Has llegado justamente hoy 12 de mayo, día de tu cumpleaños. Nada me queda que darte. Arrímate a la mesa. Toma de ahí ese juguete que sobró del reparto del año pasado. Representa los días de la semana girando sobre una rueda. Cambia de color y de sonido según los días. En la obscuridad, ciertos timbres permiten imaginar la figura y el color de cada día. Creo que el resorte se atascó en un domingo de tenebrio obscurus. Vino el armero Trujillo. Procuró componerlo. Dijo: ¡No puedo contra el ojo! Vino maese Alejandro. El barbero estuvo manipulando un buen rato con la navaja. De repente gritó y retrocedió: ¡Terrible lo que he visto! Vino Patiño. Llevó el reloj. Se sentó a su mesa de tres patas, puso los pies en la palangana. Estuvo hurgando con la pluma las fosas nasales del reloj que seguía en síncope. No pudo siquiera hacer girar las agujas. Patiño sólo puede hacer girar la noria de la escribanía, dar vueltas a la manija de la circular-perpetua. ¡Señor, este juguete está embrujado!, gritó. ¡Qué va estar embrujado! Ellos, esos mequetrefes, están embrujados. Su obscuridad de viejos los hace más temerosos que los niños. Cada uno ve en ella lo que cada cual es por dentro. ¡No echen la culpa a esa cosa inocente! No entendieron. Huyeron empujados por su miedo. Tampoco yo me ocupo más de dar cuerda a los relojes. Tómalo. Quizás tú puedas componerlo. Lo deja suavemente donde estaba. No lo quiere. Tal vez para ella el tiempo transcurre de otra manera. La vida de uno da siete vueltas, le digo. Sí, pero la vida no es de uno, oigo que ella dice sin mover los labios. Ya no es una criatura. ¿Qué puedo darte? Tal vez aquel fusil… Entre esos fusiles fabricados de materia me-reórica, está el fusil que empuñé al nacer. ¡Ese, ése! Tómalo. ¿Lo llevas? ¡Lo lleva! En las historias que se cuentan en los libros no suceden estas cosas. Inspecciona el fusil atentamente. No parece del todo satisfecha. Coge el reloj de música descompuesto. Lo pone en hora. Le hace dar su sonido. Doce campanadas. Mediodía del domingo. Color azul índigo. Te pregunto si piensas quedarte en la Patria. Eres la única migrante que ha vuelto. Es bueno que hayas dejado de montonerear a la zaga de esos pequeños atilas de las Desunidas Provincias, los Ramírez, los Bustos, los Disgustos, los López y demás bandoleros de baja calaña. No saben más que degollarse entre sí. Ensartar sus cabezas en las picas. Connivenciado con los maulas de aquí, el Pancho Ramírez quiere invadirnos. Su cabeza acabó en la jaula. Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, también fanfarronea en los humos de una pretendida invasión. Lo desquijaran a pistoletazos en un carruaje de señorón. Nosotros somos los únicos que hicimos aquí la Revolución y la Liberación. Los paraguayos son los únicos que entienden, dijeron nuestros peores enemigos. ¿Eh? ¿Dices que no? Ya verás. Aquí tenemos la única Patria libre y soberana de América del Sur; la única Revolución verdaderamente revolucionaria. No te noto muy convencida. Para ver bien las cosas de este mundo, tienes que mirarlas del revés. Después, ponerlas del derecho. ¿Que a eso has venido? Bueno, ah, bueno. Aquí yo debería escribir que me río con un poco de sorna. Sólo para disimular mi balbuceo. Te pregunto si querrías hacer algún trabajo útil. Éste es el rescate que debes pagar. Culpa no tienes ninguna. Condena que vale, legal, ya no puedo hacerte. Pena que cumple, legal, un tiro de arma, horca, todas esas zarandajas no puedo mandar contra ti. Apruebo, recibo, mucho aprecio doy a la prueba de tu palabra poca, de tu mucha voluntad. Cuando ha movido la mano, lentitud suma, movimiento que casi no parece, he creído que ella iba a disparar al fusil de mi nacimiento contra mi no-persona. Dudar, no dudé. Medio me entristecí apenas. Mas he de probarte un poco primero, le digo buscándole los ojos. Voluntad mucha, la mejor intención, no valen nada todavía si no obran. Debes empezar desde abajo; a veces lo más bajo es lo más alto. El fin de las cosas es según su comienzo. No hay jerarquías sino en la calidad de los logros. ¿Aceptas? Entonces quedas nombrada como directora de la Casa de Muchachas Huérfanas y Recogidas. No funciona desde que en 1617 murió Jesusa Bocanegra. Con todo y ser monja, demás de maturranga, la Bocanegra fue la primera montonera de la educación en estas comarcas. Anda ahora mismo a reorganizar la Casa. Haz que cumpla su función. Encontrarás por ahí a unas huérfanas mías. Si es que están todavía y no se han maleado por malos casamientos y esas tristes cosas que ocurren a las mujeres que han nacido para ser sometidas.

Cuando salí del Cuartel del Hospital, Patiño me trajo el parte de que la Casa de Muchachas Huérfanas y Recogidas se está con-virtiendo en un gran prostíbulo. Hasta las peores mujeres de mala vida que guardaban prisión en las cárceles han sido llevadas, Señor, a esa Casa mala donde están gozando de buena vida. Casa cuartel parece, de tan llena que está por las noches con los efectivos de urbanos, de granaderos, de húsares. Parrandean con las muchachas in cuéribus. Mucho más peor que las indias. He mandado un interventor, Excelencia. Lo han echado poco menos que a patadas. Dicen que una hembra brava, a la que nadie conoce, a lo menos nadie todavía la ha visto, es la que comanda el mujerío putero, un decir con su licencia, Señor. Sobre la puerta han clavado su Licencia en un papel firmado con su mismísima firma, Señor. Digo, sospecho, Excelencia, si no será otro pasquín perjurariocomo el que han puesto en la puerta de la catedral. He mandado poner espías, Señor. Sácalos. ¿Cómo, Excelencia? ¿No aprueba que vigilemos la Casa? ¡Saca a los espías, bribón!

