Ansiosos de vender sus recuerdos, el alma que ya no tienen al diablo de un imaginario lector, la especie más nefaria que conozco, inventan para su deleite afro-disíaco patrañas, calumnias, hechos imaginarios. Relatan como ajenas sus propias perversidades.

No tanto por dar el gusto a estos zalameros turiferarios del dinero y del poder, cuanto por usarlos al servicio del país que ellos usaban para hacer pingües ganancias, pensé nombrarlos mis representantes ante la Gran Bretaña, o sea la Inglaterra, como subditos de ella. Hacía rato que venían cargoseándome con las súplicas de que les concediera este cargo. Para ellos, una distinción sin segundo, al par que un nuevo medio de ampliar y aumentar su fortuna de traficantes y contrabandistas con patentes de inmunidad diplomática. No ignoraba por supuesto que los propósitos de estos codiciosos mercaderes no eran los de colaborar lealmente en la prosperidad económica de nuestra Nación sino fomentar aún más la suya. A sus segundas intenciones opuse las mías, que siendo las terceras eran las primeras.

Mandé llamar, pues, a Juan Parish Robertson, el mayor de los hermanos, y le planteé el asunto con mi habitual franqueza.

J. P. Robertson, en sus Cartas sobre el Paraguay, relata así la entrevista:

«Un oficial de la guardia del palacio llegó esa noche con el irrecusable mensaje: -Manda El Supremo que pase usted a verlo inmediatamente.

»Salí con el ayudante, un alférez negro, rancio de grasa de cocina y de hollín. Se sabía lo que significaban las visitas de estos nebulosos "officiers" del regimiento escolta. Marchaba delante de mí invisible, salvo su blanca chaqueta de lancero; de modo que yo acudía a ese encuentro, que nada bueno presagiaba para nuestra suerte, con la sensación de acompañar a una fétida sombra uniformada sin más ruido que el roce de un espadín.

»Cuando llegué al palacio fui recibido, sin embargo, por El Supremo con más bondad y afabilidad que de ordinario. Su aspecto se iluminaba con expresión casi vecina a la jovialidad. Su capa mordoré colgaba de sus hombros en graciosos pliegues. Parecía fumar su cigarro con desacostumbrado deleite, y contra su costumbre de encender una luz en su humilde salita de audiencias, esa noche se hallaban encendidas dos grandes velas del mejor baño de sebo sobre la mesita redonda de un pie, a la que no podían sentarse más de tres personas: la mesa de comer del Absoluto Señor de aquella parte del mundo. Dió-me la mano muy cordialmente: -Siéntese, señor don Juan-. Arrastró su asiento junto al mío y expresó su deseo de que le escuchase muy atentamente.

»-Usted sabe cuál ha sido mi política con respecto al Paraguay. Sabe que han querido acollararme a las otras provincias donde reina el malvado germen de la anarquía y de la corrupción. El Paraguay está en condición más pingüe que cualquier otro país. Aquí todo es orden, subordinación, tranquilidad. Pero desde el momento que se pasan sus fronteras, como usted mismo lo ha podido comprobar, el estampido del cañón y el son de la discordia hieren los oídos. Todo es ruina y desolación allá; aquí, todo prosperidad, bienestar y orden. ¿De dónde nace todo esto? Pues, de que no hay hombre en América del Sur, fuera del que habla, que comprenda el carácter del pueblo y que sea capaz de gobernarlo de acuerdo con sus necesidades y aspiraciones. ¿Es esto verdad o no? -me preguntó. Asentí. No podía decirle que no, pues El Supremo no admite que se le contradiga.

