Para consolarse de sus derrotas, comenzó a escribir sus Memorias. Se nota en ellas cómo la idea revolucionaria fermenta, germina, fracasa a la sombra de los intereses económicos de la dominación extranjera. Belgrano, uno de los primeros propagadores del libre cambio en América del Sur, nada dice de su participación en los proyectos de fundar monarquías las que, según los doctores porteños, debían ayudar al libre cambio. ¡Ilusos jabonarios!

Creo haber comprendido su pensamiento, general. No me responde, callado en lo más callado. Tal vez está orando. Me encojo un poco para no estorbar el rezo. No voy a preguntarle ahora el porqué de sus quiméricos proyectos de restablecer monarquías en tierras salvajes. Mi inmenso huésped odiaba como yo la anarquía. Puesto que los alborotadores, palabreros, cínicos politicastros, no habían proclamado aún ningún dogma, ninguna forma de gobierno, limitándose a degollarse los unos a los otros por el poder, mi amigo el general Belgrano buscó alucinadamente el centro de unidad en el principio de la jerarquía monárquica. Pero, mientras los pretendidos repúblicos de Buenos Aires querían poner reina o rey extranjero, Belgrano no aspiraba más que a una modesta monarquía constitucional. Los re-públicos monarquistas estaban en tratos con la borbonaria Carlota Joaquina. Trataban de imponer cualquier infante mercenario proveído por las potencias dominantes de Europa. No fue casual que los Rodríguez Peña y demás monarquistas porteños celebraran sus reuniones secretas en la jabonería de Vieytes. A mancha grande, ni jabón que la aguante. En cambio, ¿qué se le puede reprochar a usted, mi estimado general? No pretendió instaurar una monarquía teocrática en el mundo americano que se había liberado a medias de monarcas y teócratas. No pretendió establecer un papado romano, pampa, ranquel o diaguita-calchaquí. Sólo habló de poner en el trono de la monarquía criolla a un descendiente de los incas, al hermano de Tupac Amaru que desfallecía octogenario en la mazmorra de su prisión perpetua en España. ¿Era esto lo que no le perdonaron, general, sus conciudadanos?

A través de su silencio, contemplo el comienzo de su agonía, enclavado en la posta de Cruz Alta, antes aún del viacrucis de su peregrinación, a lo largo de catorce meses-estaciones. No se le ahorraron quebrantos, penurias, humillaciones. Quería llegar a Buenos Aires para morir. ¡Ya no podré llegar!, se queja. No tengo ningún recurso para moverme. Hace llamar al maestro de posta. Éste replica con fúnebre insolencia: Si quiere hablar conmigo el general, que venga a mi cuarto. Hay la misma distancia del suyo al mío. Pese a todo, pudo arrastrarse moribundo y llegar a su ciudad natal, que tantas veces lo había rechazado de su seno y arrojado a los más duros sacrificios. Llegó justo el día en que Buenos Aires, presa de la anarquía, disfrutaba de tres gobernadores a falta de uno, y usted, general, muriendo, muriendo, con el ¡ay patria mía! en los labios, hinchado su cuerpo, inmenso el corazón que asustó a los cirujanos que practicaron la autopsia. ¡Este corazón -dijo uno- no pertenece a este cuerpo! Usted, lejos, callado. A través de su silencio, mi estimado general, veo la losa cortada del mármol de una cómoda para cubrir incómodamente su cuerpo, su memoria, sus obras.

Lo mío sucede al revés. No he tenido sino que revolearme en mi agujero de albañal. Traicionado por los que más me temen y son los más abyectos y desleales. A mí me hacen las exequias, primero. Luego me entierran. Vuelven a desenterrarme. Arrojan mis cenizas al río, murmuran algunos; otros, que uno de mis cráneos guarda en su casa un triunviro traidor; lo llevan después a Buenos Aires. Mi segundo cráneo queda en Asunción, alegan los que se creen más avisados. Todo esto muchos años después. A usted, general, sólo a un mes de su muerte, como en los antiguos funerales de Grecia y Roma, sus amigos se reúnen en torno a la mesa de un banquete fúnebre. En el salón del festín tapizado de banderas, su retrato coronado de laurel ocupa el testero. Al entrar los invitados, informa el Tácito Brigadier, se hace oír la música triste y solemne de un himno compuesto al efecto, y todos entonan la antífona, evocando a sus manes. En medio de esas horribles endechas, publicadas después por El Despertador Teofilantrópico, sigue resonando el inextinguible clamor de ¡ay patria mía! Pero ese clamor de las profundidades, ¡altitudo… udo… udo!, no lo escucharon ni el Tácito Brigadier ni los patricios porteños que volcaron sobre las flores del festín sus copas de vino.

En cuanto a mí veo ya el pasado confundido con el futuro. La falsa mitad de mi cráneo guardado por mis enemigos durante veinte años en una caja de fideos, entre los desechos de un desván.

Como se verá en el Apéndice, también esta predicción de El Supremo se cumplió en todos sus alcances. (N. del C.)

Los restos del cráneo, id est, no serán míos. Mas, qué cráneo despedazado a martillazos por los enemigos de la patria; qué partícula de pensamiento; qué resto de gente viva o muerta quedará en el país, que no lleve en adelante mi marca. La marca al rojo de YO-ÉL. Enteros. Inextinguibles. Postergados en la nada diferida de la raza a quien el destino ha brindado el sufrimiento como diversión, la vida no-vivida como vida, la irrealidad como realidad. Nuestra marca quedará en ella.

