Desfilan los dos mil quinientos jinetes de Takuaty. Mi ilustre primo Yegros, muy pálido al frente de los escuadrones de caballería. Ya está amarrado al tronco del naranjo. Ha confesado su traición. Le ha costado hacerlo, y únicamente lo ha hecho cuando la dosis de azotes ha llegado a la cuenta de ciento veinticinco. El Aposento de la Verdad hace milagros. Se ha mostrado muy arrepentido. No he tenido más remedio que mandarlo fusilar hace veinte años. Lo mejor de su vida fue la forma en que la dejó. Murió en la actitud de quien de repente se da cuenta que debe arrojar su más precioso tesoro cual insignificante chuchería. ¡Pensar que era alguien en cuya ingenuidad y estupidez yo tenía depositada alguna confianza! ¡Ah ah ah! No existe arte alguno para leer en un rostro la malignidad del alma oculta bajo esa máscara. Va cabalgando entre los mejores jinetes de la revista. En su pecho lucen las heridas de la ejecución tanto o más que las condecoraciones de Takuary. Éstas hablan de honor; aquéllas de deshonor. Lo mismo el Cavallero-bayardo. Los siete hermanos Montiel. Varios más. Casi todos los caballeros-conspiradores, entre los sesenta y ocho reos ejecutados al pie del naranjo el 17 de julio del año 21. 1 Se destacan gallardos y pálidos al frente de los pelotones en el simulacro de la carga. Livianos. Descarnados. Libres ya del pecado de ingratitud. Limpios del desamor a la Patria. Tan rápidos van en lo ligero del lente, tan halados por la fuerza centrífuga del tiempo, que la alígera acción de memorarlos resulta lenta para darles alcance.

Tengo a mis visitantes-plenipotenciarios-espías-negociadores, sentados en el atrio de la catedral. Ni una gota de agua que llevar a los labios resecos. Ni una gota de aire que llevar a los pulmones. El sol de fuego derrite los cerebros merodeadores-negociadores. El desfile de las tropas es incesante. Las piezas de artillería pasan arrastradas por muías. Tumulto infernal. Correia da Cámara se va hinchando cada vez más. Su lujoso atuendo ha estallado dejando ver, a través de los jirones, retazos de ampollada piel en que las moscas liban junto con el sudor el licor de las postemillas. Nicolás de Herrera no lo pasa mejor. 2 Lo veo luchando dentro de la piel contra el tormento del calor. Turbado el seso. Lengua estropajosa: El desfile me parece bien, señor vocal decano, pero lo que entiendo mal es su empecinada resistencia a la unión con Buenos Aires.

A Correia da Cámara han tenido que sujetarlo a su silla con los cordones de los estandartes y sus propios entorchados. Agorero el sol, echa por delante la sombra animalesca del enviado imperial.

El espejismo del desfile agranda, tensa su arco de reflejos. Visiones giratorias se aceleran en las reverberaciones. Cada vez más rápido el vértigo bordado a tambor. No dejo que Correia se desmaye ni se duerma. El negro Pilar lo apantalla con abanico de plumas. De tanto en tanto le rocía la cara con agua de azar y de rosa mosqueta. En lugar del emplumado bicornio, cubre su testa un inmenso sombrero de paja, humeando aromado vapor.

He usado el espejismo en otras ocasiones con idéntica eficacia. Al norte, con los brasileros. Al sur con los artigúenos, los correntinos, los bajadeños, los santafesinos. Mis jefes están perfectamente instruidos en el mecanismo de las refracciones. Cuando el enemigo ataca en los desiertos o en los esteros, ordenan retirada. Hacen huir adrede a sus tropas. El invasor se interna persiguiéndolas por los caldeados arenales o las planicies pantanosas. Escondidos entre las dunas o las cortaderas, los paraguayos dejan la imagen de su ejército reverberando en las arenas o en las ciénagas. Se vuelve así imaginario y real al mismo tiempo en la distancia. Las engañosas perspectivas falsean el milagro. Los invasores avanzan. Los paraguayos agazapados esperan. Los invasores disparan. Los paraguayos imitan la muerte en la pantalla lejana. Los invasores se arrojan sobre el «cobarde enemigo guaraní». Todo ha desaparecido. Durante muchos días, a lo largo de muchas leguas, el mismo engaño alucina a los invasores. Asombrados del incomprensible sortilegio y preguntándose cómo, por muy rápidos que sean los infantes paraguayos o sus caballos de humo y de fuego, pueden desaparecer instantáneamente llevándose a sus muertos. Esta lucha contra los fantasmas agota a los invasores que al fin son envueltos por los paraguayos que caen de todas partes en aulladora avalancha. Los enemigos son destruidos en un parpadeo. Mueren llevándose en los ojos el vago horror de un espanto que la ironía vuelve aún más diabólico.

