Nuestro pueblo, lo dije siempre, alcanzará lo suyo el mejor día; de lo contrario, el tiempo se lo dará. Ábranse los ríos al comercio exterior; es lo único que falta para que nuestras riquezas inunden el exterior. Cuando la bandera de la República sea libre de navegar hasta el mar, se admitirá que vengan a comerciar con nosotros los extranjeros en igualdad de condiciones.

Sólo entonces se arreglará no sólo el tráfico mercantil, sino lo que es más importante aún, las cuestiones de límites entre los Estados, divididos artificialmente para que mejor reinara la Colonia. Detrás de ella, las sub-colonias y los sub-imperios sostenidos por los intereses de las oligarquías. También han medrado a más no poder, disfrazados patriotismos. Hasta que la Confederación de Estados Americanos sea una realidad palmaria y no mero palabrerío de discursos y tratados, aquí se arreglarán el comercio, las relaciones exteriores, todo según convenga y del modo que sea más útil a los paraguayos. No para exclusivo aprovechamiento de los extraños, como sucedía antes de la Dictadura Perpetua.

Con su propio esfuerzo el Paraguay ha labrado su fundamento de Patria, de Nación, de República. La educación que reciben es nacional. La iglesia, la religión, también lo son. Los niños aprenden en el Catecismo Patrio que Dios no es un fantasma ni los santos una tribu de negras supersticiones con corona de latón dorado. Sienten que si Dios es algo más que una palabra muy corta está en la tierra que pisan, en el aire que respiran, en los bienes ganados en el trabajo colectivo; no pordioseando de uno en fondo a la mala de Dios por atrios, calles, mercados, pueblos, villas, ciudades y desiertos. Formados en el seno de la tierra la consideran su verdade-ra madre. Tratan a los demás conciudadanos como a hermanos salidos del mismo seno. Hum. Tacha esta imagen de la tierra-madre. No entrará en el magín de esos hijos de mala madre.

Aquí he nacionalizado todo para todos. Árboles, plantas tintóreas, medicinales, maderas preciosas, minerales. Hasta los arbustos de yerbamate he nacionalizado. No digo los animales, los pájaros; éstos jamás abandonan sus comarcas natales. Las nubes brotan de la humedad de la tierra, del agua de los ríos, de la respiración de las plantas. Las nubes regresan en la lluvia, en el relente del sereno. Vuelven a la tierra, a los ríos, a las plantas. Nubes, pájaros, animales, hasta las criaturas inanimadas nos predican su lealtad al terruño. Cómo te parece que va esto, Patiño. Señor, sus palabras me están haciendo lagrimear, y a través del sudor de los ojos que son las lágrimas, veo turbio pero a la vez muy claramente todo lo que usted dice. Capaz, Señor, porque sus palabras meten dentro de uno las verdades que están afuera… (Sigue un dicterio irreproducible de El Supremo; luego, el resto del folio se halla quemado.)

(En una hoja suelta)