Mi médico particular, el único que tiene acceso a mi cámara, mi vida en sus manos, no ha podido hacer otra cosa que robustecer mi mala salud. En su lugar, a más de cien leguas de distancia, los remedios de Bonpland algún bien me hacían, a trueque de las molestias políticas que también me dio. Mor de mi voluntad lo dejé partir sólo después que los grandes soberbios de la tierra dejaron de importunarme exigiéndome su liberación. Preferí el flux disentérico a que los sabios, los estadistas del mundo, el propio Napoleón, quienquiera que fuese, Alejandro de Macedonia, los Siete Sabios de Grecia, creyeran que podían torcer la vara de mis designios. ¿No amenazó Simón Bolívar con invadir el Paraguay, según lo recordó el padre Pérez en mis exequias, para liberar a su amigo francés, arrasando a un pueblo americano libre? Liberar al naturalista franchute ¿de qué? Si aquí disfrutó de mayor libertad que en parte alguna y gozó la misma o mayor prosperidad que cualquier ciudadano de este país, cuando supo ceñirse a sus leyes y respetar su soberanía. ¿No ha declarado el mismo Amadeo Bonpland que él no quería abandonar el Paraguay donde encontró el Paraíso Perdido? ¿Querían liberarlo o arrancarlo del Primer Jardín? ¿Qué exigencias eran esas bribonerías de los poderosos del mundo que tomaban como pretexto de sus bribonadas a ese-pobre hombre rico aquí de felicidad y paz? La dignidad de un gobernante debe estar por encima de sus diarreas. Solté a Bonpland, contra su voluntad, sólo cuando dejaron de fastidiarme y se me antojó. Lo solté y caí de nuevo en la horchatería del proto-médico.

Dime, Patiño, ¿qué pensarías tú de un grande hombre que, siendo amigo de los grandes hombres del mundo, que siendo él mismo uno de los sabios más reputados del mundo, se viene a meter de rondón en lo más recoleto de estas selvas con el pretexto de recoger y clasificar plantas? ¿Qué dirías de semejante sujeto de tantas campanillas que llega a sentar plaza de bolichero en las fronteras del país? Yo diría, Señor, que con esas campanillas no va a dar un paso sin que se lo sienta a varias leguas. Pues vino con mucho sigilo y silencio, el franchute, y se puso a competir con el Estado paraguayo. Mientras procuraba alzarse de contrabando con la yer-bamate bajo las mentas de yerbas medicinales y otras yerbas, incluso la contrayerba, no hacía el Gran Hombre sino volcar la alcuza del ojo hacia esta parte vicheando todo lo que pasaba aquí. Esto, en concierto con los peores enemigos del país: Connivenciado con Artigas, gran caporal de bandidos y salteadores, que ahora es aquí campesino libre paraguayo, título y condición muy superiores al de Protector de los Orientales; connivenciado el gran sabio con el lugarteniente del protector, el malvado traidor entre-rriano, Pancho Ramírez, éste dejará al fin de sus correrías su alocada cabeza de buitre en una jaula; connivenciado con el otro lugarteniente artigueño, el renegado caudillo indio Nicolás Aripi; connivenciado con todos estos sabandijas de menor cuantía, el gran viajero se puso a merodear nuestra heredad. ¿A qué, por qué y qué? ¿No habrías dicho tú que semejante grande hombre era un intrigante de baja estofa, un vil espía, por el lado que se lo mirase? ¡Pues sí, Señor, con toda seguridad! Un crápula y ruin espía que debía acabar ensartado al asador. No tanto, mi delicado secretario antropófago. Me limité a hacer pasar un cuerpo de quinientos hombres a desbaratar aquella intrusa horda de indios vagos, ladrones y alborotadores del maldito Aripi, convertido en guardaespaldas pero también en amo (eso siempre sucede con los truhanes que ofician de secretarios). En la captura de la cuadrilla de maleantes, cayó también el sabio, herido en la cabeza, durante el arrasamiento de la espiocolonia. Sólo consiguió escapar el ignorante y maldito indio por idiotez y torpeza de mis soldados. Mandé que se le brindaran al prisionero toda clase de atenciones; incluso a las catorces chinas y a la turba de negros que fueron apresados con él. Confiné al sabio en los mejores terrenos en el pueblo de Santa María donde los mismos captores lo ayudaron a levantar la colonia.

¿Qué dices a esto? Señor, sólo repito ahora lo que dije y redije desde los tiempos en que sucedieron estos hechos: Que Vuecencia es el más bueno de los Hombres y el más generoso de los Gobernantes. ¡Cuantimás tratándose de ese ruin espía! Trágate ahora tu antigua y falsa indignación. ¿Qué dirías cuando el ruin espía, ya reducido, comienza a mitigar mis males sin pedirme nada a cambio? ¡Señor, que es un santo hombre! Aunque pensándolo mejor, Excelencia, no tanto, no tanto, pues lo que hace no lo hace por gusto sino obligado. Claro, tú piensas que el sabio prisionero recién llegado de la corte napoleónica a estas selvas, podía cortar impunemente con sus potingues el hilo de mi vida. ¡Claro, Majestad… digo Excelencia! ¿Harías tú semejante cosa, mi espiritual secretario? ¡Yo no, Señor! ¡Dios libre y guarde a este su leal servidor! No se deben intentar tales cosas a tontas y a locas, Patiño. A mí cuando me pica el ojo, busco el colirio, no la espina del cocotero. A ti te pica el trasero. No sueñes calmar la picazón, frotándolo en mi asiento. Lo que encontrarás es el lazo. Ya lo encontraste. Estaba escrito. Cumplido.