La treta nunca falla. Basta un buen entrenamiento y el sentido preciso de los paralajes y ángulos de luz que estos hombres llevan en lo más oscuro de su instinto. Ni siquiera precisarían armas, pues el golpe de efecto de la sangrienta burla es más mortífero que el de los fusiles. Todo verbo en el círculo de su acción crea aquello que expresa, decía el francés, y se sentía milagroso empuñando su pluma en la actitud de un mago que revolea su varita. Yo no me siento tan seguro con mi cachiporrita de nácar, salida de prisión. Por las dudas proveo a mis soldados de fusiles y cartuchos. No muchos, aunque sean duchos. Sólo unos cuantos mosquetones de la infantería son auténticas armas; las que cargan los hombres de punta de escuadra que van desfilando más próximos al pabellón oficial. El resto, imitaciones, fusiles de palo. Al igual que los cañones tallados en troncos de timbó, el árbol de humo que tiene el color del hierro y pesa como el humo. ¡Mis armas secretas! En cuanto a los efectivos, no alcanzan a tres mil los que están desfilando desde hace treinta años. Avanzan a paso marcial frente al tinglado. Doblan la cuadra de la Merced. Rodean la manzana que engañó a Adán. Se pierden en los zanjones del Bajo. Pasan frente al palo borracho y pelado de Samu'ú-peré. Llegan hasta el cementerio y la iglesia de San Francisco en el barrio de Tikú-Tuyá. Luego pegan la vuelta por el Camino Real, enfilan de nuevo hacia la Merced y vuelven a pasar con la misma apostura ante el podio. Lo lejos está a la vuelta.

La resistencia del enviado imperial es extraordinaria. Sobrehumana. Antropoidea. No le durará mucho. Ya se está desmoronando. Tres días con sus noches hará que no duerme, mientras se han sucedido los festejos en las calles y las tratativas en la casa de Gobierno. Anoche, después de la representación en el Teatro del Bajo, el besamanos de los negros comenzó a la madrugada. Terminó con el sol alto. La sangre africana ha encontrado un motivo para hacer reventar su algarabía. Han danzado sin parar frente al retrato del emperador, colocado en un bosque de arcos triunfales. Ahora el estruendo de la parada militar no cesará hasta la caída del sol.

La cabeza de Correia da Cámara cuelga de las correas doradas. Conjunto inservible, a su manera completo. Por instantes se incorpora aún. Intenta reírse de la situación. Risa sin pulmones. A veces guarda silencio. La lengua afuera, babea una flor del color de la leche. Lo miro de costado. La misma figura del principio: Un ojo solo. Media cara (aunque descarado completo). Medio cuerpo. Un brazo. Una pierna. Tiembla un poco a cada vuelta de las tropas, en el chucho de la resolana, al borde de la insolación.

La vuelta completa lleva una hora seis minutos, de acuerdo con el diagrama del desfile que yo he trazado al milímetro. De modo que durante las doce horas del desfile han alcanzado a redondear exactamente veinte y seis años en este moto perpetuo de la marcha. Hombrecitos minúsculos y precisos avanzan en siete pelotones y una sola dirección con paso igualmente inmóvil. Polvo rojo. Magnéticas vibraciones de los reverberos. Monótono compás de la infantería. Fíjese, Correia. ¿No le parece mi ejército casi tan numeroso y tan bien armado como el de Napoleón? El emisario imperial no me responde. Una aguaza verde fluye de los belfos caídos. Resbala sobre el pecho, pringando la tornasolada chaqueta.

