El corazón crece por todos lados cuando ama. Aquel que ama a una persona a causa de su belleza, ¿ama a la persona? No; porque la viruela que mata la belleza sin matar a la persona haría que él la dejara de amar. No se ama a las personas. Se aman sus cualidades. Las de Clara Petrona, con ser casi insuperables, eran inferiores a las de su madre; las de ésta no igualaban a la Estrella del Norte, mi deidad celeste.

De niño la llamaba Leontina. Acaso por los sonidos luminosos que sentía encenderse dentro de mí al pronunciar ese nombre hurtado a las confidencias del aya. En ese nombre se formó la historia de esa niña rubia. Su nombre. Ese nombre en que se combinaban las luces de una girándula. La fuerza. La fragilidad. El sonido sin sexo, sólo audible para mí en la femineidad suma.

¡Ah Estrella del Norte! El corazón desbordado te seguía por todas partes. Sobre todo por las noches. Aventura-perro. Aventura-león. ¿Esperaba encontrar en ella lo inesperado? Siguiendo el camino, me prevenía el aya, no te vayas a meter en un cántaro.

Yo cerraba los ojos en la obscuridad. Murmuraba el nombre. La veía brillar bajo los párpados. Por aquel tiempo ella era también una niña. Yo sentía ya entonces que sólo a ella podría amar. Sus rubios cabellos caían más abajo de su cintura, sobre la túnica de aó-poí, ceñida con un cíngulo de esparto. Su cabellera de cometa no alumbraba aún las manchas negras de la Cruz del Sur, entre las tres Canopes de que habla Américo Vespucio en la Relación de su Tercer Viaje. Mas la primera descripción de las manchas negras, de los Sacos-de-Carbón, la encontré mucho después en el De Rebus Oceanisis, de Pedro Mártir de Anglería.

Antes me acostaba de espaldas en el pasto, buscando a la Estre lla del Norte, entre las constelaciones de las Osas. A mis espaldas, mi nodriza cubierta de llagas traía a Heráclito de la mano. Se reían de mí. La encontrarás en el cántaro, se burlaba roncamente la una. La mujer sale de lo húmedo, decía el otro. Búscala en la ley de las estaciones; allí donde el número siete se junta con la luna.

El corazón mezcla amores. Todo cabe en ese redondo universo. Pequeño cerebro que late como si pensara.

Muchos otros amoríos tomaron en mi vida la forma de la Es trella del Norte. Mas sólo lo hicieron por un instante. Únicamente ella permaneció sin cambio en mi corazón, en mis pupilas de niño, en mis mudanzas de hombre, en esta segunda triste infancia de viejo.

Prueba a cerrar los ojos de nuevo. ¿La ves brillar bajo tus párpados? No; la obscuridad ahora está adentro, afuera, en todas partes. Las manchas de la Cruz del Sur cubren la región vacía del cielo. Luz muerta de constelaciones, convertida en carbón, llena las dos bolsas que se hinchan debajo de tus ojos. El brillo suave aunque desigual de las nubeculae convertido en lagaña.

¿No podrás nunca dejar de hablar de ti mismo? ¿Ante quién quieres montar la escena ahora? Estás tratando de no confundir las manchas negras de la Cruz del Sur con las nubes luminosas de Magallanes. Estás hablando de aquellos seres cuyo polo es la noche. Buscas el cielo boreal. Busco a mi Estrella del Norte entre los Sacos de Carbón de la Cruz.

