Días después Robertson salió para Buenos Aires en su barco La Inglesita. General euforia. Halagüeñas perspectivas. Una primera operación de sondeo, sugerida por José Tomás Isasi. También a él lo dejo partir con dos bergantines abarrotados de productos.

Los Apuntes vuelven a confundir las fechas. José Tomás Isasi no partió con Juan Robertson, sino diez años más tarde, en el grupo formado por Rengger y Longchamp y otros extranjeros cuya salida fue autorizada por El Supremo, en 1825.

El insólito hecho tuvo su origen en una solicitud de Woodbine Parish, cónsul británico en Buenos Aires. En ella solicitaba al gobernador paraguayo la libertad de los comerciantes ingleses para salir llevándose sus bienes. El tácito reconocimiento de la soberanía del Paraguay por parte de Gran Bretaña, implicado en la petición de su encargado de negocios en el Río de la Plata, produjo su efecto, declaran en su libro Rengger y Longchamp. El Dictador Perpetuo accedió a que se marcharan no sólo los comerciantes ingleses, sino también otros subditos europeos, comerciantes o no, elegidos por él. Les extendió el salvoconducto y permitió que aparejasen los buques con la sola condición de que fuesen tripulados por extranjeros o negros. Les prohibió, además, que llevasen otros efectos y mercaderías que los adquiridos por su propio dinero. Lo que fue rigurosamente fiscalizado y cumplido. José Tomás Isasi, naturalmente, no sólo fue eximido de este requisito, sino que disfrutó de las más amplias prerrogativas. «Pudo engañarme -diría más tarde su compadre- porque conspiraron a su favor dos circunstancias. Lo dejé partir para que nadie pensase que cedía a la necesidad o a la presión del inglés en favor de la libertad de sus compatriotas únicamente. Por otra parte, el felón de mi compadre, ¡maldita institución del compadrazgo!, utilizó además la tos de su hija como patente de traidor y de corso.» Isasi nunca regresó al Paraguay. Remató su deslealtad con la burla de remitir tiempo después algunos barriles de inservible pólvora, única e irrisoria devolución del cuantioso desfalco. El indignado ex amigo trató de obtener a cualquier precio su captura. Decretó la confiscación de todos sus bienes, y un joven dependiente de su casa de comercio en Asunción, de nombre Gregorio Zelaya, fue fusilado tras juicio sumarísi-mo, al año justo de la fuga, el 25 de abril de 1826. A cada aniversario, un nuevo rehén era ejecutado en una especie de ritual que castigaba al culpable «in-absentia» -según el inmemorial simbolismo de tales sacrificios- en las víctimas más inocentes. El poder y los esfuerzos de años y años del Dictador resultaron vanos. Los enemigos de Artigas, asilado en el Paraguay, ofrecieron entregar a Isasia cambio del ex Supremo de los orientales. Fue el único arbitrio que el Dictador Perpetuo rechazó con pareja indignación. Mandó fusilar sin proceso al portador de la oferta de trueque. Mas no por ello renunció a su obsesiva persecución del fugitivo, que desapareció como si lo hubiese tragado la tierra.