Tengo pocos amigos. A decir verdad, nunca está abierto mi corazón al amigo presente sino al ausente. Abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. Uno de ellos, el general Manuel Belgrano. Hay noches en que viene a hacerme compañía. Llega ahora libre de cuidados, de recuerdos. Entra sin necesidad de que le abra la puerta. Más que verlo, siento su presencia. Está ahí presenciando mi ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia. Simplemente está ahí. Me vuelvo de costado en pensamiento. El general está ahí. Hinchado monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena. Flota a medio palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no-habitación. Mi pierna hinchada, el resto del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho ocupamos en el tiempo mayor lugar del que limitadamente nos concede en esta vida el espacio. Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me contesta, a su modo. La nebulosa-persona se remueve un poco. ¿Está usted cómodo? Me dice que sí. Me hace entender que, pese a nuestras desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que yo más apreciaba en los hombres, murmura, la sabiduría, la austeridad, la verdad, la sinceridad, la independencia, el patriotismo… Bueno, bueno, general, no nos haremos cumplidos ahora que todo está cumplido. Nuestras desemejanzas, como usted dice, no son tantas. Sumergidos en esta obscuridad, no nos distinguimos el uno del otro. Entre los no-vivos reina igualdad absoluta. Así el débil como el fuerte son iguales. Como están las cosas, general, me habría gustado más sin embargo vivir la vida de un peón de campo. Acuérdese, Excelencia, me consuela el general con el vano consuelo de Horacio: Non omnis moriar. ¡Ah latinajos!, pienso. Sentencias que sólo sirven para discursos fúnebres. Lo que sucede es que nunca uno llega a comprender de qué manera nos sobrevive lo hecho. Tanto los que mucho creen en el más allá, como los que sólo creemos en el más acá. O altitudo!, dijo mi huésped y sus palabras rebotaron contra las piedras… udo… udo… udo… Cuando se acallaron los ecos del versículo entre el zumbido de las moscas, volvió a nosotros el silencio de las profundidades. Sólo deseo, general, que no haya acabado usted desesperado del pensamiento de su Mayo, del mismo modo que desesperado de nuestro Mayo sin pensamiento, me empeñé en obrarlo revolucionariamente. ¿Recuerda que usted mismo me lo aconsejó en una carta? El recuerdo pesa mucho. Lo sé. El recuerdo de las obras pesa más que las obras mismas. Comunicábanse nuestras almas-huevos sin necesidad de voz, de palabras, de escritura, de tratados de paz y guerra, de comercio. Fuertes en nuestra suprema debilidad, nos íbamos al fondo. Sabiduría sin fronteras. Verdad sin límites, ahora que ya no hay límites ni fronteras.

1 «¡Día de terror, día de luto, día de llanto! ¡Tú serás siempre el aniversario de nuestras desgracias! ¡Oh día aciago! ¡Si pudiera borrarte del lugar que ocupas en el armonioso círculo de los meses!» (Nota del publicista argentino Carranza a Clamor de un Paraguayo, dirigido a Dorrego y atribuido a Mariano Antonio Molas en su Descripción Histórica de la Antigua Provincia del Paraguay.)


2 «Como en una pesadilla yo veía pasar esas infinitas mesnadas de oscuros espectros, relumbrar sus armas, a los enceguecedores rayos. Se me iban apagando los ruidos, el fragor de los cascos. Cañones, extrañas catapultas, complicados aparatos de guerra pasaban sin hacer ruido. Parecían volar; deslizarse a un pie del suelo.

»Bajo un baldaquino amarillo, que fuera palio del Santísimo Sacramento en las procesiones de antaño, el Cónsul-César sentado en la curul de alto respaldo que hace aún más enclenque y ridicula su magra figura, sonreía enigmáticamente, complacido al extremo por los efectos de su triunfal representación. A ratos miraba a los costados. de reojo, y entonces sus facciones cobraban la expresión de una vesánica autosufi ciencia.

»Una altísima catapulta de por lo menos cien metros de altura avanzó sin hacer ruido, propulsada por su propia fuerza automotriz, probablemente una máquina a va por Potentes chorros proyectaban bajo esa inmensa mole de madera un verdadero colchón de exhalación gaseosa tornándola más liviana que una pluma. Fue lo último que vi. A mediodía me desmayé y me llevaron a mi hospedaje en la Aduana.» (Nota ignota de N. de Herrera.)