En el trémulo destello de la vela se está quemando un insecto: Mi certeza en la ley del necesario azar. No es más que un insecto. ¿Ha entrado por las hendiduras? ¿Ha salido de mí? Una mosca, una curtonebra. La primera. ¿La primera? ¡Quién sabe cuántas habrán venido ya a espiar mi disposición a pactar, a capitular sin condiciones! En todo caso, la primera que veo. Negra emiseria, omisoria, emisaria de las animalias de la noche. Muy pronto comenzarán a invadirme. Por ahora una sola, en apariencia. La curtonebra insiste en quemarse. No puede. No es que no pueda quemarse la curtonebra. La llama del velón es la que no puede consumirla. El hedor del sebo y del insecto chamuscado llena la fosa de mi recámara. No puedo ventilarla ahora. No puedo sacar la mosca que se moja en el destello, como en otro tiempo sacaba las moscas ahogadas en el tintero con la punta de mi pluma-lanza. Pluma-memoria. El que se ahoga ahora soy yo. ¿Quién me sacará con la punta de su pluma? Sin duda, algún rastrero hideputa caca-libris, a quien desde ahora maldigo. Vade retro! La mosca se colorea de rescoldo. Aletea feliz. Se lustra las alas con las patas. Sus enormes ojos afacetados me observan. Diamante rojizo. Tornasolado en lo negro de distintos destellos. ¿Has salido de mí, hideputa? La curtonebra me dispara uno de sus poliédricos ojos montados sobre resortes. Siento en mí el efecto de un cañonazo. Vae victis! Ha llegado el momento, ha pasado el instante, está por dar la hora, el minuto, la fracción de eternidad en que arrojo el cetro de fierro en la balanza que pesa el tesoro destinado al rescate de nuestra Nación.

¡Dominar la casualidad! ¡Ah locura! Negar el azar. El azar está ahí desovando en el fuego. Empolla los huevos de su inmortalidad no parecida a ninguna otra. De la temblorosa llama surge intacto el azar. En vano he tratado de reducirlo y ponerlo al servicio del Poder Absoluto, más débil que el huevo de esa mosca. Lo conocerás como una fetidez, escribe-repite la pluma. Debe haber algo oculto en el fondo de todo. Viejo espacio, no hay azar. Viejo tiempo, tú eres el azar que no existe. ¿No? ¡Sí! ¡No pretendas engañarme ahora! El engaño ya no es tu negocio. Al menos conmigo. La vela huele a lo que perece y se acaba. Condenado a vivir en el corazón de una raza, también Yo estoy atado al naranjo de las ejecuciones. Inservible carroña. Hasta mis propios cuervos la desprecian con asco. Locura inútil. Alguien me dicta: Sopla la vela del ser por la que todo ha existido. A ver, prueba. Sopla. Soplo con todas mis fuerzas. El destello no se empaña en lo más mínimo. Únicamente el rescoldo obscuro de la mosca se aviva un poco. Muy poco. Casi nada. Nada. ¡Vamos! Prueba otra vez. Imposible. Estoy muy débil. Voy a intentarlo de otra manera; por el camino de la debilidad suma; por el camino de la palabra; por la vía muerta de la palabra escrita. Hazlo entonces esta vez, esta última vez, con la retórica más ñoña, más idiota posible. Ejecuta el ejercicio como si verdaderamente creyeras en él. La simulación debe ser perfecta. Tal la fórmula de los exorcismos más eficaces. Receta de conjuros, de conjuras. ¡Vamos! Escribe. Escribe mientras te observa regodeándose burlonamente la curtonebra.

Raza mía… (esto suena aún a sermón, a bando, a proclama. ¿Para qué, si ya nadie ha de leer lo que escribo; si ya no se ha de comunicar el pregón a golpe de tambor y corneta?). Raza mía, escucha de todos modos. Escucha antes de que se apague mi vela. Oye el relato que te haré de mi vida. Voy a decirte como verdad lo que voy a decirte.