… caracol, gusano, babosa, guijarro, flores, mariposas del campo. Mucho amor sobre todo por lo fijo, enraizado. Innumerables especies de plantas. Imposible nombrarlas a todas. Monos he cazado, tigres, zorros, venados, chanchos de monte. Toda clase de alimañas. Especies feroces o mansísimas. Cacé una vez un ejemplar del animal llamado mantícora, gigantesco león rojo, de rostro humano con tres filas de dientes, casi siempre invisible porque el tornasol de su pelaje lo confunde con la reverberación de los arenales. Sopla por sus ollares el espanto de las soledades. Su cola erizada de púas, las arroja en todas direcciones más veloces que flechas. Se incrustan en los árboles. Hacen llover gotas de sangre del follaje. Cacé el mantícora en el arenal plinio flechándolo con un dardo narcótico. Lo dejé en libertad. Cuando despertó volvió a su habitáculo secreto. Cuando desperté, me encontré salpicado de gotita.s de sangre. Estas especies no emigran; desde el mantícora al caracol blanco fileteado de rojo, los he visto volar tan alto, tan lejos, hasta parecer quietos en la punta de mi aguda vista. Desaparecían. Caían del otro lado del horizonte. Momentos más tarde se me echaban encima por todas partes. Cuervos me han hecho eso. También otras variedades de volátiles, de acuátiles. Mas todos, todos, hasta los más errátiles, regresan. Las cosas vivientes, al igual que las inanimadas, tienen también mucho amor por lo fijo, enraizado, inmutable. Si las piedras tuvieron cómo y con qué, a todo lo más saldrían un rato de paseo y luego se volverían a sus lugares de origen. Plantada la piedra en su peso, plantada la planta en su» raíces. Tenacidad del acto de permanecer. Pensamiento de afinca miento. Ya mucho me duele cada uno de esos árboles gigantes que debo mandar derribar para cambiarlos por pólvora, por municiones, por armas. Cada hachazo cae en mi tronco; su grito grita en mí su queja de desarraigo y muerte. Las jangadas bajan flotando por los ríos acollarando millares de palos. ¡Vamos!, les digo. ¡No se hagan los zonzos! Es preciso que se caigan para que la Patria se levante; es preciso que se vayan río abajo para que la Patria se quede y remonte.

(Circular perpetua)

Únicamente a los migrátiles humanos no les ha entrado en la sangre lo nacional. ¿Qué es eso de irse, renunciar a lo suyo, a la materia de la que salieron, al medio que los engendró? ¡Peores los hombres que las alimañas!

Yo no llamo ni reputo paisanos a estos migrantes que se expatrian ellos mismos renunciando a sus lares, abandonando su tierra. Se convierten en parásitos de otros Estados. Pierden su lengua en el extranjero. Alquilan su palabra. Ya en apatridas deslenguados, calumnian, difaman, escriben novelerías contra su país. Confabulados con el enemigo se hacen espiones, baqueanos, furrieles, informantes. Si vuelven, vuelven de manga con el invasor. Lo incitan, lo ayudan en la conquista, en el avasallamiento de su propio país. ¡Si por lo menos sirvieran para ser trocados cada uno por un granulo de pólvora!

Si no hubiera sido por mi Gobierno habrían emigrado en masa. Se iban en legiones, hasta que fulminé la prohibición: ¡Se quedan, culebras migratorias, o les hago dejar el cuero a las hormigas! Algunos se me escaparon, como el traidor José Tomás Isasi, que envió después en pago de su fuga unos pocos barriles de inservible pólvora amarilla, aumentando el escarnio, escarneciendo el agravio de su huida y ladronicidio contra el Gobierno, contra el país.

Muchos adeptos de los unitarios, de la causa porteñista, quedaron en cambio emboscados aquí. Mosquitas muertas durante el día. Zumbadores culícidos por la noche. Conspiran, merodean, acechan, espían. Transpiran lo seco. Mascan lo amargo. Se chupan el jugo de las uñas. Incuban huevos palúdicos en sus charcos de baba. Desproceden; desgüévanse de lo humano. Liendres de contagio. Infección. Uno alza un repollo podrido, un marlo de maíz.

