia la galera. Atrás marchan el gobernador y el obispo en otro galeón. A pie, las planas mayores de los regimientos, de los diarios, los titulares de los corregimientos, la aristocracia principal. Numerosísima banda de clérigos regulares e irregulares. ¡Qué dignidad la de aquellos tiempos!

En el Campo de Marte se han levantado cuatro arcos triunfales. En uno de ellos, el de la Inmortalidad, es colocado solemnemente el retrato ornado de flores, coronas de palmas y laureles. Toda la plaza y el caserío erizados de estandartes y gallardetes. Los balcones de los edificios adyacentes, ocupados por damas de primera distinción y caballeros de segunda y tercera. Pelafustanes engallados en sus capas y jubones de fustanes.

Por la noche iluminan las calles, los edificios públicos, las casas de los vecinos principales. Ramos de fuegos artificiales se encienden en lo alto. El cielo, un jardín de fugaces andrómedas y aldebaranes.

Desde el triclinio que ocupa en el podio de la Plaza, Lázaro de Ribera agita la vara insignia y dirige todos los movimientos, pasándose la mano a cada paso por los rizos de la empolvada peluca, tal un director de orquesta molesto por la desafinación de los cuernos. En todo caso, al Príncipe de la Paz se lo ve muy orondo en el retrato afinando, acariciando al desgaire, la cornamenta de un ciervo real.

De la mansión del regidor Juan Bautista de Hachar sale un birlocho con acompañamiento de violines, panderetas y chirimías. Al llegar frente al retrato, los ocupantes ataviados para la escena descienden y representan Tancredo. María Gregoria Castelví y Juan José Loizaga [abuelo del triunviro traidor que guardará mi cráneo en el desván de su casa], se lucen en los papeles del Cruzado y la Clorinda. Diez mil personas asisten a la representación.

El novenario de festejos prosigue sin interrupción. Corridas de toros. Máscaras de gala a caballo con coros de música rejonean en danzas y contradanzas, como en los torneos de la antigüedad. Cincuenta caballeros, disfrazados de sarracenos e indios en corceles ricamente enjaezados, rivalizan en el juego de sortija. Ensartada por el vencedor de turno en la púa de plata, la sortija es llevada y entregada con viriles zalemas a su novia, a su pretendida doncella o a la aseñorada esposa. Éstas la recogen del lazo de cinta y la dejan caer por el hueco del escote. Miman sin darse cuenta, con un gesto pueril, la ceremonia de la Restauración. No de la monarquía, no, si estamos en plena monarquía, ¡vamos! Restauración de aquello-que-únicamente-se-pierde-una-vez. Realeza. Virginidad. Nobleza. Dignidad. Aunque haya algunos que perdiéndolas una vez, las recuperan dos veces.

Lázaro de Ribera con orgullosa displicencia dice al obispo: La resurrección es una idea completamente natural, ¿no lo cree Su Señoría? El obispo asiente con una sonrisa complacida. Así es, señor Gobernador. No es más extraordinario resucitar una sola vez que crear dos veces la misma cosa.

La bellísima hija de Lázaro de Ribera se inclina hacia él, sin dejar de contemplar el torneo: ¿Qué ha dicho S. Md., si es que se puede saber? Nada, hija. Nada que pueda interesarte a ti en este momento de tan hermosa fiesta que suspende los sentidos. ¡Fíjate en ese rejoneador indígena que viene hacia acá, a todo galope! En efecto, de pie sobre un alazán reluciente de sudor y completamente en pelo, el jinete emplumado y tatuado a la manera de los ka'ai-guá o gente del monte, avanza hacia el sitial del gobernador. Esbelta y gigantesca talla, completamente empapada de sudor. Cola de cometa arrastra la cabalgadura en la vertiginosa carrera. Al jinete indígena no lo cubre más que una especie de baticola o taparrabo de un tejido que despide opacos reflejos. Con el brazo tendido porta ensartada en una larguísima espina de coco la sortija que va dejando en el aire el trazo de la roja cenefa. El alazán sin brida ni bocado modera el ímpetu de su marcha. Avanza ahora a pasos de baile. Sus cascos no redoblan al compás de la banda, sino al son de otros sones únicamente audibles para el caballo y su jinete. Sus ollares van resollando un aliento rosado que se expande a enorme presión. Los dos chorros golpean con su masa compacta los ijares. Levitan, proyectan hacia atrás la colacorneta dándole presencia de animal fabuloso. Cabeza de caballo y jaguar. Los fúñales o dextrarios de los romanos, delira el obispo erudito, habrían parecido insectos en comparación a este indiano hipocentauro. Los antiguos llamaban desultorios equos a semejantes corceles; de sus jinetes fundidos con ellos, decían… Pero ya Lázaro de Ribera se yergue rojo de cólera, llamando a gritos a los guardias y chaireando el aire con su bastón-estoque: ¡Por Belcebú! ¡Quién es este atrevido infiel que osa tamaña osadía! ¡A mí, guardias! ¡A mí, sayones! ¡A mí, arcabuceros! El hipocentauro con doble cabeza de hombre y jaguar frena de golpe ante el podio. Encabritado. Arañando el aire, los cascos recortados en forma de garras. La parte humana del fabuloso animal se inclina desde lo alto y deja caer la sortija en la falda de la hija del gobernador. ¡Disparen, disparen, jayanes!, ordena su voz descompuesta por la ira y el terror. ¡Disparen, malparidos abortos escopeteros!, clama la voz del gobernador, perdido ya todo dominio de sí en el repentino silencio. Las descargas restallaron al fin. Se pudo oír el fino silbido de las balas. Los dientes del natural relucen entre el humo y la pólvora. Sus tatuajes fosforecen en la penumbra que comienza a caer. Con la misma espina de coco se rasga la piel cobriza desde la garganta a la horcajadura. Se arranca el casquete de cera de la cabeza dejando al descubierto la cabellera tonsurada en corona-espiral. En medio del revuelo de plumas, de adornos, de escamas, de insignias, semeja una especie de Cristo-Adán silvestre. Casi albino de puro blanco. Alba la tez. Albos los ojos. Barba nazarena la del Cristo-tigre. ¡El misterioso jefe de las tribus monteses más guerreras y feroces del Alto Paraná está allí! Cacique-hechicero-profeta de los kaaiguá-gualachí. Ni los conquistadores ni los misioneros los habían logrado dominar. Bajo él también su cabalgadura se ha acabado de transformar en un tigre completamente azul. Lengua, fauces rojas y húmedas, colmillos de marfil. Las manchas de la piel centellean metálicamente al sol. Esa crecida leyenda está ahí en medio de la plaza, ante el podio del gobernador. Su hija contempla en éxtasis lo que para ella es algo poco menos que un Arcángel. Aparición real y verdadera.