En cuanto a la «insinuada promesa» de reconocimiento oficial, libre navegación y comercio, Mr. Parish la demoró indefinidamente, luego que los viajeros traspusieron la «muralla china» por la Puer ta del Sur en la Unión de las Siete Corrientes. A título de memorando y jugándose la última carta de su orgullo disfrazado de cortesía, el Dictador fletó otro buque con el solo objeto de conducir una nota al cónsul inglés. No fue muy política, sin embargo; luego de vagas consideraciones sobre el buen fin del viaje de los liberados, resolló la nota por la herida: «Los subditos de S. M. británica sólo han sobrellevado la misma suerte a que han sido condenados todos los habitantes del Paraguay en este inicuo bloqueo. Por último, no tienen ningún motivo de quejarse, pues ellos vinieron al Paraguay sin que nadie los hubiese llamado». El encargado de negocios británico hizo caso omiso al «insinuado» reclamo, y escribió al Dictador solicitándole ahora la libertad de Bonpland. La cólera de El Supremo estalló silenciosa pero definitiva: Devolvió el oficio en la misma carpeta sobre la que mandó pegar un burdo rótulo con letra de su amanuense que decía: «A Parish, cónsul inglés en Buenos Aires». Al mismo tiempo giró una lacónica circular a sus funcionarios de todo el país: «Jamás deben creer a los europeos, ni fiarse de ellos cualesquiera sea su nación y los objetivos que manifiesten traer. Cerrar la puerta en las narices a quien se asome, y si insiste con sus cargose-ras, no decirle: Pase adelante, acción tiene según el hábito de nuestra inveterada hospitalidad, sino darle con un palo en el hocico y gritarle bien por lo alto, ¡Fuera de aquí, sabandija!».

Del respeto y consideración que los extranjeros liberados siguieron sintiendo lejos del Paraguay por el Dictador Perpetuo -con la misma intensidad que los ciudadanos y extranjeros residentes en la Arcadia Paraguaya -,

Rengger y Longchamp dan un insospechable testimonio, citado después por el cónsul de Francia en Buenos Aires, M. Aimé Roger: «El capitán Hervaux que fue autorizado a partir en uno de los bergantines del señor de Isasi, luego de un prolongado cautiverio en el Paraguay, murió en Buenos Aires en 1832. Durante los siete años que corrieron desde su libertad hasta su muerte, nunca pronunció ni oyó pronunciar el nombre de El Supremo (el único que aceptaba como título del Dictador Perpetuo) sin ponerse de pie y cuadrarse con fuerte ruido de tacos, llevándose la mano al sombrero. Un paraguayo huyó como polizón en otro bergantín. Le pregunté: ¿Por qué ha dejado el Paraguay? He sido soldado desde hace veinticinco años. ¿Es ése el único motivo de su fuga? El único, señor, desde hace veinticinco años. ¿Se sentía usted allá desgraciado? ¡No, señor, de ningún modo! Buena tierra, buena gente y sobre todo qué buen gobierno. ¡Pero veinticinco años!». (N. del C.)

Proporciono a Isasi cincuenta mil pesos en monedas de oro del erario para compra de pólvora y armamento de la mejor calidad. Me traiciona el inglés Robertson. Me traiciona doblemente el paraguayo Isasi. Debí sospecharlo cuando me pidió autorización para llevar con él a su mujer e hija. Celó arteramente sus designios, prevaliéndose de mi debilidad por la niña. ¿Para qué quieres sacrificar a tu familia en este penoso viaje? Es por mi hija, Señor. Sufre de tosferina y el doctor Rengger asegura que el cambio de aire puede sanarla. ¡Oiga cómo tose la pobrecita! ¡Día y noche, sin parar! Bueno, José Tomás, si se trata de la salud de mi ahijada, llévala. Cuídate al regreso. Ya no viajarás convoyado por los buques ingleses, y todavía está por verse si el cónsul británico cumple su insinuada promesa de negociar el tratado de comercio entre la Inglaterra y el Paraguay. Mala fariña me da este Juan Parish. Los ingleses son taimados. Mejor no confiar en ellos hasta que demuestren que son confiables. José Tomás Isasi, mi amigo, mi compadre, mi compañero de años, me escucha en lo bajo. Del altor de sus zapatos. Levanta hacia mí la niña que se me prende al cuello en un inusitado gesto de cariño, pues hasta ese momento ha demostrado hacia mí más vale cierto instintivo temor. La coqueluche no ha logrado disminuir la belleza verdaderamente angelical de la criatura. La ha transfigurado por el contrario en una expresión que tiene algo de sobrenatural. Acaso por contraste con la negra y aún no visible felonía de su padre. En una pausa de la tos, que le sofoca el aliento en las convulsiones, me da un beso en cada mejilla. ¡Adiós, padr…!, solloza, cortada la voz por un nuevo ataque. Instinto de los niños que adivinan las despedidas definitivas. La llevaron hecha un largo estertor de ahogo que la batahola del puerto asordinó en seguida. Lo último que vi de mi ahijada fue su rubio pelo brillar en un lampo al sol de aquella esplendorosa mañana de abril. Con una extraña aprehensión me sumergí en los febriles preparativos de la partida.