Debajo hay una oruga con forma de hombre pequeñito. Fístula en figura de hombre. ¿Qué haces ahí? No contesta. No habla. No tiene voz. Ausencia disfrazada. No habiendo podido escapar, simulan ser muertitos lejanos, atareados en parecerlo. Boca cosida. Un pelo de zonzo como antena en mitad del tonso cabezo. Ocho patas falsas. Doce ojos ciegos. Al principio uno piensa: ¡Maldito! ¿No será ésta la oruga del pulgón del algodón? ¿No es acaso el coleóptero megacéfalo brasilero que transporta el microbio de la mancha del ganado? ¡Bandeiras de larvas venenosas ahora! La aplasto de un tacazo. Se ha disuelto en un filamento de baba. La suela se pegotea en la goma venenosa. Uno de estos coleópteros bandeirantes se trepó una vez hasta la hebilla del zapato. Lo aparté con la punta del bastón. Dejó en el metal un rastro semejante a la corrosión de un ácido. Mandé bañar el lugar con una irrigación de extracto de nicotina, jabón negro, ácido fénico y ácido fórmico extraído de las feroces hormigas guaykurúes. Todo en vano. Los hilos de moho seguían estando ahí. Júntanse muchos en fangal. Pululan en la laguna de veneno cual si estuvieran en su elemento. Forman colonias. Hablan un dialecto de portugués bandeirante o en un acocolichado porteño migratorio. En llegando la noche, según la luna que haga, se transforman en telas de arañas. Los he vigilado durante noches y noches. Se desvanecen al primer sol. Los hilos de baba han dejado la marca de sus inmundicias en puertas, fachadas, corredores. Marca de baba en el papel perjurado de los pasquines catedralicios…

No copies estos últimos párrafos en la minuta de la circular. No, Señor, no las he copiado. Cuando Su Merced dicta circularmente, orden del Perpetuo Dictador, yo escribo sus palabras en la Circular Perpetua. Cuando Su Merced piensa en voz alta, voz de Hombre Supremo, anoto sus palabras en la Libreta de Apuntes. Si es que puedo, Excelencia, digo si es que alcanzo a pescar esas palabras que caracolean de su boca muy que más ligerito hacia arriba. ¿En qué estableces la oposición Supremo Dictador/Hombre Supremo? ¿En qué notas la diferencia? En el tono, Señor. El tono de su palabra dicta hacia abajo o hacia arriba, vamos a decir con su licencia, según sopla racheado el viento ergañón que sale de su boca. Únicamente Vuecencia sabe una manera de decir que dice por la manera. El bichofeo oye moverse al gusano bajo tierra. Vuecencia ha de oírme moverme así bajo la papelada. Me manda. Me dirige. Me ha enseñado a escribir. Gobierna mi mano. ¡También puedo partirte en dos, gusano escribiente! Muy cierto, Excelencia. Cómo no. Dueño absoluto es de hacerlo en el momento de su santísima gana. Entonces seremos dos escribientes a su servicio. Si bien, como usted mismo, Señor, acostumbra a decir, el amanuense no tiene responsabilidad. Aunque también Su Merced suele decir con la misma verdad vuelta al revés: ¿Quién puede estar orgulloso de ser un triste escribiente? Esto lo tengo siempre muy presente, Señor. No, Patiño; lo que debes preguntarte a cada rato es si el sirviente no es el verdadero culpable de todo lo malo que ocurre: Desde el que me lustra los zapatos hasta el que copia lo que dicto. Continuemos pues.

El presente bienestar, el futuro progreso de nuestro país son los que quiero proteger, preservar; si fuera posible, hacer avanzar más aún. En esta atención, ahora que juzgo más proporcionadas las circunstancias, estoy tomando medidas, haciendo preparativos para librar al Paraguay de gravosa servidumbre. Libertar el tráfico mercantil de las trabas, secuestros, bárbaras exacciones con que los pueblos de la Costa impiden la navegación de los barcos del Paraguay, arrogándose arbitrariamente el dominio del río, para grasarse, auxiliarse con sus depredaciones en la pretensión de mantener a esta República en servil dependencia, atraso, menoscabo, ruina.

Impedí las sucesivas invasiones que proyectaron someter nuestro país a sangre y fuego. La de Bolívar, desde el oeste, por el Pilcomayo. La del imperio portugués-brasilero, desde el este, por las antiguas rutas depredatorias de los bandidescos bandeirantes. Desde el sur, las constantes tentativas de los porteños; la más infame de todas, la que planeó el infame Puigrredón, que reconoce en nuestro país el destino más rico de toda la América, y quiso venir a apropiarse no sólo de nuestro territorio, sino a robar lisa y llanamente el oro de nuestras arcas.