Negado el azar por un anacronismo, de los muchos que empleo en mi batalla contra el tiempo, soy ese personaje fantástico cuyo nombre se arrojan unas a otras las lavanderas mientras baten montones de ropa limpiándola de la suciedad de los cuerpos. Sangre o sudor, lo mismo da. Lágrimas. Humores sacramentales, excrementales, qué más da. YO soy ese PERSONAJE y ese NOMBRE. Suprema encarnación de la raza. Me habéis elegido y me habéis entregado de por vida el gobierno y el destino de vuestras vidas. YO soy el SUPREMO PERSONAJE que vela y protege vuestro sueño dormido, vuestro sueño despierto (no hay diferencia entre ambos); que busca el paso del Mar Rojo en medio de la persecución y acorralamiento de nuestros enemigos… ¿Qué tal suena? ¡Como el mismísimo carajo! Ni el capón más tuerto de los muchos gallos que cantan a media noche queriendo despertar al alba antes de tiempo, ni el más ignorante de esos escribientes que escarban buscando la letra del pasquín en el Archivo, creería una sola palabra de lo que has escrito. Ni tú mismo lo crees. Bien, y qué cuernos me importa.

Hedor nauseabundo. Por las hendijas se filtra el ruido de los pasos del apagavelas; me vela su acatarrado estribillo: ¡Las doceee en puntoooo y serenoooo! ¡Aunque les dueeelaaaan las mueeelaaas voy apagandoooo las veeelaaas!… Gritos lejanos de los centinelas pasándose la consigna: ¡Indeeepeeendenciaaa ooo muerteeee!!! ¡Ah la costumbre que enmohece los hábitos y degrada lo más sagrado…! (Profundizar esto, si puedo…)

Desandando años, desengaños, traiciones, malavisiones, José Tomás Isasi, contra su negra voluntad ladronicida, ha remontado el río a contracorriente. Lo he capturado al fin. Estaba obligado a hacerlo, así se hubiera fugado al confín del universo. ¿Por qué traicionaste mi amistad? Silencio de piedra. ¿Por qué robaste al Estado? Silencio de polvo. ¿Por qué traicionaste a tu Patria? Silencio de pólvora. Del Aposento de la Verdad lo arrastran al centro de la Plaza donde está encendida una hoguera con los barriles de la inservible pólvora que me envió. Símbolo de su felonía. La inútil pólvora amarilla ahora sirve por lo menos para quemar al bribón. Amarrado a un poste de fierro cumple la condena que he dictado contra él en el instante mismo en que su nefanda acción fue descubierta. Desde mi ventana lo veo arder. Hace diez años que lo veo arder allí. El humo de su carne achicharrada forma sobre su cabeza la figura de un monstruo de furioso oro que llora y llora implorando perdón. Sus lágrimas parecen gotas del oro derretido de los cincuenta mil doblones que robó del Arca. El dorado llanto no inspira ninguna piedad al gentío que presencia la ejecución. Más vale se siente envilecido de sólo escucharlo, de oír y ver que esas lágrimas amonedadas dispersas por el viento penden de las hojas de los árboles susurrando quejumbrosos píos. Nadie, ni siquiera los niños, hace el menor ademán de ir a coger esas plorantes gotas de negro oro reluciente. Un pequeño río de lava de negro oro reluciente rueda hacia la Casa de Gobierno, se cuela por las rendijas. Sus lenguas lamen las suelas de mis zapatos. Una partida de granaderos, húsares y otros efectivos de la guardia, acude en funciones de bomberos con baldes de agua y carretadas de arena. En un abrir y cerrar de ojos sofocan los ojos del incendio. Lavan la inmundicia de negro oro reluciente. Limpian los rastros de lava. Por largo rato, bajo el ruido de los zapatones-patria, quéjanse aún en las junturas del piso invisibles filamentos de ese lloro negro. A punta de sables, friegas de lampazos, refriegas de escobillones, lejía y jabón acaban con los restos lloradores.

Una muda presencia me distrae de la modorra. Me hace levantar los párpados. Antes aún de verla, sé que es ella. María de los Ángeles está ahí. Los brazos cruzados sobre el pecho. La cabeza levemente inclinada sobre un hombro, el izquierdo. Su mata de pelo dorado ceniza cayéndole en cascada hasta la cintura. Erguida sin altanería, mas tampoco sin falsa modestia; sin compadecer ni inspirar compasión. Desde una lejanía inalcanzable me mira fijamente. Enciende el viejo espacio muerto. ¿Has presenciado la ejecución de tu padre en la plaza? Sonríe. Ahora sólo el pulvinar del iris ha cambiado (muy poco) de color. Sobre el papel la pupila es casi garza. Me entero de todo en un instante que no cabe en el folio. José Tomás Isasi, resero en Santa Fe, murió pobre y enfermo. Caído del caballo, lo enterraron en el mismo lugar de su caída. Una india vieja te recogió y te llevó a Córdoba; después al Tucumán. Te veo niña aún rondar la casa en que descansó y oró tu padrino Manuel Belgrano, después de sus batallas. El lugar donde comenzó su agonía; la posta convertida en su Huerto de los Olvidos. Entre los guiñapos de la túnica, veo en tu hombro izquierdo una mancha. Sé lo que es eso. Rastro de la vida montonera. El peso de la chuza, del fusil. Puedo calcular el tiempo que los ha cargado ese hombro de mujer. Una cicatriz en el cuello. Costuras hechas por las malas furias de la vida. A un viejo como yo, sin más calor que el de su desecamiento, tristeza cerca de persona querida mucho le enflaquece. Y ya no hay más por más que se busque.