Al regreso de su penúltimo viaje, Juan Robertson pagó una parte de sus culpas. Mis peores enemigos, los artigúenos, fueron los encargados de cobrarla y de propinarle el condigno castigo. Entre Santa Fe y la Bajada, los bandidos y salteadores del Protector de los Orientales, piratearon al pirata descendiente de piratas. Lo sometieron a terribles vejámenes. Lo estaquearon desnudo, de bruces contra la tierra. La chanfarria de tapes y correntinos se revolcó sobre él durante horas. Relato confuso de cosas vividas a medianoche. Soñadas a mediodía. No sé si fue sincero el gringo. Me gustaría leer la versión que da en su libro del episodio, si es que se anima a contarlo.

El episodio está relatado por los Robertson en El Reino del Tenor . La supresión de ciertos repugnantes pormenores, atribuible más que a remilgos puritanos, al proverbial gusto inglés por la reserva y el decoro, tanto como a la distancia de los hechos narrados en mesurada prosa por los autores, no impide que su versión coincida en líneas generales con la que da El Supremo . (N. delC.)

En medio de mis reproches e insultos al inglés, se me filtró de pronto la melopea que él solía canturrear entre dientes durante las partidas de ajedrez o entre mis divagaciones sobre la estrellería, los mitos indígenas, la Guerra de las Galias o el incendio de la Biblio teca de Alejandría. There a Divinity that shapes our ends, Roughhew them how we will! Oigo la voz de Juan Parish. La Divinidad Benéfica desbastó al fin su destino de la manera querida, «how he will » en los campos de la Bajada.

Los bandoleros de Artigas saquearon La Inglesita de pies a cabeza. Incluso los kepis y uniformes de gala pedidos por los militares de la Junta. Fajas, encajes, ruanes y madapolanes, joyas y perendengues para sus mujeres.

Por el tiempo de estos sucesos, ya no existía la Junta Gubernativa ni el Consulado, que la había sustituido. La dictadura temporal se hallaba en vísperas de convertir a

El Supremo en Dictador Perpetuo. Los ex militares de la Primera Jun ta, en su mayor parte, se hallaban confinados o presos. (N. del C.)

Un tricornio, instrumentos ópticos y musicales, un telescopio, varias máquinas eléctricas, encargos que yo le había enlistado pormayorizadamente. Por supuesto, la dotación completa de armas y municiones que bajo un cargamento de carbón y trigo traía por mi orden para el ejército.

El trapo a rayas de su imperio no le sirvió para empuñar el mango ardiente de la sartén donde se tostaban las castañas. Cuando el efebo inglés despertó de su pesadilla presenció un divertido espectáculo improvisado en su honor. La banda de facinerosos artigúenos, disfrazados con los uniformes de gala, los ornamentos y paramentos eclesiásticos, travestidos con las ropas y alhajas de las mujeres, bailaban a su alrededor una zambra de enloquecidos demonios, blandiendo sables y pistolas flamantes. Apostaban a gritos quién era capaz de degollarlo de un solo tajo. También Juan Parish Robertson, en aquel instante, como el viejo del cuento de Chaucer (y como me sucedió a mí hace poco) debió de haber golpeado con los puños las puertas de la madre tierra pidiéndole que lo dejara entrar. No sé qué es lo que en ese momento debió pensar Juan Robertson. Pensamientos nada reconfortantes de seguro. Corazón herido no ama cuchillo. Aunque un inglés trata siempre de ser intemporal, ya no estaba a su lado Juana Esquivel para restañar sus heridas y adormirlo con sus cánticos de cigarra.