»-Los porteños son los más veleidosos, vanos, volubles y libertinos de cuantos estuvieron bajo el dominio de los españoles en este hemisferio. Claman por instituciones libres, pero los únicos fines que persiguen son la expoliación y el engrandecimiento de sus intereses. Por consiguiente, he resuelto no tener nada que hacer con ellos. Mi deseo es entablar relaciones directamente con Inglaterra, de gobierno a gobierno. Los barcos de la Gran Bretaña surcando triunfalmente el Atlántico entrarán en el Paraguay, y en unión con nuestras flotillas desafiarán toda interrupción del comercio desde la desembocadura del Plata hasta la laguna de los Xarayes, quinientas leguas al norte de Asunción. Su gobierno tendrá aquí ministro, y yo tendré el mío en la corte de Saint James. Sus compatriotas comerciarán en manufacturas y municiones de guerra, y recibirán en cambio los nobles productos de este país.

»A esta altura del discurso se levantó de su silla con grande agitación y, llamando al centinela, ordenó viniera el sargento de guardia. Apenas apareció el llamado, le ordenó perentoriamente traer "eso". El sargento se retiró y antes de tres minutos volvió con cuatro granaderos que portaban un petacón dé tabaco de doscientas libras de peso, un bulto de yerba de iguales dimensiones, una damajuana de caña paraguaya, un gran pilón de azúcar y muchos paquetes de cigarros atados y adornados con cintas variopintas. Por último, vino una negra vieja con algunas muestras de tejidos de algodón en forma de tapetes, toallas y paños de toda especie. Pensé que sería un presente que El Supremo quería hacerme en vísperas de mi partida hacia Buenos Aires. Juzgad entonces mi sorpresa cuando oigo de pronto que me dice:

»-Señor don Juan, éstos no son más que unos pocos de los ricos productos de este suelo y de la industria y el ingenio de sus habitantes. Me he tomado algún trabajo para proporcionar a usted las mejores muestras que el país produce en diferentes rubros de artículos. Sabe en qué extensión ilimitada estos productos pueden obtenerse en este, puedo llamarlo así, Paraíso del mundo. Ahora, sin entrar en discusión sobre si este continente está maduro para las instituciones liberales y burguesas (pienso que no) no puede negarse que en un viejo y civilizado país como la Gran Bretaña, estas instituciones han invalidado gradual y prácticamente las antiguas formas de gobierno ordinariamente feudales, formando en cambio la estabilidad y grandeza de una nación, que es hoy la mayor potencia de la Tierra. Deseo, pues, que usted prosiga viaje hasta su patria, y que tan pronto llegue a Londres se presente a la Cámara de los Comunes. Tome, lleve con usted estas muestras. Solicite ser oído desde la barra e informe que usted es diputado del Paraguay, la Primera Re pública del Sur, y presente a esa Cámara los productos de este rico, libre y próspero país. Dígales que yo le he autorizado para invitar a Inglaterra a cultivar relaciones políticas y comerciales conmigo, y que estoy listo y ansioso de recibir en mi capital a un ministro de la corte de Saint James, con la deferencia debida a las relaciones entre naciones civilizadas. Una vez que ese ministro llegue aquí con el reconocimiento formal de nuestra Independencia, yo nombraré un enviado mío ante aquella corte.

»Tales fueron los términos casi textuales con los que El Supremo me arengó. Quedé atónito ante la idea de ser nombrado ministro plenipotenciario, no ante la corte de Saint James, sino ante la Cáma ra de los Comunes. Se me recomendó especialmente no entrevistarme con el jefe del ejecutivo, "porque -adujo El Supremo- sé bien cuán inclinados son los grandes hombres de Inglaterra a tratar cuestiones tan importantes como ésta sólo cuando la Cámara de los Comunes las ha debatido y resuelto afirmativamente".

»Nunca en mi vida me enredé más en cuanto al modo de obrar o decir. Rehusar la quijotesca misión era provocar inmediatamente la ruina sobre mi desdichada cabeza y la de mi pobre hermano, si es que no las perdíamos antes bajo la cuchilla del verdugo. No quedaba más que aceptar. Así lo hice, a despecho de la asfixiante sensación de ridículo que me oprimía cuando me veía ya forzando la entrada en la barra de los comunes; dominando con media docena de changadores al comisario del Parlamento, y entregando, a despecho de oposiciones y resistencias, a la vez los petacones de cuero con mercaderías paraguayas y el discurso, verbatim , de El Supremo. Pero Asunción estaba muy lejos de Saint James. Por consiguiente, acepté el mandato, que no la propuesta, y me confié al azar de los accidentes en busca de una remota posibilidad de disculpa que me eximiera aceptablemente de culpa por no haber podido entrar con tan insigne honor y los petacones de cuero por la puerta que se me había indicado al otro lado del mar».