Por aquel tiempo me aparté sólo a medias de la naturaleza. En-cerréme con ella en un desván. Rechazado por los seres humanos y hasta por los animales, me metí en los libros de papel; en libros de piedra, de plantas, de insectos disecados. Sobre todo, las famosas piedras del Guayrá 1 Unas piedras muy cristalinas. Debo sacarlas ahora de mi memoria donde están enterradas a centenares de varas de profundidad. Las piedras cristalinas se forman dentro de unos cocos de pedernal. Muy apiñadas como los granos de una granada. Las hay de varios colores, de tanta diafanidad y lustre, que al principio fueron reputadas por piedras finísimas. Se equivocaron los primeros halladores. Son de mucho más valor que los rubíes, esmeraldas, amatistas, topacios y aun diamantes. Incalculable su valor. Las más bellas se encuentran en la serrezuela de Maldonado. Yo sé, soy el único que sabe cómo el jugo penetra la costra exterior de los cocos de piedra, formando adentro los cristales. Crecen adentro. Al faltarles cavidad y estar muy comprimidos, revienta el coco con estruendo igual al de una bomba o cañonazo. Los pedazos se esparcen por largo trecho o se incrustan dentro de otras formando piedras compuestas, unidas, únicas. En el fondo de la última, en el núcleo más íntimo, a veces se ven resplandecer las murallas y las torres de ciudades en miniatura, no más grandes que la punta de un alfiler. Visibles tal si estuvieran en la cumbre de una montaña. Algunos de estos pedazos se entierran muy hondo y vuelven a estallar, produciendo temblores y estruendos en los cerros y serranías. También en los lagos y ríos cuando el tiempo se descompone… Traje estas piedras al desván del altillo, convertido en secreto laboratorio de alquimia, en la quimera de fabricar con su esencia la piedra de las piedras: La Piedra.

De este ensueño que ellas no bastaron a proteger, ah bellas y traidoras piedras, me arrancó mi presunto padre para destinarme a la Gótica Pagoda. Antes de que se vuelva más loco que su hermano Pedro yogando todo el santo día con mulatas e indias, sentenció. ¡Andando, dotorsinho da merda!

Así vamos boyando aguas abajo. Aplastados por la fétida columna-pirámide del olor. Escribo en el cuaderno sobre las rodillas. Me dirijo al río en bajante; así tal vez me escuche: Bien sabes que voy contra mi voluntad. ¿Pueden llevar contra su voluntad a uno que no es todavía? Tú que nunca paras, tú que siempre pares; tú que no tienes antigüedad; tú que estás impregnado de la conciencia de la tierra; tú que has dado desde hace milenios tu humor a una raza, ¿puedes ayudarme a desahogar mis almas múltiples aún en embrión, a encontrar mi doble cuerpo ahogado en tus aguas? Si lo puedes hacer ¡sí lo puedes! hazme un signo, una señal, un hecho por pequeño e imperceptible que sea. No te portes como los avaros espíritus del Cerro del Centinela. Tiempo atrás les dejé un mensaje bajo una piedra preguntándoles sobre la Estrella del Norte. Encontré el papel hecho una pelotita, manchada de una substancia no precisamente muy espiritual. ¡Ah! ¡Ahá!, carraspeó el río en un playón: El Takumbú es un cerro muy viejo. Desvaría ya. Sabe poco. Sufre del mal de piedras y del flujo cavernario que dejó en sus entrañas el culto a la Serpiente. ¿Por qué crees que ponen allí a los prisioneros condenados a trabajos forzados por delitos políticos? El Gran Sapo Tutelar ha mandado extraer las piedras para pavimentar esta maldita ciudad. Asunción quedará empedrada de malos pensamientos… Lo interrumpió el ulular de los bogadores. La sumaca escoró un instante sobre el canto de un banco de arena. Varias takuaras estallaron al doblarse, empujando. La sumaca sorteó el escollo. Aproveché el batifondo. Metí la hoja en una botella. La dejé caer entre los camalotes.