1 1 Se refiere aquí a Juan García de Cossio enviado en diciembre de 1823 por Benardino Rivadavia, jefe del gobierno porteño. No tendrá más éxito que los comisionados anteriores. Cossio se queja de que El Supremo se porta con él de la manera más irreductible e incivil. Este por su parte, comenta Julio Cesan nunca explicó el por qué de su actitud; en su copiosa correspondencia con sus delegados en la que trataba todas las cuestiones internas y externas, jamás se refirió a García Cossio, ni a su misión ni a sus notas. Según Juan Francisco Seguí-secretario de Vicente Fidel López- el objetivo fundamental de la misión de Cossio era el de concertar una alianza con el Paraguay ante la inminencia de la lucha con el Imperio en la Banda Oriental. (Anais, t. IV, p. 125.)

Las comunicaciones de Cossio a El Supremo, como la de los otros enviados porteños y brasileros sometidos al purgatorio de los largos plantones, fueron numerosas. En este «suplicio por la esperanza», los «cargosos y pedigüeños maulas» se desahogaban en implorantes, resentidas o melancólicas misivas.

Por cada nota de las 37 enviadas desde Corrientes a Asunción, Cossio debió oblar a los chasques 6 onzas de oro, un traje completo y un equipo de montar que incluía desde las bridas del caballo hasta las espuelas del jinete, más un chifle con 10 litros de caña. En febrero de 1824 Cossio informa a su gobierno desde Corrientes que El Supremo Dictador no contesta aún y que los mensajeros no han regresado. Nada. Ni un indicio siquiera. La tierra parece habérselos tragado. Cossio emite esta triste reflexión: «Y este silencio, tan ajeno al Derecho de Gentes como a la Civilización, manifiesta desde luego que no se trata de variar en parte la menor, aquella misma conducta en que ha fijado toda su atención dentro del singular aislamiento en que se halla. Todo esto, pese a recordarle los esfuerzos realizados por los dos países en la Guerra de la Independencia y la amenaza que actualmente representan para América las miras ambiciosas de la Santa Alianza y la posibilidad de una expedición reconquistadora». El 19 de marzo de 1824 Cossio escribe nuevamente a El Supremo. Su oficio concluye: «El Paraguay se está perjudicando pues ha dejado de vender su yerba, su ta baco y sus maderas; su comercio se debilita por el cierre de los ríos y por la falta de mercados exteriores. Por otra parte, al gobierno de Buenos Aires le alarma la apertura de un puerto al Brasil y pide se le otorgue idéntica facilidad, aunque sea circuns cripto a un Punto, como se ha otorgado al Portugués». Al pie de esta comunicación hay una nota de El Supremo, escrita al sesgo en tinta roja: «¡Por fin vamos a oír buena música!». (N. del C.)


1 «A comienzos de 1795, Lázaro de Ribera fue nombrado Gobernador militar y po lítico e Intendente de la real Hacienda del Paraguay. Antes de viajar a la sede de su gobierno contrajo enlace con la linajuda dama Mana Francisca de Savatea, ligándose así a la aristocracia porteña. Una de sus cuñadas era esposa de Santiago de Liniers [futuro virrey]. Ribera no le cede la derecha a sus grandes antecesores [en la sede de la gobernación]: Pinedo, Melo, Alós, y quizás en muchos aspectos los supere. Caló muy hondo en la tierra guaraní, supo de sus dolores y sus miserias, y tendió la mano al desvalido y al pobre. Proféticamente señaló que el gran puerto para el Paraguay era Montevideo, y anticipó la grandeza del Plata, escribiendo: "Las Provincias del Virreinato de Buenos Aires llegarán a un grado tal de opulencia en tanto se facilite la extracción de las primeras materias que deben pasar el Océano para avivar y dar energía a las Manufacturas de la Península ". Creyó en el porvenir del Paraguay por su tierra fértil, su producción abundante, sus ríos que la riegan y ponen en contacto con el mundo.» (N. de julio César.)

«Aunque de carácter ardiente e impetuoso, impaciente ante toda traba, vanidoso de sí mismo y de aristocrático abolengo, fue Lázaro de Ribera uno de los mandatarios hispanos más iluminados que hubo en esta parte de América, en las postrimerías del siglo xvii.» (Coment. de/ P. Furlong, cit. por J. C.)