Vea, don Juan, le dije, vamos a hablar clarito. Estoy dispuesto a concederle el honor que me viene solicitando. Lo haré representante mercantil del Paraguay ante el gobierno de su imperio. Mi deseo es fomentar relaciones directas con Inglaterra, cosa que estimo de mutua conveniencia para ambos países; el suyo, la mayor potencia del mundo contemporáneo; el mío, la más próspera y ordenada República de estos nuevos mundos. ¿Le conviene a usted la canonjía? Se deshizo en alabanzas y agradecimientos. Mas, en ese mismo momento, como me ocurre siempre cuando enfrento a trápalas que me vienen con los papeles mojados, ya sabía yo que el obsecuente inglés no iba a cumplir nada de lo que él mismo se avanzó a prometer. Más aún; por el ruido de sus halagos supe que iba a engañarme. Pese a todo, no podía yo dejar de jugar esa carta. La misión Robertson era una manera de sondear, bajo bandera británica, la posibilidad de romper el bloqueo de la navegación forzando la arbitrariedad de los picaros y sucesivos gobiernos del Río de la Plata, ya por entonces rendidos al vasallaje de la corona británica bajo el manto de un pretendido «protectorado». Me pareció inclusive una buena ocurrencia intentar sacar cocos del fuego por manos del inglés. No se merecían otra cosa los muy truhanes.

Quiero don Juan, díjele, clavándole las uñas en sus coronarias, que usted logre el restablecimiento de la libertad de comercio y navegación, despojada al Paraguay por Buenos Aires contra todo derecho. Estoy en las mejores condiciones de hacerlo, Excelentísimo Señor, me aseguró el traficante. Soy muy amigo del Protector y comandante de la escuadra británica en el Río de la Plata. Apenas hable con él, los buques paraguayos entrarán y saldrán sin ninguna dificultad, protegidos por los navios de guerra del capitán Percy. Acordes, don Juan. Mi deseo es, sin embargo, que sus funciones no se limiten al ramo de comercio únicamente. Éste no será posible sin el previo reconocimiento por Gran Bretaña de la Independencia y soberanía del Paraguay. Para mí será un honor, respondió el mercader, gestionar este justo reconocimiento y estoy seguro de que para mi país también será un motivo de orgullo enlazar sus relaciones con una nación libre, independiente y soberana como lo es el Paraguay, al que todo el mundo llama ya con justicia el Paraíso del Mundo. Grandes palabras descosen los bolsillos, don Juan. No se alucine usted con humo de pajas, que el Paraguay no es la Utopía que usted dice, sino una realidad muy real. Sus procesos se dan en extensión ilimitada y pueden proveer todas las necesidades del Viejo Mundo. Según mis informes, la situación es ésta: La caída de Napoleón y la restauración de Fernando VII tienen trabucada la mente de los hombres de Buenos Aires. Alvear es ahora Director Supremo. Artigas ha vencido en Guayabos a los directoriales, que se han quedado sin dirección, a la deriva de los acontecimientos, luego de su expulsión de la Banda Oriental. Éste es el momento oportuno para que usted intente lo que le propongo. Armaré una flotilla de barcos cargados hasta el tope. Los pondré bajo su mando y usted no parará hasta la Casa Blanca, quiero decir hasta la Cá mara de los Comunes, a presentar esos productos, sus credenciales y mis demandas del reconocimiento de la independencia y soberanía de esta República. ¿Estamos acordes? ¡Genial idea Excelencia!