He mandado ajusticiar a su padre porque robó el oro del Estado. Ella me trae el precio del rescate. De mi propio rescate, tal vez. Ahora sé lo que es socorro. Sólo ahora lo sé. ¿Por qué sólo ahora cuando el ahora ya no es más?

No hablas y te entiendo. Escribo y no me entiendes. Aun si pudiera salir de este agujero, yo no podría estar a tu lado. En otro tiempo anduvimos juntos. Un enorme caballo blanco y negro por mitades, interponía entre nosotros su mitad blanca, su mitad negra. Anduvimos lado a lado sin poder juntarnos, en edades diferentes. Por todas esas lejanías he pasado con persona mía a mi lado, sin nadie. Solo. Sin familia. Solo. Sin amor. Sin consuelo. Solo. Sin nadie. Solo en país extraño, el más extraño siendo el más mío. Solo. Mi país acorralado, solo, extraño. Desierto. Solo. Lleno de mi desierta persona. Cuando salía de ese desierto, caía en otro aún más desierto. El viento vuela entre los dos con olor de alguna lluvia cerca. ¡Cuánto querer poder querer! ¡No recibir más que temor, y uno acaba suspirando odio como si fuera amor! Cae la lluvia fuerte. Goterones sólidos. Cortina de plomo entre dos edades del universo. ¿Es el Diluvio? El Diluvio. Continuamos avanzando. Cuarenta días. Cuarenta siglos. Cuarenta milenios. Entre las grandes hojas y los monstruos mansos e inmensos, dos niños juegan. No se conocen. ¿Se han visto alguna vez? No se acuerdan. ¿Adán y Eva? No sé, no sé… No hemos aprendido aún a hablar. Pero ya nos entendemos. Jugamos entre los monstruos lentos y apacibles. Tú vas despertando uno a uno los pimpollos de seda negra del maíz-del-agua. Yo pateo una granada de angustifolia. Te llamo sin nombrarte. Te vuelves y miras. Dentro de la granadilla hay algo que se mueve. Semilla viviente. ¿Qué es? ¿Qué es? Ignoramos los nombres de las cosas, de los seres. Es cuando mejor los conocemos. Sus nombres son ellos mismos. Idénticos en forma, en figura, en pensamiento. Laten dentro de nosotros. Chispean afuera y en lo íntimo. Vemos aparecer un diminuto pichón. Plumaje metálico. Pequeñísima cabecita humana con ojillos de pájaro. Nuestras manos se juntan en el suave plumón. Lo sacamos de su encierro. Colibrí. Pájaro-mosca. Picaflor. El pájaro primigenio. Nuestro Padre Ulti-mo-Ultimo-Primero en medio de las tinieblas primigenias sacó de sí al colibrí para que lo acompañara. Habiendo creado el fundamento del lenguaje humano / habiendo creado una pequeña porción de amor / el Colibrí le refrescaba la boca / el que sustentaba a Ñamanduí con productos del Paraíso fue el Colibrí… ¡Sí, sí, menudo trabajo de nuestro Padre Último-Último-Primero, poner los fundamentos del lenguaje! ¡Ah! ¡Sudaba gotas-colibríes! Ya está: ¡El famoso lenguaje humano! Entonces también nosotros hablamos. Millones de años después los holgazanes bribones de la filosofía y los escobones del pulpito dirían que no sacamos el lenguaje de una simple granadilla sino de una «ayuda extraordinaria». Ahora esa ayuda extraordinaria ya no me sirve. Te oigo y te comprendo pot memoria. Lo demás, todo perdido. El inmenso caballo negro entre los dos.