Entra el provisor montado en un rollo de papel. ¿Qué le ocurre, Céspedes? Me siento muy preocupado por su salud, Excelencia. No es asunto que le incumba por ahora. Ya llegará el momento en que deba tomarse la molestia de echarme un responsito. Pensé que tal vez Vuecencia querría ordenar la venida de un sacerdote. Ya me la ha ofrecido usted. ¿No recibió la respuesta que le envié con el protomédico? ¿A qué ha venido, Céspedes, desobedeciendo mis órdenes? Pone el rollo bajo el brazo. Comienza a sobarse las manos. Lenta contradanza en torno al lecho. El sacramento de la confesión, Señor, como Vuecencia sabe… Un sacerdote… No, Céspedes, no necesito de ningún lenguaraz que traduzca mi ánima al dialecto divino. Yo almuerzo con Dios en la misma fuente. No como ustedes, piara de picaros, en opíparos platos que luego sale lamiendo el diablo. El vicario tropezó con el meteoro. Le salían chispas por los oídos. Aguarde un momento, Céspedes. Tal vez tenga usted razón. Acaso ha llegado el momento para un ajuste privado de cuentas de mis públicos hechos con la iglesia. ¡Gracias a Dios, Excelencia, que Su Señoría ha resuelto recibir el sacramento de la confesión! No, mi estimado Céspedes Xeria, no, se trata de sacramentos ni de secretamientos. Nada que confesar ni ocultar en cuanto a mi doble Persona. Ya se encargarán de eso los folicularios con o sin tonsura. En cuanto a mi comportamiento con la iglesia, ¿no ha sido generoso, magnánimo, bondadosísimo? Agregúele usted los superlativos que quiera. ¿No es así, provisor? Así es, Excelencia. Siempre se quedará corto en alabar la acción del Patronato del Gobierno sobre la iglesia católica nacionalizada de romana en paraguaya. Dejé a la iglesia que se gobernara por sí misma con entera libertad, sobre la base del Catecismo Patrio Reformado. A su paternidad le consta. Desde que Yo lo puse al frente de la iglesia como vicario general, cuando se dementó el obispo Panes, hace veinte años, usted ha venido manejando a discreción la industria del altar. Lo que resulta justo, pues según el apóstol, los que sirven en los altares es de ellos de donde han de sacar el sustento. Lo que resulta injusto es que los servidores del altar saquen de esta industria ciento más que el sustento, conforme su paternidad también lo sabe. Su Excelencia ha dicho la pura verdad. Mi gratitud será eterna por su magnanimidad… No se apure, Céspedes. Vaya a llamar al actuario y vuelva. Quiero que estas confesiones entre Patrono y Pastor figuren en acta, sin secreto ninguno. Tal debería ser la esencia del sacramento de la confesión. Santificado no por el secreto sino por la fe pública. Pecado y culpa nunca se reducen a la conciencia o inconsciencia privada. Afectan siempre al prójimo, incluso al menos próximo. Por lo que he resuelto que este ajuste in extremis sea pregonado y difundido a mi muerte en todos los pulpitos de la capital, las villas y los pueblos de la República.

¿Cuáles son mis pecados? ¿Cuál mi culpa? Mis difamadores clandestinos de adentro y de afuera me acusan de haber convertido a la Nación en una perrera atacada de hidrofobia. Me calumnian de haber mandado degollar, ahorcar, fusilar a las principales figuras del país. ¿Es cierto eso, provisor? No, Excelencia, me consta que ello no es cierto en absoluto. ¿Cuántos ajusticiamientos se han producido, Patiño, bajo mi Reino del Terror? A raíz de la Gran Conjura del año 20, fueron llevados al pie del naranjo 68 conspiradores, Excelencia. ¿Cuánto duró el proceso de estos infames traidores a la Patria? Todo lo que fue necesario para no proceder a tontas y a locas. Se les otorgó el derecho de defensa. Se agotaron todos los recaudos. Podría decirse que el proceso no se cerró nunca. Continúa abierto todavía. No todos los culpables fueron condenados y ejecutados. Algunos se salvaron. Así fue como sólo después de quince años de su muerte, el inaugural traidor de la Pa tria en Paraguay y Takuary, Manuel Atanasio Cavañas, fue descubierto en la trenza de la conjura, y sometido a la misma condena que los demás. Porque eso sí, mi estimado vicario, aquí de la justicia no se salva ningún culpable vivo o muerto. Entonces, dígame usted, provisor, contésteme si es que puede; le pregunto, considere, respóndase a sí mismo: Menos de un centenar de ajusticiamientos en más de un cuarto de siglo, entre ladrones, criminales comunes y traidores de lesa Patria, ¿es esto una atrocidad? ¿Que podría decirme, por comparecencia, del vandalaje de bandidos que hacen temblar con su cabalgata infernal toda la tierra americana? Saquean, degüellan, a todo trapo y a mansalva. Cuando han acabado con las poblaciones inermes, se degüellan los unos a los otros. Cada cual lleva atada al tiento de su montura la cabeza del adversario cuando ya la suya se le está volando de los hombros bajo el sablazo a cercén que la atará al tiento de otra silla. Jinetes decapitados galopando en charcos de sangre. Arreciando las dis tinciones y los límites, le diría que se han acostumbrado a vivir y a matar sin cabeza. Total, para qué la necesitan, para qué la quieren, si sus caballos piensan por ellos.