Toda la noche mi padre putativo se ha pasado narrando sus trabajos en el Paraguay, desde su llegada en la caravana brasilera para el beneficio del tabaco negro. Ascensos. Aventuras. Fanfarronadas. Ha contado su incorporación a las milicias del rey. Ha fabricado pólvora. Ha reparado arcabuces. Ha revistado los fuertes, presidios y antemurales de la provincia, Costa Abajo y Costa Arriba. Ha fundado el fuerte de San Carlos. Ha comandado los de Remolinos y Borbón. Ha levantado nuevos fuertes y bastiones. Ha colaborado con Félix de Azara y Francisco de Aguirre en la demarcación de los linderos entre los imperios español y lusitano. Refiere interminablemente sus servicios a la corona. Monótona entonación de boca que no piensa en lo que dice. Don Engracia repite por mil veces y una más el viejo cuento. Por ahora no le interesa sino distraer a los bogadores mientras reman por turnos. Los que descansan duermen al arrullo de la voz capruna.

Por momentos la voz tutorial se desdibuja entre el sordo rumor de los remos, el chapoteo del agua contra los costados de la embarcación, el crepitar de los fardos, la explosión de algún barril de sebo. De modo que estas interrupciones a su modo cuentan otras historias, que tampoco nadie escucha por su sentido sino por su sonido. Salvo yo, que las escucho y oigo por ambas cosas.

(La voz tutorial)

En 1774 me ascendieron a capitán. Veinte años de duro bregar. Entera fidelidad a nuestro Soberano. Tres años más tarde presté a la Corona el más importante servicio de mi carrera. Fui comisionado para inspeccionar secretamente la situación en que se hallaban establecidos los vasallos del Rey Fidelísimo en las márgenes del río Igatimí, y fortificados en la plaza de este nombre. Por caminos fragosos, invadidos de infieles, los salvajes indios mbayás, azuzados por los bandeiros, me interné en territorio enemigo con sólo un desertor de dicha nación como baqueano. Me infiltré a todo riesgo en el silencio da noite, y por dos ocasiones, en el mencionado bastión ocupado artera y traidoramente en aquellos días por los portugueses-brasileiros. Observé con toda exactitud sus fortificaciones y situación. Traje de todo noticia individual por planos, siendo este plano, según dixo después el propio Gobernador Pinedo, muy útil y favoravel cuando pasamos al ataque y reconquista de dicha plaza.

La batalla del asedio se libró durante tres noches y tres días, en lo más crudo del invierno. Animales y hombres a tremer con frío resbalábamos sobre espesas capas de yelo. Quebrábanse bajo nuestro peso, hundiéndonos en los profundos zanjones y fosos de las defensas, mientras llovían sobre nosotros las descargas cerradas de los sitiados y las flechas de los indios.

Las piezas de artillería se atascaron sobre ese campo de yelo que alumbraba la oscuridad. Por tres veces la caballería se desbandó. Desnudos, sin ningún alimento, los hombres nos habíamos convertido en verdaderos carámbanos.

Nuestro jefesinho, el Oficial Dn. Joseph Antonio Yegros, padre del actual capitán don Fulgencio Yegros, medio pariente mío, dio orden de simular una retirada. Intentarem un último ataque en la madrugada. Isso era querer engañar ao macaco com banana pintada. Encender vela sem pabilo.

Sentado sobre los cueros, recostado contra el palo mayor, en medio de la fetidez, aumentada ahora con la putrefacción de los cadáveres de Igatimí, el narrador calló un momento. El farol de cabotaje asentado sobre sus rodillas le excavaba las facciones de macho-cabrío, mitad hombre, mitad bestia. Concentrado por entero en sus recuerdos, sólo está allí en hueso presente. Alma antihumana vagando por regiones de yelo, de viento, donde zumban millares de flechas, donde resuenan estampidos de cañones, de fusiles. Salvajes gritos en portugués, en dialectos indígenas. Endemoniada algarabía. Fragor.

1 Este trozo está compuesto con fragmentos entresacados de Azara (Descripción, p 31), de Ruy Díaz de Guzmán (Argentina, LIII, c. XVI), y sobre todo de la Provisión del marqués de Montes Claros, gobernador y capitán general del Perú, Tierra Firme y Chile, «para que se enbíen a la Caja Real de Potosí con buen aviamiento las Piedras del Guayrá», a I ° de abril de 1613. Cif.Viriato Díaz-Pérez. (N. del C.)